—Martín, Martinico, hijo, anda, acomódame los almohadones, que esta espalda mía me tiene en un ay, es un calvario. ¡Señor, cuando te me llevarás!
El aludido golpea los cojines ahuecándolos y luego los recoloca, en un intento de restituir el confort de su patrón, un anciano enjuto, malcarado y cascarrabias, que apenas hace bulto en la inmensidad de la regia cama con dosel, que luce en el cabecero el noble escudo de los Formosa de la Entrepierna.
El viejo duque de La Trempera, Juan Felipe de la Concepción, Isidro María del Buen Suceso Formosa de la Entrepierna y de la Croix, se acomoda de nuevo en la cama, aparta la bandeja con los restos del desayuno, se cala las gafas de cerca y hojea, sin demasiado interés, la portada de La Patria; el único periódico que, a su juicio, está libre de influencias comunistas.
Una criada retira el servicio y Martín, el mayordomo, le ofrece al de La Trempera, una bandejita de plata, con media docena de pastillas medicinales y un vaso de agua.
—Ya estamos con los potingues —se queja el viejo—, total para qué, si cada día estoy peor; digo yo, que para morirse uno tampoco habría que padecer tanto.
Va cogiendo, una a una, las grageas y las hace pasar con pequeños buches de agua.
—El señor duque se queja de vicio —aventura el sirviente—, tiene una salud de hierro y acabará enterrándonos a todos.
—Dios te oiga, Martín, dios te oiga —responde el aristócrata, a la vez que despliega las páginas del diario.
La misma criada de antes vuelve a hacerse cargo del vaso de agua y la bandeja, ambos ya vacíos. Una media genuflexión ante el señor, que ni se percata de ello, marca el inicio de su retirada.
—Estos rojos van a terminar cargándose el país —se queja el duque en voz alta—, con tanto bono social, sanidad y educación pública. Alimentar la gandulería, es lo que hacen, a nuestra costa. Mano dura y palo recio, hacen falta, como antaño.
El mayordomo, afanado en sus tareas, oye, pero se esfuerza en no escuchar.
—¿Está en casa la señora duquesa, Martín?
Sin dejar de manejarse con el vestuario del vejestorio, al que en breve tendrá que ayudar a emperifollarse, el servidor responde.
—La señora tiene clase de zumba hasta las doce, señor. Luego, está previsto que almuerce en el club de polo.
El duque deja el periódico sobre la cama.
—¿A quién dices que se zumba ahora ese putón? —pregunta mientras inicia la complicada tarea de abandonar el lecho.
—Es una disciplina gimnástica muy estimulante, señor —aclara Martín mientras ayuda al viejo a tomar tierra—, que combina el ejercicio aeróbico y la danza.
—Donde esté el pasodoble que se quite todo; tan racial, tan nuestro —argumenta el noble—, y no esas payasadas extranjeras modernas.
En camisón de dormir, los cuatro pelos revueltos y enseñando unas canillas de canario, el duque de La Trempera ofrece un aspecto nada aristocrático. Y es que la vida nos pone a todos al mismo nivel, cuando nos pilla en paños menores, en el retrete, con los gayumbos por las rodillas, o hurgándonos la nariz mientras esperamos que se ponga verde el semáforo.
—¿Habéis sacado brillo a la escalera, Martín? —pregunta el carcamal, dejándose poner la camisa—, ayer estaba hecha un asco. Tienes que atornillar al servicio, que son todos unos vagos. No se merecen el pan que se comen. Mi pan, Martín, que de tan bueno soy tonto.
El mayordomo se concentra en atarle los cordones de los zapatos, para evitar malos pensamientos.
—Con la de veces que la he bajado yo de crío, cabalgando el barandal —se abisma el duque en el pozo de los recuerdos—. Entonces sí que había una servidumbre abnegada, que lo tenía todo como los chorros del oro y el que se relajaba, un fustazo bien dado y a la puta calle. Cualquiera se atreve ahora a levantarle la mano a un sirviente —continúa quejándose—, y ni hablar de despedirlo, que cuesta dinero. Un sin dios. Martín, lo que yo te diga, la debacle. ¡Ay, cómo echo de menos el tiempo, en que a la gente de orden se nos tenía respeto!
El mayordomo abre la puerta de la habitación y cede el paso a su señor, que se ayuda de un bastón de palo de ébano y empuñadura de plata. Juntos llegan hasta la escalera, cuyos peldaños brillan como espejos.
—¿Ves lo que te decía? —señala con la contera del báculo la lustrada superficie de mármol—, hasta que no le rompa yo el bastón en las costillas a algún holgazán, no va a haber orden y disciplina en esta casa. ¡Una dictadura, Martín, garrotazo y tentetieso, no entendéis otra cosa! —refunfuña el duque, iniciando el descenso.
Hora y cuarto más tarde, en la bifurcación de la A6 con la carretera de Castilla.
—¿Sí? —respondió al teléfono la duquesa de La Trempera, acomodada en el asiento trasero del Audi 8, que la llevaba al club de polo.
Durante un buen rato no hizo otra cosa que escuchar, asintiendo, a veces, con leves movimientos de cabeza.
—¿Y ha sido por su propio pie, sin ayuda de tu parte? Ajá, mejor así. De todas formas se veía venir. ¡Qué obsesión con la puñetera escalera! ¿Y dices que ha rodado casi desde arriba? Claro. La cabeza rota, en el acto. Mira, al menos no ha sufrido, que tampoco era plan.
—Pues nada, Martín, cariño, llama a emergencias y que se hagan cargo. Yo me disculpo con las chicas en el club y voy para casa. Nos vemos luego, amor. ¡Calla tonto, yo también a ti!
Cortó la comunicación, se quedó mirando, pensativa, el móvil durante un rato y luego, saliendo de su abstracción con un leve espasmo, se regaló un par de chocolatinas, que, al fin y al cabo, un día es un día y a ti, te encontré en la calle.