Inventé una ineludible necesidad de silencio para concentrarme en mi trabajo, que Paciano recibió con natural escepticismo, y le di fiesta por el resto de la semana. A la hora prevista llegaron los jardineros y me encerré en el estudio; los papeles de Witari y Garibaldi volvían a reclamar mi atención. Primero los separé en dos bloques, tomando como referencia para ello el grafismo, que claramente identificaba dos orígenes distintos, a partir de ahí, determinar el orden en que los documentos fueron escritos suponía una labor ardua, que me iba a ocupar demasiado tiempo, pero de alguna manera tenía que empezar, así que tomé la primera hoja de los pliegos que supuse escritos por Garibaldi. Era continuación de un texto anterior, no tuve la suerte que me acompañó con el de Witari, pero la sustanciosa información que contenía vino a echar un poco más de luz sobre la figura del indiano. Decía así:
«… no tenían la riqueza de las bonanzas de California, eso lo supimos enseguida, y que el gobierno de México no nos quería por allí. Su presidente, José Joaquín de Herrera, promulgó decretos prohibiendo la actividad minera a los gambusinos, ordenando su expulsión del territorio. Según el edicto, el ejército se debía encargar de ello. Pero los soldados eran pocos y estaban mal pagados, así que no había demasiados problemas para burlar la ley y muchos gambusinos seguimos en territorio mexicano.
La escasez de mineral hizo que buscásemos otras formas para enriquecernos rápidamente y el contrabando era la más lucrativa. Durante un tiempo, los cuatro, juntos o separados, traficamos con toda clase de mercancías tanto a un lado como al otro de la frontera con Texas, pero pronto descubrimos que era en el ganado donde estaba la principal fuente de riqueza. La demanda de reses por parte de los ranchos texanos era creciente y nunca hacían preguntas sobre su procedencia. Por otra parte, la casi inexistente presencia de vigilancia en la frontera facilitaba el negocio, así que vimos una oportunidad y la aprovechamos.
Robar ganado en las rancherías mexicanas y hacerlo pasar el río Bravo tenía sus riesgos, pero era una aventura muy lucrativa y en la frontera mexicana pronto hubo muchas partidas de gambusinos reconvertidos en cuatreros, hasta el punto de que los rancheros tuvieron que pedir auxilio a su gobierno, que se limitó a legislar, sin proveer los medios necesarios para una protección efectiva. Un montón de reglamentos, decretos y normas ordenó el reforzamiento de la vigilancia del ejército en la zona, pero todo fue mera palabrería, porque no se enviaron más tropas y la poca que había se iba desangrando lentamente, pues muchos soldados se dieron cuenta de que colaborar con los bandidos les resultaba más provechoso.
Pero los rancheros no podían soportar más la presión y terminaron por organizar sus propias partidas de defensa, grupos de hombres armados que perseguían a los cuatreros. Caer en manos de una de esas cuadrillas significaba la muerte inmediata, sin juicio ni preguntas, bien a balazos o colgado de las gruesas ramas de algún árbol, y en esas nos vimos un día de agosto de 1851, perseguidos por la de Jonh Taylor, una de las más sanguinarias de la región.
Nos emboscaron cerca de San Enrique, pero logramos huir y, picando espuelas, nos adentramos en el desierto de Chihuahua, con Taylor y los suyos pisándonos los talones. Nos disparaban con toda su artillería, una bala me alcanzó en la espalda y caí del caballo. No se detuvieron a rematarme, sabían que no iba a sobrevivir solo, malherido y sin montura, en medio de aquel páramo. De manera que pasaron de largo, persiguiendo a Churchill, Cook y Bronson. Eso me salvó la vida.
No recuerdo cuando perdí el conocimiento, ni el tiempo que estuve luchando con la muerte, pero desperté sobre las tablas de un camastro en una celda franciscana de la misión de San Jerónimo, un fraile revisaba el vendaje que fajaba mi pecho y junto a él, un ángel celestial sostenía en las manos una jofaina con agua. Era Witari, hija de Anakwa, el indio pima que me encontró en el desierto, más muerto que vivo, concediéndome la posibilidad y el don de una segunda oportunidad».
Como en un mecanismo de precisión, las piezas encajaban con el andamiaje que yo había forjado a partir de la información obtenida en Berkeley y ahora el perfil de los personajes, Witari, o Virginia, y Xuan Rendueles, ya iban perfilándose en un dibujo más nítido. Sin duda, la cacería de Taylor culminó con éxito, lo que explicaba el daguerrotipo del linchamiento encontrado en el cofre, un capricho exhibicionista de los cazadores, o quizás, la certificación gráfica del destino que aguardaba a los ladrones de ganado. En cualquier caso, parecía evidente que años más tarde la placa terminó en manos de un Rendueles ya poderoso y rico.
Se me había pasado la mañana sin darme cuenta y estaba próxima la hora de mi cita con María Amalia, además, el relato del indiano quedó interrumpido por la anarquía impuesta por el desorden de las hojas y tratar de recomponerlas era una labor complicada, laboriosa. El reloj marcaba el orden de mis prioridades, de manera que aparqué el trabajo. Aún había margen para la descompresión, unos minutos de laxitud que mi mente iba a agradecer. Puse una cápsula de café en la máquina y dejé diluir el estrés en el aroma sugerente del torrefacto. Con la taza en la mano me acerqué al balcón. El día se había disfrazado de grises y las primeras gotas, todavía tímidas, dejaban efímeras cicatrices en la superficie del cristal.
La sonrisa de María Amalia se incrustó en mi pensamiento, con la pujanza de un amor adolescente y aunque no podía sustraerme a los mandatos que me dictaba la madurez, me gustó recobrar esa inquietante y juvenil sensación de dependencia. Con todo, no podía dejar de pensar en ella. ¿Estaba cometiendo la torpeza de enamorarme casi a primera vista?
Los puntos, apenas cicatrizados de la vieja herida que me trajo hasta aquí, comenzaron a supurar demandándome cordura, pero el golpeteo del corazón en mis sienes, como un tambor tribal, borró cualquier atisbo de sensatez. Con los ojos cerrados y las yemas de los dedos, acaricié el ventanal como si a través del frío contacto con el vidrio, pudiera establecer un contacto con ella, espiritual y a distancia, pero entonces ocurrió lo imprevisible.
Una sacudida mental, estroboscópica, me sacudió, provocando que la taza de café se escurriera entre mis dedos estrellándose contra el suelo. Algo había sucedido, no estaba seguro de qué, pero mi realidad se desvaneció en medio de una neblina mucilaginosa, inmovilizante, casi palpable y a mi mente vinieron las últimas palabras que pronunció, apenas hacía unas horas, antes de salir de esta casa: «… deberías abandonar las obras en el sótano, al menos por unos días, no me preguntes por qué, pero hazme caso. Luego lo hablamos, si quieres… ».
Supe que su advertencia acababa de tomar forma. Una brisa gélida barrió la habitación. Fuera, la tormenta estalló en un trueno seco, que hizo vibrar los cristales. Por primera vez tuve la sensación de estar compartiendo espacio con una presencia incorpórea, sobrenatural, de otro mundo, pero vívida y exigente, que reclamaba su espacio.
El pánico se apoderó de mí. Quise huir, sin saber de qué, pero las piernas se negaron a obedecerme, estaba paralizado y la angustia me estrujaba por dentro. El rugido de la tormenta aprisionó mi cerebro como una garra, sentí que la vida se me escapaba y en un murmullo apenas perceptible, como una oración desesperada, que implorase la protección de una diosa salvadora, la invoqué: «María Amalia». Luego vinieron las sombras…