¿Veis ese afeite mágico, sutil, iridiscente, que pone reflejos de ópalo en las adormiladas aguas del lago? Son los heraldos del amanecer, que como una exótica fanfarria silenciosa, anuncian la inminente explosión del nuevo día. Una bandada de gaviotas patiamarillas, perfila su vuelo contra el sol recién nacido; arganeo cósmico, que proyecta su ancla de fuego sobre el ensortijado cabrilleo de este mar sumiso. Cierro los ojos y el mar desaparece, se vuelve tierra fértil, generosa, acogedora, donde maduran las uvas, amarillea el trigo y se rizan, pacientes, los olivos. El valle, que ahora duerme limos en el fondo del embalse, vuelve a contarme su historia, que es la mía. Me habla, con ronquera de cieno malquerido, de esquilos, majadas, repicar de yunques en la herrería, urgencia de mugidos en los establos, olor a humo de leña quemada en los fogariles aldeanos y tañido de campanas al amanecer.
Vuelvo a ver mi pueblo, apacible, pequeño, anclado junto al río. Veo las calles estrechas de empinadas cuestas, que terminan en la recoleta plaza de la iglesia; y el bar de Antonio, donde los domingos, después de misa, se juntan ricos y pobres, grandes y chicos, ateos y meapilas. A tomar vino recio, los hombres, y gaseosas enfriadas al hielo, las mujeres y los chiquillos. Veo a mi abuelo Néstor, fuerte, imponente, como los álamos del río, caminando a grandes zancadas por el monte, seguido de cerca por Viriato, el hermoso braco alemán de pelo corto, que siempre lo acompaña a todas partes. Viene a visitarme la imagen, nítida, entrañable, querida, de mi abuela Claudina, afanada entre sus fogones, reservando para mí la primera rosquilla salida de la sartén, el mejor bocado de la olla, el huevo más lozano de sus gallinas.
No sé por qué, recuerdo una tarde ver un ratón que salía del cuarto de las patatas. Lo llamábamos así, porque debajo del ventanuco, que se abría directamente sobre el corral, había un canasto grande, donde se guardaban las que el abuelo separaba para consumir en casa: el resto de la cosecha, casi toda, era para un mayorista, que luego las revendía en el mercado de abastos de la ciudad diez veces más caras. Además de patatas, en esa habitación se guardaban cebollas, ajos, pimientos morrones, frutas, al natural o en conserva, salazones…, así que bien podríamos haberlo nombrado el cuarto de las cebollas, de los garbanzos o incluso de los jamones, porque siempre había un par de perniles sudando grasa, colgados del techo. Aunque lo más natural habría sido llamarlo despensa, que lo dice todo y no admite segundas interpretaciones, pero eso estaba descartado por obvio: en aquel tiempo, en mi familia, éramos felices, poco dados a las formalidades y, cuando no merecía la pena poner atención, alérgicos a lo evidente.
El ratón anduvo un trecho pegado a la pared, alerta ante cualquier peligro que pudiera surgir, mientras venteaba el aire, por si en alguna brisa le llegaban tufos de mal agüero y buscando, quizá, una ruta de fuga para caso de apuro, un sagrario al que acogerse de urgencia. Luego, cuando estuvo seguro de que controlaba el medio, aventuró un trotecillo cauteloso hasta el centro de la cocina y se detuvo junto a la estufa de leña, que chisporroteaba, congestionada, haciendo la digestión del tuero, que alguien le acababa de embutir. Seguidamente, a pequeños brincos, desapareció debajo de un viejo bargueño y ya no supe más de él.
Aquella noche, la abuela Claudina se puso enferma, muy enferma. Vino el médico, se encerró en una habitación con mi abuelo y con mis tíos. Por la mañana llegó una furgoneta blanca, que llevaba pintadas sendas cruces rojas en los laterales. Unos hombres, igualmente vestidos con batas blancas, sacaron a mi abuela de casa, acostada en una cama con ruedas, que metieron en el coche, y se la llevaron. No volví a verla más. El abuelo mandó construir en el cementerio, una capilla de ladrillo rojo y azulejos, de influencia mudéjar, rematada con un elegante campanil. Allí quedaron, descansando en paz, los restos de mi abuela Claudina.
