Hay un bullicio sordo en la sala de banquetes, que dificulta la comunicación. La mesa presidencial está compuesta por el Jefe, María, su señora, Jesús, el hijo, Pedro, ministro del Interior, Simón Zelote, Jefe del Alto Estado Mayor del Ejército, Mateo, ministro de Hacienda y José, un allegado a la familia, subsecretario de Obras Públicas, miembro del consejo en varias empresas de la construcción y presidente del gremio de madereros, ebanistas e industrias afines.
El enorme salón está repleto de mesas redondas de seis, ocho o doce comensales, todas cubiertas con manteles blancos, inmaculados, y en cada una de ellas hay un motivo floral, en el que predomina el color rojo. De los techos, altísimos, cuelgan enormes arañas, que iluminan profusamente el espacio, cuyas cuentas de cristal destellan como diamantes. Un ejército de camareros, vestidos de media etiqueta, se mueven por la sala con la sincronización y soltura de un cuerpo de baile bien entrenado.
—Cada año es peor el papeo —se queja un mosqueado San Lorenzo, peleándose a cuchillo y tenedor con el trozo de asado que le ha caído en suerte—, esto es tasajo y hueso, ¡coño!, si lo sabré yo. Asado de ternasco con patatas panadera, dicen, ¡y una leche!, cordero viejo, más duro que los cataplines del David de Miguel Ángel; y de las patatas ya ni hablamos.
—Tienes toda la razón, Lorenzo, maño, una ruina; pues anda que el vino —le acompaña en la denuncia San Urbano, patrón de los vinateros—, siempre el mismo y cada vez más aguado. Pero claro, hay que dejarle al niño hacer la gracia, como si no se hubiera lucido ya suficiente en las bodas de Caná, la criatura.
—Os quejáis de todo, mira que os gusta rajar. Pues a mí el vino me parece decente, que queréis que os diga —salió San Calampio en defensa del morapio—. De la carne no opino, que yo soy de poco comer.
—Hijo mío, es que con eso de que eres el patrón de los borrachos, solo haces que meterle tientos a la frasca —intervino Santa Bárbara, inmediatamente antes de que un trueno espantoso hiciera retemblar la cristalería—. ¡Huy!, parece que hay tormenta.
—Tormenta por mis cojones, Bárbara, cariño, que llevas toda la noche tirándote unos cuescos que no son normales —se lamentó San Cucufato tapándose las narices con la servilleta—. Vale que seas la patrona del arma de artillería, reina, pero déjate el cañón en casa, por lo que más quieras.
—Venga, venga, haya paz, Cucufato, hombre, ni que llevaras un cepo en los huevos, ¡qué carácter! —bromeó San Dimas, arrancando la carcajada de todos menos del aludido.
—¡Hostias, la Santa Yakuza! —San Calampio señaló con un gesto la puerta del salón, por donde acababa de entrar un curita de los de sotana, con gafas, repeinado, al que seguían de cerca cuatro gorilas vestidos de Armani, negro riguroso y alzacuellos.
—Estos siempre dando la nota —se amoscó San Lorenzo—, seguro que vienen comidos y de algún restaurante con estrellas. ¡No es nadie José Mari, menudo sibarita! Te han jodido bien, Dimas, tú que tenías lo del choriceo macarra en exclusiva
—¡Calla, Lorenzo, no enredes! —susurra Santa Bárbara con cara seria—, que el Escrivá tiene oídos por todas partes y está a partir un piñón con el Jefe.
—Pues mira, si antes lo nombras, por aquí llega —anunció San Cucufato—, y tengo yo alguna reivindicación que hacerle, mira tú por dónde.
—¿Al de Balaguer? —se sorprendió San Urbano poniendo los ojos como platos.
—¡No, coño!, al Jefe!
Un hombretón canoso, ya metido en años, de pelo y barba ensortijados, sonriente y ojos algo vidriados, se acercaba al grupo con andar vacilante.
—¿Qué hay de nuevo por esta mesa? —preguntó campechano, mientras acercaba una silla, tomaba asiento y se servía una copa de vino—. ¿No huele un poco raro aquí?
—Yo no noto nada, Jefe —se adelantó a los demás Santa Bárbara—, pero ando algo resfriada, tengo el olfato averiado.
—Cosas mías, no me hagáis caso, debo tener algo neurológico. ¿Os queréis creer que se me olvidan las cosas? Esto de hacerse viejo es un coñazo: me duelen las piernas, no hago más que ir a mear cada diez minutos, hasta los huevos me pesan, no os digo más.
—Mira, de eso precisamente quería yo comentarte algo, Jefe —agarró San Cucufato el rábano por las hojas—. Digo yo, si no me podías dar otro departamento, que este de objetos perdidos me tiene harto; son muchos siglos, ya, con la jodida oración: «San Cucufato, San Cucufato, los cojoncillos te ato y hasta que no aparezca el reloj de oro del abuelo no te los desato». Y a ver cómo le digo yo a la vieja, que se lo ha trincado el nieto para costearse la mandanga.
