Un trueno furioso hizo temblar las vidrieras de Ancomar; parpadearon las luces y en aquella semipenumbra, el destello intermitente y prolongado del relámpago creó una ilusión óptica cegadora, como de estroboscopio, que puso expresiones de asombro, cuando no susto, en las caras de los parroquianos. «El aroma a café y bollería fina son un buen refugio para capear tormentas», me dije. A pesar de la hora, poco más de mediodía, la mañana se había vestido de luto y gruesos goterones comenzaron a estrellarse contra los cristales que amparaban el escaparate de la confitería.
Apenas tuve tiempo de pasar por casa, cambiarme de ropa y dar un repaso al contestador telefónico, soy de esas nostálgicas que todavía conservan el viejo aparato fijo, de baquelita, y siguen confiando en la tecnología del siglo pasado. La agenda solo ocupaba un par de compromisos, a priori nada complicados si no se torcían las cosas. En el ayuntamiento tuve suerte, el funcionario de turno me dedicó su tiempo con inusual diligencia; aún no eran las doce y ya estaba libre de compromisos.
Al salir encontré el cielo plomizo, encapotado, amenazando lluvia. Aligeré el paso por Uría y al llegar a la plaza de los Pachorros, la pastelería me salió al encuentro. Decidí que un café con leche y un par de crujientes de Luarca serían un buen remedio para entretener el hambre. Reservar en La Farola, a eso de las dos, parecía una buena opción y le puse un mensaje negociador a Diego —vale, sí, tengo esa debilidad, a veces le hago concesiones a lo moderno—; me respondió con el símbolo del dedito gordo hacia arriba y di por zanjado el asunto.
Todavía faltaba mucho y salvo esperar a que pasara el temporal, pocas cosas más tenía que hacer. Mientras daba vueltas al azucarillo revisé mentalmente mi organigrama logístico más inmediato: hacer a mi proveedor un pedido de magnolios, palmeras, hortensias y camelias, para el jardín de Diego; pedir hora en el taller para una revisión al coche, y reabastecerme de infusiones, manzanilla, valeriana, pasiflora… Cerca tenía dos farmacias, pero mi querencia por lo decimonónico me inclinó a valorar la «Botica de Blanco» como mejor elección, sin embargo, como ya estaba lloviendo con fuerza, decidí aplazar la compra hasta la tarde.
Tomé un sorbo de café. Estaba dulce, demasiado incluso para mí: «Diego lo abría escupido», pensé con una sonrisa, porque él lo toma sin azúcar, conocer sus costumbres me resultó agradable y extraño, a la vez; ¿me estaría enamorando? Aunque sospechaba la respuesta, reflexionar sobre eso me hacía sentir bien.
Era una posibilidad, a pesar del poco tiempo la relación entre los dos se había estrechado con fuerza y lo de la noche pasada era muestra de que estábamos transitando ya por niveles serios. Me gustaba Diego, sí, ¿por qué no admitirlo?, y que lo nuestro cristalizase en un vínculo estable era una proyección de futuro más que atractiva.
El estampido de un rayo, que seguramente había caído cerca, volvió a provocar un sobresalto general, murmullos apagados, alguna risita nerviosa, preocupación en los rostros, y en mí un impacto extraño en la boca del estómago que conocía muy bien: mi maldita capacidad premonitoria, por la que algunos me llaman bruja. Algo iba mal, estaba segura, ese opresivo desasosiego nunca fallaba.
«¿Diego, estás bien?». La intuición me impulsó a teclear ese mensaje en el móvil; luego, impaciente, urgida, preocupada, quedé a la espera de su contestación. Pero no llegó. Repetí la pregunta varias veces, cada una de ellas más devorada por la zozobra, y en todas obtuve el silencio por respuesta. Una fuerte ráfaga de viento barrió la calle con tal furia, que humilló la señal de tráfico ubicada en la acera, frente a la puerta del local. Al doblarse, el mástil de acero gimió con un lamento largo, desgarrado, como el aullido de un lobo solitario. Una garra fría, de hielo, me arañó por dentro. La sensación no era nueva, me había pasado antes muchas veces, solo que ahora llegó junto con una punzada de miedo que atravesó mi corazón, y supe de inmediato que Diego estaba en peligro.
