Entre yeso, ladrillos y mortero se nos pasó el otoño. Poco a poco, la casa iba recuperando el lustre de antaño, Paciano conocía bien su oficio y trabajaba a buen ritmo. Yo a veces le hacía de peón, un trabajo duro, pero el esfuerzo físico era un eficaz lenitivo contra el sentimiento de culpabilidad y frustración que acompaña al escritor enfrentado al síndrome de la hoja en blanco.
Mi maestro de obras, además de gran conversador, conocía infinidad de cuentos y leyendas locales, que iba desgranando entre lechadas, pulidos de llana y cuchareos, que no llegaban a alquitranar por completo el bache de mi creatividad, pero sí que ayudaron en el proceso sanador, desatascando la espita de la inspiración. Cambaral, la guaxa de la cueva Blanca, el lamento del cuélebre, bufando en los quejidos del bramudoiro, por los acantilados de Llanes. Mitología doméstica, cuentos de fogaril, historia de un pueblo milenario que vive de cara al mar. La verborrea de Paciano fue un buen remedio contra mi modorra anímica.
Pese a la gran carga de romanticismo que encierra la historia de Cambaral, es poco probable que el pirata llegara a existir y menos aún que fuera berberisco: en asturiano cámbaru significa cangrejo y cambaral es un lugar abundante en cangrejos; además, puestos a concederle al enamorado saqueador el beneficio de la duda, es más correcto atribuirle un origen escandinavo, asociado a las flotillas vikingas que tuvieron en jaque estas costas durante años.
Sin embargo, quizás porque venía en el lote con la casa, consideré como propia la historia de Virginia y Garibaldi, de manera que sin ser del todo consciente de ello y un poco como gimnasia intelectual que me ayudara a recuperar rutinas de trabajo, la incorporé al proyecto de mi novela. Así pues, pese a la dificultad que suponía para la documentación el mucho tiempo transcurrido desde que tuvieron lugar los hechos, me dediqué a investigar la figura del indiano, sin demasiado éxito, he de admitir, ya que lo único que pude lograr fue ubicarlo en un registro de donaciones a la capilla de Nuestra Señora de la Blanca, hecho en 1874, por la estimable cantidad para la época de mil trescientos reales. Poca información para edificar sobre ella una historia sólida. Pero sin yo saberlo, la semilla del misterio había arraigado en mi subconsciente, el proceso creativo estaba en marcha y poco tardaría en apuntar sus primeros brotes.
Con las Navidades a la vuelta de la esquina y la reforma de la casa prácticamente concluida, Paciano me anunció su propósito de hacer un alto en el trabajo hasta que pasaran las fiestas.
―Voi ónde la fía, que salió de cuentes. La muyer yá ta con ella y a la vuelta de Reyes ponemos colo de baxo ―de esta manera dejó establecido el calendario vacacional.
Me pareció bien; lo de baxo, era el sótano, oscuro, tétrico, desangelado y tanto a Paciano como a mí nos costaba decidir qué uso habría que darle en el futuro. En la medida de lo posible evitábamos aquel espacio adusto, donde siempre hacía un frío gélido que calaba hasta los huesos. «Fae un fríu que pinga’l mocu y escarabaya el pelleyu», solía referirse de esa manera, Paciano, al microclima de la cueva. Mucho tendría que esforzarme en hallar la forma de reestructurarla, darle la vuelta, como a un calcetín, si quería hacerla habitable. Pero eso de momento no era prioritario y, de buena gana, acogí la idea de tomarnos unas pequeñas vacaciones.
Pensé que podía ser un buen momento para volar a San Francisco y disfrutar las fiestas con mi hermana y su marido; hacía ya tiempo que no los visitaba y ni recuerdo tenía de mi sobrino. Por otra parte, aquello también me daba la oportunidad de acercarme a Berkeley, a la universidad, y bucear un poco en los archivos de su biblioteca, porque estaba interesado en conocer algo de la historia de los buscadores de oro en el norte de California, los «gambusinos», para un proyecto de novela, que tenía en mente desde hacía mucho, y que mis recientes vaivenes sentimentales no me habían dejado abordar. Poco podía imaginar que allí, en tierras americanas, confundido entre la marea humana de buscadores de fortuna, uno más de los miles de forty-niners que cayeron en la demencia de la fiebre del oro californiano de 1849, como un alma en pena aferrada a la guía de luz del faro luarqués, me toparía de nuevo con la figura de Xuan Rendueles, «Garibaldi», l’indianu.
El invierno asturiano mostraba su cara amable. Una suave brisa erizaba el Cantábrico con traviesas cabrillas, las olas apenas lamían la escollera del puerto y desde la Mesa de Mareantes, el caserío de Luarca lucía, imponente, al sol de la mañana. Allí estaba yo, contemplando sin ver los azulejos que adornan el paño de la muralla y cuentan la historia de la villa, mientras mis pensamientos vagaban lejanos, capeando la tormenta de contradicciones que había desatado en mi interior la obsesión por la historia de Garibaldi y la mulata Virginia.
