«¡Dios, qué mal!», piensa, con los ojos todavía cerrados por miedo a encontrarse, si los abre, con una realidad aún más mugrienta de lo que sugieren los dos taladros percutores que le trepanan las sienes, el efecto cenicero de su boca pastosa y los espasmos de agónico reproche, de un hígado derrotado pidiendo confesión.
Poco a poco va recuperando el control de sus sentidos: se palpa el pecho, la cara, las…, sí, va en pelota picada. Manda su mano derecha en cautelosa exploración por el entorno; extraña la textura de las sábanas, la dureza del colchón; receloso entreabre los ojos, apenas una rendija por la que se cuela una instantánea fotográfica que no le es familiar, sin duda una habitación de hotel, el rechinar metálico de un carrito deslizándose por el pasillo lo reafirma en ello. No está solo en esa cama, siente la presencia de otra persona, escucha su acompasada respiración, al tiempo que la suya se agita expectante. De entre la bruma del pasado más reciente, le llega el recuerdo de su última conversación con Amparito, después de haber dejado a los niños con los abuelos de Chinchón —la primera vez en doce años de matrimonio—, mientras se acicalaban para el cotillón. Nochevieja de 2022, un hito histórico para la familia López Lozano, los Lolo’s, como les llaman, en el colmo de la originalidad, sus amigos de toda la vida.
—¿Qué pasa, que ya no me quieres, no te gusto, no soy capaz de ponerte a tono? —se quejaba Amparo, sin poner en ello demasiado énfasis, mientras seguía aplicándose capas de maquillaje frente al espejo del tocador—. He cogido algún kilo, sí, pero tú tampoco estás como para perder la cabeza, cariño.
Benito, sentado en el borde de la cama, sintiendo la incómoda presión del bóxer nuevo —«donde estén los gayumbos autóctonos, de toda la vida, que se quiten estas castradoras modernidades»—, luchaba con los calcetines ejecutivo.
—Si no es eso, mujer, yo te sigo queriendo como el primer día, te lo juro, y sí, estás más llenita, pero ni se te nota, amor. Pero entiéndelo, empezamos a festejar de chavales, nos casamos hace doce años, entre pitos y flautas, llevamos casi quince de estar juntos: la rutina, los críos, la hipoteca, en fin, que se pierde la chispa, no me digas que no. Necesitamos un giro emocional, un cambio de rumbo, el potenciador que ponga a cero de nuevo, el cuentakilómetros de nuestra relación.
—Y estás convencido de que follándote a otra, la hipoteca va a amortizarse sola, ¿no es eso? —se mofó ella, divertida, mientras se aplicaba dos paletadas de antiarrugas en la frente, el rabillo de los ojos y las comisuras de los labios.
»Está bien, está bien, está bien —se apresuró ante el bufido exasperado de su marido—, ¿quieres una relación abierta?, pues nada, por mí no ha de ser, que una también tiene su público, no vayas a creer otra cosa. Pero luego no me vengas con agobios, celos o extravagantes comidas de tarro, vida mía, que nos conocemos; esto no es como hacer una réplica de la catedral de Burgos por entregas (primer fascículo y piedra fundamental por 1,00 €), que a los dos días te aburres y lo aparcas in aeternum. La que avisa…
Ahora sí lo tenía claro, el recuerdo del ultimátum llegaba nítido, preciso, definitivo, como el último golpe de cincel que da el escultor a su obra cumbre. El paso estaba dado, Amparito había aceptado el reto y allí, junto a él resoplando plácidamente, descansaba la evidencia de su golpe de timón. Lástima que no recordase nada, pero nada, nada, de lo que había pasado aquella noche. Un repentino pinchazo anal le puso en alerta y con los ojos como sendos platos de cerámica talaverana.
—«¡Hostias, a ver si ha sido demasiado abierta la relación esta!, digo» —pensó angustiado, a la vez que giraba, con escrúpulo, la cabeza en dirección al bulto con forma humana, que palpitaba a su derecha. Era una señora, confirmó con alivio, a tenor de la sedosa melena rubia que se desparramaba por la almohada, «¡y con unas curvas extraordinarias!», maldijo para sí la nada mental que se extendía entre las doce campanadas y su patética mismidad actual. «¡Jodido gilipollas! Seguro que Amparito está entre las garras de algún cabronazo lúcido, que guardará para siempre el recuerdo de cada uno de sus pliegues y recovecos —se torturó sicológicamente—, mientras yo aquí, impotente, tullido, con un resacón del quince, que me impide mover un dedo sin que me retumben los sesos. ¡Patético borracho, cornudo, camastrón! Relación abierta, relación abierta. ¡Madura de una puta vez, tontolculo, la madre que te parió!
—¡Ay, por dios, Benito! ¿Quieres parar quieto de una puñetera vez? —protestó el bulto de sedosa melena rubia, dándole un golpe en la cadera con el culo—. Déjame dormir un poquito más, hombre, que en nada habrá que ir a Chinchón por los niños.
—¿Amparo, Amparito, eres tú, corazón mío?
—¡Coño, no, la reina de Inglaterra, no te jode!
—¿Y esto, la habitación, el hotel?
—Cortesía de la casa, para que dejases de hacer el gilipollas, bailando los pajaritos, piojo perdido, encima de una mesa, en calzoncillos y tirándole los tejos, pobre mujer, a una señora de Murcia, que había venido a pasar la Nochevieja con los nietos.
—¡Te quiero, Amparito, mi vida! ¡Eres el sol de mis días, la sal que condimenta mi espíritu, el sostén de mi equilibrio emocional! ¡Qué gusto volver a la normalidad!
—Sí, sí, Benito, rey; pero mañana, con calma, hablaremos de la hipoteca, la relación abierta y la sociedad de gananciales, que me tienes hasta el putiglán de la taba, ya, con tus gilipolleces. Y la custodia de los críos para ti toda, mi amor, que estoy generosa, ya ves. ¡Hala, esto sí que es quedarse a gusto, por dios!