Sin pensarlo dos veces me eché a la calle. Aquello parecía el diluvio. El vendaval empujaba la cortina de agua creando un muro casi sólido, a través del cual era un sufrimiento avanzar. Estaba calada hasta los huesos, medio ciega, por Ramón Asenjo bajaba una riera desbordada, buscando el aliviadero del río Negro en su camino hacia la mar. El viento me empujó al suelo, caí dos veces, tenía sangre en la rodilla izquierda, el cerebro ordenaba correr, pero el cuerpo, enfrentado a la vesania de la tormenta, como en una paralizante pesadilla, apenas era capaz de ganar terreno.
—Amalia, fía, ¿te cansasti de vivir? Anda, xube al coche, tas papada —la voz de Petra me llegó junto con el sonido de un claxon. Los dos me miraban sorprendidos, Paciano iba al volante—. ¿Vas xubir o non?
Al abrigo de la borrasca, el pequeño utilitario me transmitió la seguridad que da arribar a puerto, dejando atrás la furia de una mar embravecida, pero el peligro no estaba allí. El grito sordo de auxilio que me seguía costriñendo la boca del estómago provenía de la casona del Enguilo. Petra y Paciano, girados hacia atrás en sus asientos, me preguntaban con la mirada. En sus ojos vi asombro y preocupación a partes iguales. En pocas palabras, con urgencia, los puse al corriente de lo que ocurría, mis aprensiones, el pálpito lacerante de que algo muy malo le había sucedido a Diego.
—Andes siempres xugando con fueu y, dalgún día, vas quemarte —Paciano fue incapaz de reprimir su enfado—, va tar distrayíu, a les sos coses, y tu, según te afai, entamando un san Dios. Parar lo de baxo ye cosa to, ¿non? Nun sabes cómo faer pa dir tirándo-y al diañu del rabu.
Estaba tremendamente enfadado y reforzaba su discurso golpeando el volante del coche con cada palabra.
—Tu yes babayu. Tas glayando como un teníu y nun sabes nada —lo interrumpió Petra, igualmente furiosa—. ¿Y si tien razón ella? ¿Y si l’home mancóse? Anda, arrinca para’l Enguilo y dexa de faer el pollín.
Eso todavía encendió más a Paciano, que volviéndose hacia ella gritó:
—La mesma bruxa, tu qu’ella, más vos valía…—no pudo terminar la frase.
—A mi nun m’alces la voz, Paciano, que te meto dos hosties y güei duermes col gochu. Tira, arrinca d’una vegada y vamos para allá. Depués iguamos cuentes tu y yo, en casa.
Aquello pareció remansar las aguas un poco. Paciano, murmurando, inició la marcha y dentro del coche se hizo un silencio espeso, que ya no nos abandonó hasta llegar a la casa. Conforme nos íbamos aproximando se hacía más profunda e intensa mi angustia. «Diego, Diego, cariño, háblame», traté de comunicarme con él mentalmente. Era absurdo, lo sabía, pero en mi desesperación era posible cualquier estupidez. Me importaba ese hombre, más aún, estaba empezando a estar segura de que lo quería.
La casona se perfiló a lo lejos, asomada al acantilado, como un suicida que estuviera calibrando arrojarse al vacío, fría y oscura, como la tormenta. Un nuevo trueno retumbó con fuerza, y desde la mar, fuertes ráfagas de viento azotaron los árboles, arrancándole a la enramada gemidos lúgubres, que evocaban, otra vez, el aullido amenazador de un lobo, una advertencia de peligro de la que no pude sustraerme.
Por fin llegamos. Seguía lloviendo de forma torrencial. Parados ante el portalón, los tres quedamos dudando unos segundos. En sus caras percibí el mismo temor que debía mostrar la mía. Paciano, indeciso, nos miró a las dos, luego sacó un manojo de llaves del bolsillo, escogió una y la introdujo en la cerradura, inspiró profundamente y la hizo girar hasta que cedió el resbalón; Petra se santiguó; yo, a falta de un dios en el que creer, me sentí tremendamente sola y vacía. No tuve duda, supe que Diego estaba allí adentro. Si vivo o muerto íbamos a descubrirlo pronto.