A Baraza, la polio le regaló un andamiaje de hierros para su pierna derecha, lo que no era obstáculo para ser uno más de la partida entre la chiquillería del barrio. Nada le impedía pegarse sus buenas carreras detrás de la pelota de trapo, jugar a marro pañuelo o salir zumbando después de haber perpetrado alguna gamberrada colectiva. Su círculo de íntimos lo componían Montesinos, Mariano, el de la sacristana, y uno que vivía en el cinco de la calle Candalija al que llamaban «Ojochivi» porque era un poco bizco. En ese mismo número, en el segundo izquierda, tenían un loro que traía de cabeza a los de su casa porque imitaba a la perfección al cartero.
Por aquel tiempo no había buzones en las casas y los repartidores del correo llevaban un silbato, que hacían sonar desde el portal en función del piso al que iba dirigida la carta, por ejemplo: si el mensaje era para el segundo, soplaban el silbato dos veces y, seguidamente, gritaban el nombre del destinatario. Así que el loro, cuando le venía bien, imitaba el pitido «carteril» un par de veces y gritaba «Canoooo», que así se llamaba su dueño, y allí que se iba, escaleras abajo, algún miembro de la familia, en busca de una correspondencia inexistente.
La cuadrilla de Baraza se movía por Temple, Fuenclara, Torre Nueva y alrededores del mercado central, pero su centro de operaciones radicaba en la plaza de San Felipe y el caserón aledaño a la iglesia barroca: el antiguo palacio de los Argillo, que por entonces habían reconvertido en colmena de vecinos, destartalada y medio en ruinas, en cuyo enorme patio, de columnas desconchadas y amplias escalinatas, se podían recrear escenarios para todo tipo de aventuras.
En la plaza había una pañería, un almacén de vinos, una tienda pequeñita de ropa interior, una sastrería, que se anunciaba con el pomposo título de «El número 1» y un establecimiento de ultramarinos, aceites y coloniales. Pero el negocio que más llamaba la atención de la chiquillería era el de «la agüelica»; una anciana menuda, con la espalda cargada de años, de luto riguroso por todos sus muertos — y seguramente en deferencia propia, anticipando que no habría nadie que lo llevase por ella llegado el momento —, gruñona y malcarada, que todos los días, sin faltar ninguno, instalaba en medio de la plaza su puesto de chucherías de posguerra: pipas de girasol, regaliz de palo, polvos de Sidral y cigarrillos por unidades, Celtas, Tres Carabelas y Bisonte.
Tenía un abollado cacillo de hojalata, que le servía de medida para las pipas: un real, un cacillo; dos reales, dos cacillos; el regaliz de palo pequeño, una perra gorda; dos reales, un Sidral; un Celtas, veinte céntimos; el Bisonte costaba cincuenta. Montesinos era el más mayor y se compraba un Celtas de vez en cuando y les dejaba dar alguna calada.
Hoy, la plaza de San Felipe ha cambiado un poco y el cojo Baraza cumple setenta y cinco años. Contempla el escenario de su infancia sentado en un banco de diseño que forma parte del nuevo estilo de decoración impuesto por el consistorio. Mientras va dando cuenta de un paquete de pipas de girasol, que ha comprado, por un euro con diez, en una tienda de frutos secos, repleta de golosinas de todas clases y colores, que le ha caído de paso en el Coso.
El palacio de los Argillo es un museo; la pañería y el almacén de vinos, que han pasado a manos del ayuntamiento, albergan oficinas y servicios municipales; en la tiendecita de ropa interior ahora se venden gorras y sombreros y el establecimiento de ultramarinos se ha especializado en «delicatessens» y alta restauración. Ya no hay vieja con carrito de chucherías y tampoco existe la pretenciosa sastrería «El número 1».
Baraza ya no necesita un exoesqueleto de hierros para su pierna derecha, se apaña con un bastón y una bota ortopédica. Tampoco recuerda la cara de «Ojochivi», ni ha sabido de Montesinos desde que salieron del colegio. Mariano, el de la sacristana, se jubiló hace por lo menos diez años y está viviendo en Alicante con una de sus hijas. El loro de la familia Cano hace demasiado tiempo que dejó de gastar bromas.
Con dificultad, torpemente, se levanta del banco y ante la mirada de desaprobación de los que por allí pasan, se sacude de la pechera negra las últimas cáscaras vacías, que pasan a engrosar el montón de despojos yaciente a sus pies. Y se aleja despacio, balanceando el cuerpo al ritmo que le marca su debilidad. Una figura pequeña, triste, desvalida, de luto introspectivo, seguramente anticipo del que nadie llevará por él cuando, quizás no demasiado tarde, le llegue el momento.