Con Paciano acordamos distribuir el sótano en dos espacios: uno dedicado a despensa y bodega, no demasiado grande, y otro más espacioso para reuniones, presidido por un fogaril, que además de combatir el frío extremo que siempre hacía allí abajo, oficiara las veces de cocina rústica y asador, en fin, un eje alrededor del cual poder socializar con vecinos y amigos.
El otro fleco que faltaba por recortar, para que la propiedad luciera como en sus mejores momentos de esplendor, era el jardín que rodeaba la casa, que sin ser excesivo, sí tenía las dimensiones suficientes para el lucimiento. Yo no tengo habilidad para tratar con las plantas, por lo que tomé la postura cómoda de contratar un profesional y me recomendaron a María Amalia, una mujer del pueblo, que según algunos tenía un don especial para la jardinería.
Paciano torció el gesto, cuando se lo comenté: «Nun ye bonu tratar con bruxes», se limitó a decir mientras repiqueteaba el enlucido de una pared a golpes de maceta y cincel.
―No me digas que voy a contratar una guaxa ―me mofé de su reticencia supersticiosa.
―Yo nun sé si esta zuca sangre o qué, pero dicen que fala colos muertos y eso nun ye bona cosa. ―Respondió sin esconder su incomodidad―. Avisáu quedes, mozu, depués nun vengas con quexes.
Me ajusté con ella por teléfono. Tenía una voz agradable y su asturiano era mucho menos cerrado que el de mi amigo albañil, quedamos en que se pasaría por mi casa la siguiente semana y abordaríamos juntos el arreglo del jardín. Resuelta esa contingencia, volví a centrarme en la historia de Garibaldi.
Como la documentación que tenía de los personajes era casi nula tuve que poner a trabajar la creatividad construyendo una vida del indiano por completo inventada, aunque con base en elementos veraces, pues la ubique en escenarios históricos e hice actuar a Garibaldi como un gambusino más del siglo XIX; de esa manera tenía la esperanza de que la trama de mi novela disfrutase de alguna posibilidad, aunque fuera por mera estadística, de rozarse con la realidad.
Por ese lado no se me hacía demasiado difícil armar la novela, que fluía sin contratiempos. Escribí que Chucchill, Cook y Rendueles explotaron la bonanza minera de Gamble Creek, hasta llegado el momento en que la falta de oro no compensaba el esfuerzo. El norte de Califonia era un aluvión de mineros y no quedaban tierras libres que reclamar; por otra parte, Coloma había dejado de ser un pueblo exclusivamente gambusino; la total ausencia de leyes y hombres que las hicieran cumplir, propició que una legión de aventureros, ladrones, pistoleros y maleantes, atraídos por la riqueza, camparan a sus anchas por el condado. Había llegado el momento de buscar nuevos horizontes y la compañía optó por tomar rumbo a México. Esta vez se les unió Hiram B. Bronson, un tipo de gatillo fácil, que necesitaba también cambiar de aires. Juntos llegaron a La Cienaguiila, al noroeste de México, topándose con la prohibición de trabajar las minas, impuesta por el gobierno de la nación. Por ese lado, la urdimbre de la trama estaba funcionando bien, sin embargo, no sabía cómo introducir en la novela la figura de Witari, la india que más tarde se convertiría en Virginia.
Soy de natural obsesivo, como ya ha quedado de manifiesto, y decir que esa mujer me estaba quitando el sueño no es un recurso de atenuación, porque literalmente era así. Algo no encajaba entre Virginia, la mulata caribeña, que llegó a Luarca con el indiano, y Witari, la india nativa del noroeste de México, pasajera de «La Favorita». En un sentido antropológico, los rasgos físicos de una y otra deberían diferenciarlas y eso me hacía pensar que se trataba de dos mujeres distintas, aunque tampoco podía obviar la posibilidad de que se hubiera utilizado el término «mulata», a modo de simplificación. Estaba ante otro callejón que también parecía ciego. Pero el azar, o quizás alguna otra fuerza oculta empeñada en hacerse visible por sabe dios qué extraña razón, vino a echar luz al misterio, emergiendo como un espectro de la gélida caverna del sótano.
―Oime, Diego, ven y mira lo qu’atopé. Esto ye del indianu, seguro. Date priesa. ―Me atosigó Paciano desde las profundidades.
Habíamos decidido eliminar el revoco de las paredes para hacer que apareciera el ladrillo antiguo original y en esas estaba Paciano, cuando un derrumbe parcial del muro dejó al descubierto un nicho de aproximadamente medio metro de diámetro y dos cuartas de profundidad, dentro halló lo que parecía una caja, cuidadosamente envuelta en un trozo de hule. Con la unción y el respeto que merecería el acto de romper un sello sagrado, Paciano cortó las cuerdas que ataban el paquete y retiró el hule, quedando a la vista un joyero de madera, sencillo, sin adornos, austero, en el que solo había un cuaderno con tapas de cuero, una pequeña Derringer de un tiro, con las cachas de nácar, y dos viejos daguerrotipos, todo ello en perfecto estado de conservación.
