Pocas cosas llaman tanto mi atención como un cementerio con vistas al mar. Un mirador que se pierde en el horizonte, sugestivo, indiscreto y hermético al mismo tiempo, que se puede disfrutar por toda la eternidad. Cuando el de Luarca se cruzó en mi camino, mientras iba buscando el promontorio del faro, supe que este era el sitio perfecto para que algún día archivasen mis huesos, porque cuando uno quiere volver desde el más allá —que esas cosas pasan—, la linterna de un fanal marinero, visible desde veinte millas náuticas, es una buena referencia para encontrar el camino a casa.
Estaba en un momento existencial complicado: la ruptura con Amelia, tras cuatro años de lo que yo creía excelente relación; el hallazgo diario de más canas, de las emocionalmente saludables, en mi cabeza y el acoso de la editorial para que entregase un primer borrador de mi nueva novela, por la que ya había recibido un estimable anticipo, me tenían sumido en un estado cercano a la catatonia, encefalograma plano, sin ideas, página en blanco total.
Madrid tampoco ayudaba mucho, con tanto ruido, distracciones y, sobre todo, el cúmulo de recuerdos que seguían manteniendo en carne viva la herida provocada por la ausencia de Amelia. Pensé que era el momento de cambiar de aires; buscar nuevos horizontes; hacer borrón y cuenta nueva.
Así llegué hasta aquí, huyendo de mí mismo, una mañana de otoño, a caballo de mi ya viejo Beetle de 2005, que casi con autonomía propia trepaba la carretera del faro, mientras yo me dejaba atrapar por la belleza triste de un Cantábrico acogedor, que aquel día amaneció glauco y melancólico.
Nunca he sido muy hábil para eso de acertar en la diana de mi vida y mucho menos en el plano sentimental, pero esta vez fue amor a primera vista. La encontré asomada a la playa del Enguilo. Su porte indiano seguía indemne a pesar de los muchos años de abandono. Enfrentada al mar, aislada del mundo y hasta un poco huraña. ¿Quién dice que un montón de ladrillos no puede albergar sentimientos? Tenía un encanto especial que removió algo dentro de mí.
Por otra parte, aquellas soledades eran el refugio idóneo para un soñador de historias, el precio de la casona razonable y como coincidía con Paciano en que: «Fáltale algo de pintura, pero ye prestosa», la compré. La verdad es que necesitaba mucho más que unas manos de pintura; a ese respecto era muy optimista la visión del paisano que me habían recomendado para hacer las reformas, pero quería instalarme lo antes posible y retomar mi oficio de escritor.
Adecentamos una de las habitaciones de arriba, que recibía mucha luz natural gracias a un amplio balcón abierto al mar, perfecta para instalar en ella mi taller creativo y un catre provisional para dormir. Paciano me recomendó una casa de comidas cerca del Puente del Beso y así quedó completada mi precaria logística por el momento.
La niebla de mi cabeza comenzaba a disiparse, dando paso a pequeños claros de inspiración, a los que me aferraba con entusiasmo de primerizo. En los ratos de descanso, si el tiempo lo permitía, daba paseos hasta el faro y, a veces, me dejaba atrapar por el sereno equilibrio que transmitían las ordenadas tumbas del vecino cementerio.
—¿Yá disti trés golpes al faru? —me preguntó Paciano, dejando aparcado el enlucido de una pared para encender un cigarrillo—. Faltóme dicir lo. Porque non te caya la mala suerte y termines como l’indianu.
Según la tradición, se debe golpear tres veces con la mano el muro del faro, para evitar la maldición de Cambaral, el pirata berberisco que atemorizó a los luarqueses durante años.
Mitad historia, mitad leyenda, dicen que Cambaral mandó construir una atalaya de vigilancia justo donde hoy se levanta el faro, quienes pasaban por allí tenían que identificarse como miembros de su bandería y la contraseña era golpear la torre con la mano tres veces; no hacerlo suponía la muerte inmediata.
Al fin, Cambaral fue capturado por Hidalgo, señor de Luarca. Maltrecho y con graves heridas lo llevaron preso a la fortaleza del caballero. Allí conoció a la hermosa hija de este, con la mala fortuna de que entre ambos surgió un amor tan grande como imposible, ya que la suerte del pirata estaba echada. Desesperados, los amantes huyeron buscando el puerto; su única posibilidad era recuperar el barco de Cambaral y hacerse a la mar. Pero el luarqués les dio alcance con sus tropas. Cercados y sin posibilidad de salvación, quisieron sellar su compromiso para toda la eternidad, uniéndose en un último beso de pasión. Cegado por la ira, Hidalgo, de un solo tajo, cercenó las cabezas de ambos, que cayeron a las aguas del puerto, justo donde tiempo después se construyó el Puente del Beso. Cosa que sigue siendo frecuente, en asuntos de amoríos, eso de perder la cabeza.
En cuanto a l’indianu, se refería Paciano a Xuan Rendueles, «Garibaldi», el primer propietario de la casa, un vaqueiro que regresó a su pueblo después de hacer las Américas, a las puertas de la vejez, cargado de dinero y con una bellísima mulata por esposa. Para ella, Virginia, hizo construir este palacete colgado sobre el mar.
Cuentan que la amaba con auténtica pasión; vivía por y para ella, rodeándola de los caprichos, lujos y comodidades, que su enorme riqueza le podía permitir.
Según se contaba, el indiano era dueño de un inmenso tesoro, que guardaba en un arca de grandes dimensiones, oculta en algún secreto lugar de la casa, permanentemente vigilado por un lobo enorme que se había traído de tierras americanas, el más colosal que nunca se viera por el concello de Valdés. Después de mucho esfuerzo y sacrificios, la vida le daba a l’indianu en recompensa la perspectiva de una vejez plácida junto a una piel dorada y fresca de mujer, dulce como la miel de caña. Pero al diablo, que siempre anda zurciendo, no le gustan los finales felices y un mal día, la mulata desapareció.
Dejaron de verla en el pueblo, ya no paseaba por el jardín de la casa ni los domingos asistía a la iglesia, puntual, junto a su esposo, a misa de doce. Se dijeron muchas cosas, porque la gente cuando no sabe inventa historias, pero la versión más aceptada por todos fue que la hermosa mujer huyó del pueblo con un marinero noruego, de los que llegaban a Luarca todos los años, atraídos por la pesca de la ballena, del que se había enamorado.
Fuera lo que fuese, Garibaldi se encerró en sí mismo; volvióse huraño; en pocos días envejeció, como si una maldición hubiera caído sobre él, y una mañana, pocos meses después de que desapareciera Virginia, un pescador encontró el cuerpo de l’indianu flotando entre las rocas de Portizuelo.
Nunca se supo si cayó al mar de forma accidental o por voluntad propia y cuando los vecinos, armados hasta los dientes por miedo al lobo, entraron a su casa, no hallaron rastro del animal, ni del arca que supuestamente protegía. Muchos aseguran que el dinero de Xuan se esfumó con la mulata y este, humillado, confuso y de nuevo en la miseria, no tuvo más opción que quitarse la vida.