Luego, casi a continuación, como en un mal sueño, pasó lo de la hidroeléctrica: el proyecto de ampliar el embalse, que años atrás habían construido aguas arriba del río, para crear uno mayor inundando nuestro valle. Fueron días muy tensos. Recuerdo las reuniones en el ayuntamiento, a las que asistía todo el pueblo y de las que salía la gente con las caras serias y el miedo pintado en los ojos. Después llegaron las cartas. En ellas se ofrecía realojar a las familias en un pueblo nuevo, que la hidroeléctrica estaba construyendo unos kilómetros al este y una indemnización por las tierras de cultivo, que a todos pareció insuficiente. Fueron muchas semanas cargadas de incertidumbre, promesas y amenazas, hasta que un día llegó la orden: había que abandonar las casas, dejar el pueblo, salir del valle.
Se habló de trasladar a los muertos al cementerio nuevo, nadie quería dejar a los suyos atrapados bajo las aguas. Todos hablaban, proponían soluciones, exigían respuestas. Mientras los muertos siguieran en el cementerio viejo, nadie abandonaría el pueblo. El abuelo Néstor callaba. Una mañana fría, lluviosa, desapacible, llegaron con sus pistolas, metralletas y dando voces. El plazo había terminado. A empujones, de malos modos, como pudieron, los aldeanos tuvieron que cargar sus cosas en unos camiones verdes, que olían a resignación, desamparo y miedo. Al caer la tarde, con el agua entrando ya en las primeras casas, entendieron que sus vidas, como los muertos del camposanto, estaban condenadas a quedarse en el fango, bajo las aguas. Que desde ese día ya nada, ni nadie, tenía una historia pasada que contar. Unos lloraban, otros maldecían, algunos se enfrentaban, tímidamente, a las pistolas. El abuelo Néstor callaba.
Fue aquella una noche larga en la que pocos durmieron. Abiertas sus compuertas, las aguas del embalse de arriba se precipitaron por el valle vencido, como una ola devastadora, que arrasó los cultivos, tumbó cercas y graneros, profanando las casas vacías, con una bulla de soldadesca borracha, entregada a la rapiña del botín. Al amanecer, el pueblo entero había desaparecido bajo las aguas y solo el viejo cementerio, encaramado en lo alto del cerro, resistía el avance de la inundación, que más lenta, pero inexorable, iba ganando terreno palmo a palmo, y ya lamía sus tapias encaladas. Las mujeres lloraban desconsoladas. Los pequeños, medrosos, aferrados a sus faldas, lo miraban todo sin comprender. Los hombres, cansados, abatidos, adivinaban bajo las aguas el verdor de los viñedos, las amarillas mazorcas en los maizales, el rojo lascivo de las amapolas del trigal.
Sonó la campana de la iglesia nueva convocando a oración. Solamente unos pocos acudieron a su llamada; la mayoría permaneció insensible, la mirada perdida en un pasado que ya no era suyo. Algunos alzaron, amenazadores, sus puños al cielo, con un odio incontenible y blasfemo. Una ráfaga de viento fuerte entró por el norte, erizando de espumas la superficie del lago y desde el campanil de la tumba de mi abuela Claudina, unos furiosos tañidos de bronce honrado, hicieron que las gargantas explotasen en un rugido de revancha. El abuelo Néstor callaba.
Se llenó el pantano, ningún recuerdo quedó del valle en la superficie, la vida reclamó su espacio: había que roturar las tierras, buscar nuevos pastos, impregnar las casas con los olores familiares. Los hombres tornaron a empuñar sus aperos; las mujeres se dieron prisa en aprender a manejar los modernos fogones y los críos regresamos a la escuela, con rumiante resignación de cordero. Antonio abrió su bar en la plaza nueva, junto a la iglesia, y las mañanas de domingo volvieron a oler a vino recio, acompañadas del vocerío de los corrillos y el siseo burbujeante de las gaseosas enfriadas al hielo. La gente había comenzado, otra vez, a escribir su historia. Solo el abuelo Néstor callaba.
