Excesivas emociones en muy poco tiempo. El hallazgo de los papeles de Witari y Garibaldi era un botín demasiado precioso; me sentía impaciente por obtener respuestas, pero las páginas estaban sueltas y no guardaban un orden lógico, parecía que las hubieran mezclado a propósito para entorpecer su comprensión y eso me tenía confundido. Mi obsesión con la historia del indiano era tal, que empecé a entrar en ese estado de ansiedad y desborde emocional que ya conocía de otras ocasiones, así que antes de perder nuevamente el norte supe que debía parar. Necesitaba tomar distancia, despejar mi mente, alejar las sombras.
Miré por la ventana, la enmarañada maleza del jardín parecía un reflejo de mi estado de ánimo. El mar lucía gris, como la tarde. Un cielo plomizo ponía velos de luto en el horizonte y en mi garganta sentía crecer el nudo de la desesperanza. Entonces alguien llamó a la puerta y el repiqueteo del timbre rompió la nigromancia que en esos momentos me tenía preso. Sacudiendo la cabeza, como el que sale de un mal sueño, acudí a su reclamo con la rutinaria apatía de lo cotidiano, sin saber que tras esa puerta, el destino estaba a punto de regalarme la brújula que marcaría, de forma irremediable, el rumbo de mi derrota.
Definitivamente, María Amalia no tenía aspecto de bruja, al menos al estilo de los cuentos tradicionales. No era una vieja encorvada y greñuda, de mirada torva y con una fea verruga cabalgando en el puente de su nariz, más bien al contrario. Todavía no llegaba a los cuarenta, era risueña, simpática, guapa de cara y tenía una figura que no pasaba desapercibida; hasta su manera de vestir, juvenil y desenfadada, hacía difícil etiquetarla como alguien que tuviera algo que ver con la hechicería y el ocultismo. Gran conversadora, desplegaba un dinamismo contagioso que hacía amigable todo lo que entraba en su ámbito de actuación. Tuvo en mí un impacto tan fuerte, que hice todo lo posible por ganarme su confianza pese a los recelos de Paciano, que no dejaba de ponerme sobre aviso.
—A los muertos hai que dexalos seles. Esta muyer nun trai nada bono, faime casu, home. Solo fálta-y la escoba, coño.
María Amalia, que conocía los reparos de su vecino, se lo tomaba a broma y trataba al albañil con cariño, paciencia y simpatía. Era una mujer excepcional y con una sensibilidad, perspicacia e intuición especiales. En eso Paciano tenía razón.
En realidad no era jardinera, se le daba bien el diseño, tanto de interiores como exteriores, y se había encargado de proyectar algunos espacios ajardinados por todo el concejo; pero para el trabajo manual tenía contratada una cuadrilla de trabajadores, todos de la zona, que eran los que limpiaban, explanaban y plantaban las distintas especies, siguiendo las directrices de su patrona.
Me sentía bien en su presencia, a gusto, confiado y a ella le ocurría lo mismo conmigo, por lo que tras ponernos de acuerdo en los pormenores del proyecto, seguimos intimando, conociéndonos mejor, y pronto estábamos transitando por el terreno de la amistad. A Paciano, aquella complicidad nuestra lo ponía enfermo y volvió a encerrarse en el sótano, con el ánimo de mantenerse alejado de la presencia de María Amalia. Mientras, nosotros seguíamos haciendo avances en una relación, que día a día ganaba en afecto.
—Yo no hablo colos muertos. Son ellos los que me manden recaos.
Dijo respondiendo a mi pregunta, mientras dejaba la copa sobre la mesa. Era la segunda botella de Veuve Clicquot que abríamos. La propuesta de acompañar toda la comida, de principio a fin, con champán, estaba resultando un acierto. Ella trajo ostras de Castropol; yo escaldé unos percebes y Petra, la mujer de Paciano, se encargó de que las cigalas estuvieran en su punto, un aperitivo que maridaba a las mil maravillas con el espumoso francés y casi acabó con la primera botella.
—Ye un babayu —me había dicho, Petra, en relación con los recelos que albergaba su marido respecto a María Amalia—, igual qu’el so padre, el mio suegru, qu’en gloria tea. Los dos más curtios que’l rabu d’un coneyu, probes. Tu nun-y faigas casu, que ye una bona rapaza y faéis bien bona pareya.