—¡Ay, Cucu, hijo, es que lo haces tan bien! No hay nadie en quien confíe tanto como en ti para estas cosas. Pídeme lo que quieras, pero no me jodas, que bastantes quebraderos de cabeza tengo.
—Ya, si lo entiendo, pero hazte cargo, llevo las gónadas como bolas de petanca. ¿No podrías endilgarle el marrón a otro? Algún novato, ¡leñe! Mira, sin ir más lejos, ahí tienes a José Mari, que acaba de llegar, como quien dice, está fresco y consiguió los galones en un tiempo récord. Vamos, no es por malmeter, pero ahí hubo engrase, alguien hizo caja, para que se me entienda.
—¡Tú lo que quieres es que me coma el tigre, que me coma el tigre! —canturreó sandunguero el Jefe—. Ay, Cucufato de mis entretelas, pero qué cachondo eres. Anda, tira, no te quejes, ya hablaremos de lo tuyo en otro momento, buscaremos alguna solución, no te apures, que te compongan otra jaculatoria menos agresiva, ¡yo qué sé!, para eso están los creativos. Habla con San Agustín, que está todo el día dándole vueltas a las cosas y seguro se le ocurre algo. Dile que vas de mi parte, para que se tome más interés.
Pegó un sorbo a la copa de vino, arrugó la nariz, como quien recibe un tufo extraño y la dejó suavemente sobre la mesa. El gesto no pasó desapercibido para San Urbano, que aprovechando la ocasión metió baza.
—Oye Jefe, tienes que darle una vuelta al tema del vino. Todos los años el mismo, no cambia nada, con poco cuerpo, sin aromas definidos, en boca un fracaso y más que tener retrogusto, es que repite, como el ajo. Puedo traer unos caldos riojanos, riberas, campo de Borja, somontanos, jumillas, Toro; garnacha, tempranillo, monastrell, merlot, syra, mencía. Hacen por las tierras leonesas un prieto picudo, que levanta boinas. De verdad, dale una vuelta.
—Pero si ya lo sé, ¡qué te crees! Pero es cosa del chiquillo, que le hace ilusión y así lo tengo entretenido. Además, si le quito el capricho, no veas cómo se va a poner su madre. Quita, quita.
—Dile a los Reyes Magos que le regalen un cinexín o un juego de química, algo que le haga ilusión, pero que deje ya de hacerse el bodeguero, que se le da fatal.
—Sí, un juego de química, lo que faltaba. Últimamente, se me junta con los rastafaris y vuelve a casa todas las noches perfumadico, el chaval. Lo de la química le molaría, que esas cosas le llaman la atención, pero con esa panda de fumetas alrededor, termina cocinando meta seguro. No me jodáis, anda.
»Me estáis dando la noche. Os lo digo de verdad, yo no sé qué he hecho mal, debe ser cosa del carácter, que soy demasiado blando con el personal. Mi idea siempre ha sido hacer de esto una balsa de aceite, armoniosa, sin sobresaltos; ser un dios justo, misericordioso, caritativo, enrollado, ¡coño!, pero es que no me dejáis. Tengo fama de mal bicho, latiguero y rencoroso, porque entre unos y otros, me lleváis por la calle de la amargura. Vale que he de imponer un poco, porque si no la gente se desmadra y montan un sindiós en menos que canta un gallo; sin embargo, tampoco hace falta exagerar.
»Antes, en la Edad Media, los dominicos acojonaban a la peña con la llegada del apocalipsis: no les cabía un alfiler por el culo, los tenían estreñidos, pobrecicos míos, del miedo. Ahora, que la humanidad pasa de dragones con ardor de estómago y se descojona del fuego eterno de los predicadores, viene el Fondo Monetario Internacional y anuncia una recesión a gran escala, subidas escalofriantes de tipos de interés y un desmadre inflacionista del copón, que todavía da más miedo. Y claro, antes y ahora, como a la gente se le va la fuerza por la boca y no se atreven a liarse a hostias con semejantes buitres; pues eso, el malo yo.
»De verdad, ¡qué harto estoy de todo! Y encima venís vosotros dando por el saco con que si os aprietan los huevos, el vino está picado y no, Bárbara, hija mía, no está tronando, es que eres una pedorra. A ti, Lorenzo, aunque no has abierto la boca, no te tengo en cuenta lo de la carne, porque tienes razón y eres experto en asados, pero a los demás, que os zurzan. Me voy donde Job, que el pobre nunca se queja de nada.
»¡Joder con la cena de empresa, cada vez me da más asco! ¿Alguien fuma por aquí, que me he quedado sin picadura?