Seguía teniendo la rotunda altivez de un chopo ribereño, el pecho poderoso, la fibrosa musculatura de su juventud, pero sus ojos permanecían inexpresivos, muertos. Ya no trabajaba el campo, había puesto esa responsabilidad en manos de sus hijos y únicamente cuando estos le pedían consejo, se agachaba sobre los polvorientos terrones, desmenuzándolos entre sus dedos, aconsejaba la presencia del veterinario o modificaba el ángulo de la vertedera. Se levantaba con el día, metía en el pequeño zurrón un pedazo de queso, pan y algunas olivas; llenaba la bota con vino de sus toneles y, a grandes trancos, salía de la casa, seguido de cerca por su fiel Viriato, para no volver, siempre taciturno, hasta la caída de la tarde.
Unas veces, las menos, subía a la sierra, buscando las umbrías del hayedo, para retornar con el zurrón cargado de setas y oliendo a tomillo, espliego y menta silvestre; otras, las más, se acercaba hasta una cortadura de rocas, que caía sobre el pantano, y allí pasaba horas y horas, contemplando las aguas, ensimismado, ausente, rumiando sus recuerdos.
Aquel año, el otoño vino con prisas por ceder el testigo. Las tardes morían pronto, el frío vaciaba las calles y como una bruma pegajosa, la melancolía se colaba en las casas, llenando de pesadumbre y soledad los corazones de las gentes. Viriato gimoteaba tras la puerta cerrada, tumbado en el suelo, con el morro metido entre las patas y una mirada de incomprensión en sus ojos tristes. El zurrón y la bota colgaban de su escarpia y el abuelo Néstor no estaba en la casa. No recuerdo quién dio la voz de alarma, pero todo el pueblo se movilizó en su busca. Unos pocos hombres, los menos, partieron hacia la sierra, tomando el camino del hayedo; otros, los más, siguieron a Viriato hasta el borde del acantilado rocoso, que se precipitaba en el embalse. Allí, sobre un peñasco, en orden riguroso, encontraron su viejo gabán de piel, la boina veterana y una rama de espliego rematando el conjunto. Fue su forma de decir adiós.
Vinieron hombres uniformados, con barcas, que lo navegaron todo buscando su cuerpo sin poder dar con él. Dijeron que, tarde o temprano, aparecería, que el agua nos lo iba a devolver. Pero yo sabía que no. El abuelo Néstor estaba feliz, en la capillita del fondo del lago, charlando con la abuela Claudina de sus cosas y, seguramente, aguantando alguna buena bronca, por haberse llevado tan poca ropa de abrigo al otro mundo.
Llovió poco en primavera, la sequía se adueñó del verano, la capacidad del embalse fue descendiendo lentamente y una mañana luminosa de agosto, sobre las aguas azules, como flotando en un lago de ensueño, apareció el viejo cementerio. Todo el pueblo se acercó a la orilla para contemplar el milagro. Allí estaba, majestuoso, solemne, invencible. Con sus carcomidas cruces de piedra, sus ángeles trágicos y, en lo más alto, reluciente de azulejos, el rojo ladrillo desafiante y la esbelta torre apuntando al cielo, la querida capilla familiar parecía un palacio pequeñito, de cuento de hadas, protegiendo el sueño de dos amantes, para toda la eternidad.
Un cálido soplo de viento sureño agitó el campanil y un repiqueteo de bronce enamorado, hizo rugir de júbilo las gargantas. Y yo, sin dejar de reír, enloquecido, corrí por aquella playa artificial, emocionado, feliz, abrazando la brisa que, estaba seguro de ello, me traía el beso húmedo de mi abuela Claudina y el arrumaco torpe de mi abuelo Néstor, que por fin había hablado.