Estaba entusiasmada con la idea de que María Amalia y yo profundizásemos en el vínculo y quiso ejercer de casamentera cocinando para nosotros: verdinas con pulpo; pixín a la sidra, y arroz con leche, hasta el postre justificaba la elección de un buen champán francés.
—Pero de eso tienes fama en el pueblo y aún hay quien dice que eres medio bruja —le dije riendo mientras la amenazaba con una cigala—, y deben tener razón, porque a mí me estás hechizando.
Enseguida me arrepentí de lo que había dicho, me pareció una declaración de intenciones precipitada, pese a que habíamos compartido ya unos cuantos cafés y salido a tomar copas por el pueblo. La conexión entre los dos era evidente, había química, como suele decirse, pero no quería arruinarlo todo por una imprudencia. Nuestros ojos se buscaron. Su mirada era divertida y eso me tranquilizó.
—Será por culpa de este bebedizo —dijo, sonriendo, con la copa en alto—. En los pueblos, la gente habla, el chismorreo es un rito muy arraigado en el medio rural, y se dicen cosas sin ningún fundamento. No vayas a creer que tú no estás en boca de los vecinos, querido, aquí no se salva nadie.
Me ofreció un brindis y de nuevo chocamos las copas. Se la veía contenta y no estaba molesta por mi comentario, lo que me hizo abrigar esperanzas. Me gustaba esa mujer y comprometerme sentimentalmente con ella era la mejor manera de cerrar viejas heridas, que a pesar del tiempo transcurrido aún no habían cicatrizado del todo.
—No me vas a hacer picar en ese anzuelo —dije tras vaciar mi copa—, hace mucho que dejé de considerar mi reputación como algo prioritario. Me dedico a inventar historias, soy un cuentista, nadie me toma en serio, poco interés social puedo suscitar. Sin embargo, tu personalidad está envuelta en un halo de misterio, eres el nexo de unión con el más allá, lo desconocido, la esperanza de una vida después de la muerte. Te confieso —me sinceré con ella—, que la vida eterna, como concepto, me parece una manera poética de postular la indestructibilidad de la materia, pero no creo en dios, los espíritus, o en la reencarnación. Sin embargo, esta nuestra puede ser una discrepancia afortunada —me aventuré a dar un paso más—; los polos opuestos se atraen, soy un entusiasta del procedimiento empírico y me haría feliz que el experimento tuviera éxito.
Me miró sonriente y en sus ojos vi destellos de seducción. El jugo de un percebe le salpicó la cara, provocáncole un gesto de sorpresa que nos hizo reír a los dos. La velada estaba transcurriendo por cauces muy ilusionantes.
—Te compro la reflexión —dijo haciendo bailar el crustáceo entre sus dedos—: «En una reacción química la suma de la masa de los reactivos es igual a la suma de la masa de los productos», esto es de Lavoisier, ¿no?, la masa que gana un metal cuando se calienta, es igual a la del aire que pierde; así que no parece descabellado utilizar la misma fórmula en el terreno espiritual: así como le ocurre al metal, la masa que pierde el cuerpo físico de una persona al morir, se ve compensada por la que gana su alma liberada.
Dentro del buen rollo que presidía el debate, no pude contener un aplauso lento, que evidenciaba algo parecido al sarcasmo.
—Eso, querida, es hacerse trampas al solitario —protesté divertido—, tan peregrino como dar por incontestable la existencia del alma y pretender, además, que tenga naturaleza atómica. No obstante, si te hace feliz, brindo por ello —y volvimos a chocar nuestras copas, sellando un pacto de no agresión.
La comida siguió dentro de esos deliciosos cauces de complicidad, hablando de temas insustanciales que solo pretendían mantener un clima distendido, intercalado con miradas cargadas de promesas, que eran ya una declarada invitación a subir de nivel. Pero el primer beso no llegó hasta el café, sentados cómodamente en el chester de piel, frente a la chimenea, dónde crepitaban tres gruesos tocones de encina, mientras mareábamos en las manos sendas copas de calvados. He de admitir que bebido de sus labios, el aguardiente normando consiguió llevarme a un excitante estado emocional y físico cercano al nirvana.