La escena recogida en la primera de las placas parecía un linchamiento. De una gruesa viga de madera atravesada sobre dos postes, pendían tres hombres colgados por el cuello; dos estaban a la misma altura, pero la cuerda del tercer ahorcado, que ocupaba el centro en medio de los otros dos, era sensiblemente más corta, propiciando que el tipo colgase medio cuerpo por encima de sus compañeros, formando una especie de pódium macabro, a los pies del cual posaban ocho individuos con gesto severo, como cazadores exhibiendo el trofeo de las piezas cobradas.
La otra placa era una instantánea de un hombre y una mujer, ella sentada y él, a su lado, de pie y con una mano apoyada en el respaldo de la silla. Los dos vestían elegantemente: la dama, un traje blanco compuesto de corpiño y falda larga con adornos en lazo de raso; el caballero usaba camisa, chaleco y pantalón, en tonos igualmente claros, y cubría su cabeza con un panameño. ¿Estábamos ante Virginia y Garibaldi? Todo apuntaba en esa dirección, solo que los rasgos de ella distaban mucho de ser los de una india mexicana, lo que alejaba la posibilidad de que fuera la misma pareja que viajó en «La Favorita», pero tampoco parecía una mulata, más bien su fisonomía era la de una mujer caucásica. ¿Quién era, pues, en realidad Virginia, la compañera de l’indianu?
Nuestra atención se centró en el viejo cuaderno. A Paciano le acuciaba, tanto como a mí, la curiosidad y dio por terminada la jornada laboral por ese día. Salimos del sótano y lo llevamos todo a mi estudio, donde podíamos dedicarnos a su examen con más comodidad.
Por detrás del estuche que protegía el daguerrotipo del linchamiento, aún se podía leer lo siguiente: «William Walker. Filibusteros. Rancho San Miguel, La Cienaguilla». No había marcas ni leyendas en la otra placa; en cuanto a lo que pensamos que era un cuaderno, resultó ser una simple carpeta de cuero, que guardaba en su interior un buen número de hojas sueltas, escritas con dos caligrafías distintas, como pudimos apreciar tras un primer examen, una pequeña, prieta y ordenada, mientras que la otra mostraba rasgos más largos y enérgicos. Parecían ser pensamientos, reflexiones, que reflejaban momentos de la vida de alguien, Virginia y Garibaldi, quisimos creer, y lo primero que leímos afianzó esa apreciación.
Me gusta la aridez resignada del desierto, la falsa realidad de sus paisajes distorsionados por la caprichosa agitación de la calima, ese gélido aliento a muerte sideral, que estremece las rocas milenarias, amortajadas bajo el manto estrellado de la noche y como el cactus, que para sobrevivir enraíza en la costra polvorienta de la tierra mientras alza sus brazos al cielo en señal de sometimiento, yo me agarro a la vida en el artificio punzante de la sumisión.
El preámbulo no podía ser más prometedor, aquellas páginas quizás encerraban la clave del enigma, el testimonio que echase luz sobre la historia del indiano y su esposa. No pude evitar que la emoción del momento cerrase mi garganta con un nudo, pero Paciano, impaciente, me instó a continuar leyendo y yo solo deseaba hacerlo.
Mi nombre de nacimiento es Abigail. Vine al mundo en Gila Bend, condado de Cochise, Arizona, en un entorno hostil, carente de amor y marcada por la desgracia. Es cruel ser la hija del predicador Zackariah McMeekin, el clérigo loco que asesinó a nueve prostitutas entre 1839 y 1840, a mayor gloria del señor y expiación de sus pecados, destrozando sus cabezas a golpes de hacha, para luego mutilar los cadáveres en una deleznable ceremonia ritual, antes de enterrarlas en el patio trasero de la iglesia.
No conocí a mi madre. Se llamaba Sara y era una mujer muy bella, temerosa de dios, me dijeron. Murió en el parto y durante cuatro años crecí bajo la férrea disciplina de mi tía Deborah, hermana mayor de mi padre, una mujer oscura, obsesionada con la presencia del demonio en todo aquello que no fuera trabajo, dolor y mortificación. Nunca disfruté de amigos, jamás me fue permitido el más ligero esparcimiento, tener contacto humano, jugar con otros niños; mi infancia transcurrió en una enfermiza burbuja protectora para evitar mi contaminación con el diabólico mundo exterior. Sin embargo, a mi manera, al no haber tenido oportunidad de conocer otra forma de vida, me sentía feliz en aquella lóbrega y deprimente mazmorra que era mi hogar. Pero todo cambió aquella noche de primavera de 1840, en la que el sheriff Brandown, escoltado por dos de sus ayudantes, se presentó en casa para llevarse con él a mi padre y a tía Deborah, con la soga del verdugo pendiendo ya sobre sus cabezas pecadoras.