En el archivo de la U.C., Berkeley Library, encontré documentos que, en la primavera de 1851, ubicaban a un tal John R. Garibaldi reclamando, junto con Charles W. Churchill y Daniel M. Cook, la explotación de una bonanza minera al sur de Gamble Creek, cerca de Coloma, en el condado californiano de El Dorado. Uno más de los miles que, con la ilusión de hacerse ricos en poco tiempo, acudieron a la llamada de la fiebre del oro del 49. Tras un salto de cuatro años, volví a toparme con estos mismos tres individuos, solo que ahora acompañados por Hiram B. Bronson, al noroeste de México, en territorio de la Cienaguilla, como integrantes de una partida de gambusinos proscritos, que actuaba ilegalmente en esa región del desierto de Sonora. Muchos de los que habían explotado las minas del norte de California dirigieron su mirada a noroeste mexicano, donde era previsible que hubiera oro suficiente para justificar una nueva fiebre minera y hacia allí se dirigieron en masa.
El gobierno de México, temiendo que aquella avalancha de yanquis fuera la cabeza de puente para una invasión de aventureros descontrolados, no les permitió explorar la zona, por lo que la mayoría volvió a California, salvo unos pocos que se atrevieron a desafiar a la autoridad local. Tuve la corazonada de que ese John R. Garibaldi, que hacía partida con Churchill, Cook y Bronson, era Juan Rendueles; no me cupo la menor duda, y hubiera querido continuar investigando por esa prometedora vía, pero mi tiempo era limitado, las fiestas navideñas llegaban a su fin, había que volver a casa y, por otra parte, las posibilidades de que pudiera encontrar más papeles que hicieran referencia al indiano eran escasas; no tuve otro remedio que conformarme con aquella pobre cosecha.
Y esa frustración embotaba mis sentidos aquella mañana en la Mesa de Mareantes, no sabía dónde buscar el cabo que me llevara a desenrollar la madeja de aquella historia, parecían cerradas todas las vías, sepultadas por toneladas de olvido acumulado a lo largo de los años; eso unido a mi estado general de bajo rendimiento creativo me tenía en un estado casi letárgico, con la batería del alma en sus niveles más bajos, al borde del colapso intelectual. Sin embargo, como ocurre casi siempre, tenía la señal delante de mis propias narices; la carga de energía extra que necesitaba para disipar mi modorra estaba allí mismo, llamándome a gritos desde el azulejo número doce, «La Favorita», y me espabiló con fuerza, sacudiendo mis adentros, como un golpe de mar estrellándose contra los cantiles de Portizuelo.
Cuentan las crónicas de la época, que un bergantín de dos palos, al mando del capitán Rafael Ochoa, que hacía la carrera entre Filadelfia y Luarca, a finales de agosto de 1869 pulverizó todos los registros de velocidad alcanzados por un barco de vela, cruzando el Atlántico en tan solo diecisiete días. Era «La Favorita».
La visión, en cerámica de Talavera, de aquel orgulloso clíper disipó la niebla que abotargaba mi cerebro, por decirlo de una manera coloquial, me cargó las pilas. Fue un fogonazo de advertencia, una señal, el aliento frío de un pasado lejano, que me volvía a poner tras la pista de l’indianu.
Una proeza de esas dimensiones tenía que recibir la atención de los medios de comunicación de todo el mundo, aunque no tanto de los locales, porque en la España de la época, a pesar de los esfuerzos aperturistas que trajo la Constitución del 68, la prensa estaba empezando a sacar la cabeza del pozo negro al que había sido empujada por una monarquía totalitaria. Pero indagando en hemerotecas del Reino Unido, no me fue complicado descubrir que La Favorita zarpó del puerto de Filadelfia con un pasaje de diecisiete personas, viento fuerte de noroeste y las bodegas repletas de jengibre, petróleo, canela, tabaco y algodón. La identidad de los pasajeros no parecía tener relevancia para los redactores británicos, salvo para el del Plymouth Evening Herald, que al hacerse eco de la noticia señalaba la presencia en el barco de un acaudalado comerciante asturiano, que volvía a su tierra desde ultramar, «acompañado de una exótica india nativa, de nombre Witari», que en la lengua de algunas tribus del norte de México ―esto lo supe mucho después―, significa lluvia.
Aunque no pude hallar evidencias de que el acaudalado comerciante que viajaba en el clíper fuera Garibaldi, ni en los archivos parroquiales de Luarca quedaran fondos documentales de aquellas fechas, a los que acudir en busca de cristianizaciones, bodas o velatorios, que pudieran aportar algo de luz, una inexplicable seguridad interior me llevó al convencimiento de que esa india, Witari, quizás hija de la nación kikapú, shawnee o mahkurawe, al pisar suelo asturiano se convirtió en la dulce Virginia, amor eterno, fuente de vida y luz de los ojos de Xuan Rendueles, «Garibaldi», l’indianu.