Me despertó una ausencia en la cama, que recordaba cálida, y el inconfundible aroma a café recién hecho. Todavía medio sonámbulo me dirigí a la cocina. Allí estaba ella, enfundada en una camiseta mía de los Lakers que le llegaba hasta medio muslo, absorta en la lectura del periódico que, deduje, había traído Paciano. La vi preciosa, tranquila, confiada, y pensé que esa era la rutina de vida que siempre había anhelado. Me acerqué por su espalda, despacio y abrazándola por la cintura, le besé suavemente el lóbulo de la oreja; ella, arqueando un poco el cuerpo, echó su brazo hacia atrás y me acarició la nuca, luego volvió a centrar su atención en las noticias del diario.
—¿Has desayunado ya? —pregunté mientras cortaba dos gruesas rebanadas de pan aldeano y ponía a calentar la tostadora.
—Solo un café —respondió alzando la taza, sin apartar los ojos de las noticias—, te estaba esperando.
Era como si llevásemos años repitiendo ese comienzo de día y a mi mente volvieron imágenes que pensaba haber dejado atrás. Tuve miedo de que todo fuera un hermoso sueño destinado a explotar en medio de mi azarosa realidad, abriendo nuevas heridas y, por un instante, un puño duro, exigente, se hizo fuerte en la boca de mi estómago.
—¿Qué tienes previsto para hoy? —le pregunté para aferrarme al presente, obligándome a exorcizar los fantasmas del pasado.
Cogió una de las tostadas y la regó con una fina capa de aceite. Yo seguía absorto todos sus movimientos, como si estuviera ante una sacerdotisa pagana que oficiaba para mí un ritual sagrado.
—Hoy empezamos con el jardín —respondió—, he quedado aquí con mi cuadrilla a las nueve. Luego pasaré por mi casa a cambiarme, tengo un par de clientes que ver, pero a mediodía, si te apetece, podemos quedar a comer dónde Cambaral.
La naturalidad con que esbozó el plan me sacó de la ensoñación. Fui consciente de que idealizándola la apartaba de mí. No era un personaje de novela, ni mi mundo era ficticio y allí estaba ella, precisamente, para certificarlo.
—Me parece perfecto. Yo voy a trabajar en las notas que encontró Paciano en el sótano, ponerlas en orden, al menos, y si me queda tiempo me gustaría escribir un poco. A eso de la una y media ¿te va bien? Pero podemos quedar en el puente —me refería al legendario del beso—, por allí hay un par de sitios con buena cocina.
Dio un último sorbo a su café mientras asentía en silencio y me acarició la mejilla antes de darme un suave beso en los labios, luego miró la hora en su reloj.
—Cariño se hace tarde y todavía tengo que darme una ducha, aunque sea rápida. ¿Me dejarás leerlos? —se interesó por las notas, iniciando ya el camino hacia la escalera que conducía al piso de arriba.
La seguí con la mirada. Se movía con prisa, la camiseta de los Lakers daba a su figura un plus de energía y dinamismo. Al llegar a la puerta de la cocina se detuvo. Permaneció quieta unos segundos, sin moverse ni mirar hacia atrás. Yo había activado desde el móvil el sistema de audio y Jaroussky estaba poniendo banda sonora a la mañana; el más brillante contratenor del momento poniéndole voz al Polifemo de Porpora era la mejor propuesta para iniciar el día.
—Por cierto, querido, deberías abandonar las obras en el sótano, al menos por unos días —utilizó el mismo tono distendido que habría usado para decirme que esta noche le apetecía cenar pizza con anchoas—, no me preguntes por qué, pero hazme caso. Luego lo hablamos, si quieres, que voy pillada de tiempo.
No añadió más, ni me dio opción a protestar, me lanzó un beso desde la puerta y desapareció rumbo al baño. A lo lejos escuché los golpes de maceta de Paciano y supe que iba a tener un problema para explicarle mi decisión, porque tenía muy claro que no iba a oponerme a los deseos de María Amalia. Definitivamente, al menos en su relación conmigo, esa mujer sí tenía magia.