Al reverendo lo colgaron tres meses después, tras un juicio que puso al descubierto el repulsivo espectáculo de sus crímenes y despertó la indignación de todo el pueblo; a ella la encerraron en un correccional y ya no volví a verla nunca más; alguien me dijo que murió en Yuma, años más tarde.
Aun siendo, como era, una niña asustada, inocente de toda culpa y desvalida, los pecados de mi familia me convirtieron en un ser despreciable, incómodo y repudiado por la comunidad; fui aborrecida, hasta el punto de que las autoridades del condado ofrecieron una importante cantidad de dinero a quien se ocupase de mi custodia, en tanto en cuanto yo estuviera en disposición de cuidar de mí misma. Pero nadie quería tener trato con la hija del predicador maldito, a excepción Job Fowers, un viejo buhonero borracho, sucio, que olía a cebolla y orines, que vio la oportunidad de hacerse con una buena cantidad de monedas sin ningún esfuerzo; el pueblo entero respiró aliviado y no hubo una sola voz que se opusiera a semejante monstruosidad. De manera que una mañana de principios de otoño, arrumbada en el fondo de la carreta de Fowers, como un fardo más de su andrajosa mercancía, salí de Gila Bend, para no volver jamás.
Nos adentramos en el desierto de Sonora, en dirección a México, donde el miserable pensaba cambiarme por una buena provisión de tequila y tabaco, pero ningún cantinero quiso aceptar el trato, era demasiado pequeña para trabajar en cualquier ocupación y alimentarme durante dos o tres años, hasta que pudieran sacar algún rendimiento de su inversión, no les parecía buen negocio. Así que Flowers se encontró con una carga que no estaba dispuesto a soportar. Para probar fortuna se adentró en territorio de Chihuahua, pero con la bolsa ya mermada, las reservas de aguardiente en precario y rotas sus expectativas con respecto a mí, sin el menor atisbo de humanidad, me abandonó en el desierto poco antes de pasar nuevamente la frontera con Texas.
No habría tenido la más mínima posibilidad de amanecer a un nuevo día, de no cruzarse Anakwa en mi camino, un indio hijo de la nación Pima, que me llevó con él como una más entre los suyos. Crecí con su familia a las afueras de Aldama, junto a la misión de San Jerónimo, donde los franciscanos me enseñaron a leer, escribir y hablar en español, mientras intentaban hacerme creer en su dios, el mismo que alimentó la locura de mi padre, arrastrándome al infierno con su pecado. Estuve rodeada de imágenes, leyendas y crucifijos, que los frailes pretendían divinizar, pero fueron mis hermanos indios quienes me enseñaron la esencia verdadera de lo sagrado, que se encarna en el coyote, hijo de la Madre Tierra, raíz de la vida, diosa protectora que nos ofrece cobijo. Ella nos da las montañas, los ríos, las plantas, los animales, y deja que el sol la preñe cada día con sus rayos y así parir cosechas, frutos, rebaños, en definitiva, nueva vida.
Fue Anakwa, mi padre, quien me enseñó a cuidarla para los que vendrán detrás de mí, porque la Tierra no es de nadie; nos deja pisarla, respirar su aire, alimentarnos de ella, nos ama, y al morir, guía nuestra alma en la integración de su nueva existencia. Por él, mi padre, supe que todo lo que tiene vida está conectado entre sí, la materia y el espíritu se entretejen en una compleja red y que todas las cosas vivientes están imbuidas de un significado sagrado. Sus enseñanzas y lo que aprendí de mis hermanos pimas, hicieron de mí la mujer fuerte que soy y aunque físicamente distinta, me considero una india más, orgullosa de pertenecer a la tribu que me dio la oportunidad de una nueva existencia. La incomprensión y necedad de quienes dicen amarme abominan de mi nombre para conocerme por otro distinto, pero me llamo Witari, mensajera del agua, hija de la lluvia y este es mi legado.
Ya no cabía la menor duda, el 8 de septiembre de 1869, cuando atracó en el puerto de Luarca, Witari viajaba en «La Favorita» junto a Xuan Rendueles, y era la mujer que posó sentada, junto al indiano, para el otro daguerrotipo. Witari era Virginia, nunca hubo mulata ni «… exótica india nativa», como la describió el Plymouth Evening Herald, ya que pese a sentirse hija dela nación Pima, era una mujer blanca. Si alguna vez hubo un tesoro oculto entre las paredes de aquella casona, lo teníamos delante y aunque todavía quedaban muchas preguntas pendientes de respuesta, las piezas del rompecabezas habían comenzado a encajar.