Ese curso me habían quedado tres: mates, latín y naturales; García Comeras estuvo en un tris de partirle la cara a «Jaimito» y descubrí que mi tío Manolo guardaba revistas de chicas desnudas en una gaveta de la cómoda del salón.
Los suspensos no constituían un problema, estaba acostumbrado y siempre daba lo mejor de mí en septiembre. García Comeras, que ya se afeitaba, nos sacaba a todos tres cabezas y tenía unas manos como palas de hornear pizzas, era el segundo año que repetía tercero de bachiller, y «Jaimito», en realidad era el padre Jaime; un escolapio pequeñito, amargado y sádico, que disfrutaba aporreando nuestras cabezas con un puntero de madera, que llevaba terciado en la faja como la chaira de un bandolero. En cuanto a las revistas sugerentes, solo puedo decir que me cambiaron la vida. Si yo hubiera sido una empresa comercial y mis amigos la Bolsa de Tokio, habría reventado el índice Nikkei. Aquel verano, gracias a Playboy, los tres: Zanahorio, el Cartones y yo, alcanzamos la categoría de cinturón negro, 5º Dan, en onanismo indoor-outdoor. Cada uno a su aire, por su cuenta, quede claro.
—Por qué decís onanismo, cuando toda la vida de Dios esto se ha llamado paja —el Cartones era así de pragmático, al pan, pan y al vino, vino.
«Y Er, el primogénito de Judá, fue malo ante los ojos de Jehová, y le quitó Jehová la vida. Entonces Judá dijo a Onán: Llégate a la mujer de tu hermano, y despósate con ella, y levanta descendencia a tu hermano. Y sabiendo Onán que la descendencia no había de ser suya, sucedía que cuando se llegaba a la mujer de su hermano, vertía en tierra, por no dar descendencia a su hermano. Y desagradó en ojos de Jehová lo que hacía, y a él también le quitó la vida». (Génesis. 38)
Esto lo recitó Zanahorio de un tirón y sin tomar aliento. Su madre era de Acción Católica y de pequeño, en vez de leerle cuentos a la hora de dormir, le embutía un par de pasajes de la Biblia —un vademécum de historias escabrosas, moralmente reprobables e innecesariamente gore—; lo que contribuyó en gran medida, tanto a que Zanahorio se aprendiera el libro sagrado al dedillo, como que siguiera meándose en la cama hasta casi los dieciséis.
El empeño que tenían los curas con alejarnos de la masturbación les venía en el manual de instrucciones y la terapia disuasoria que este proponía no dejaba de resultar tan inquietante como bestia:
«Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuero sea echado al infierno.
Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno. (Mateo 5:29-30)»
Así que después de someterlo a honda reflexión filosófica, concluimos que si bien la mano era el arma ejecutora, no parecía justo proceder contra ella, porque solo cumplía las órdenes que le llegaban del cerebro; un caso claro de obediencia debida, y arrancarnos los sesos estaba descartado por la obvia dificultad que entrañaba la tarea. De manera que únicamente quedaba sacarse un ojo, que al fin y al cabo era la puerta por donde entraba el pecado. Pero como los curas insistían tanto en que la consecuencia más inmediata de meneársela como mandriles era la ceguera, decidimos no forzar las cosas y que la naturaleza siguiera su curso. Aquel verano lo pasamos en una permanente galerna hormonal.
A mediados de julio, al Cartones le diagnosticaron principio de astigmatismo en el ojo derecho, nos acordamos de Mateo 5:29-30 y decidimos darnos un respiro. Organizamos un club de lectura. Mi tío Manolo era del Círculo de Lectores y tenía una biblioteca muy ecléctica. El primer libro que le cogimos en préstamo fue «Verano del 42», de Herman Raucher. Trata del despertar sexual de tres adolescentes: Hermie, Oscy y Benji, durante sus vacaciones en la isla de Nantucket, en plena Segunda Guerra Mundial. Los tres chavales se conjuran para dejar de ser vírgenes ese verano y hacen todo lo posible para conseguirlo.
Hermie se enamora de una mujer mayor, Dorothy, cuyo marido está luchando en el Pacífico. Él tiene catorce años, ella pasa mucho de los veinte, y como está felizmente casada, el muchacho sólo puede aspirar a un amor meramente platónico. Sin embargo, la situación da un giro inesperado el día en que ella recibe una carta del gobierno comunicándole la muerte en combate de su esposo. El chico va a su casa para consolarla; la pilla baja de defensas, confundida, necesitada de cariño y terminan haciéndolo.
¡Coño, éramos nosotros! ¡Zanahorio, el Cartonés, yo! Hubo literalmente hostias para decidir cuál de los tres asumía el papel de Hermie, el único de la historia que terminaba mojando. Fue Zanahorio. Su madre tenía una amiga del grupo de oración viuda de un ferroviario y aunque a la señora la trentena le quedaba muy atrás y nuestro barrio no se parecía en nada a Nantcket, era lo más cerca que podíamos estar de reproducir el drama de la novela.
Resumiendo. A los cuatro o cinco días, una mañana, Zanahorio apareció mohíno, cabizbajo y con la cara cruzada por la marca de cinco dedos estampados a mano abierta. No quiso contarnos nada, solo que su madre lo había apuntado todo el mes de agosto a ejercicios espirituales en una casa de retiro que tenían los agustinos recoletos en Sahagún de Campos. Al día siguiente lo acompañamos a la estación y nos echamos alguna lágrima por aquello de que algo se muere en el alma cuando un amigo se va.
El Cartones tardó poco en marchar a su exilio agosteño de todos los años, con sus abuelos en Belchite; mi tío Manolo se coscó de que le había descubierto la cueva del tesoro y lo cambió de ubicación y al piso de enfrente se mudó una chica joven, muy simpática, que tendía a secar al sol unas bragas pequeñitas, de colorines, la mar de monas y me guiñaba un ojo cada vez que nos cruzábamos en el rellano.
—¡Una fresca, eso es lo que es, Mariano, una fresca! —dijo mi madre una noche mientras cenábamos.
—Mujer, tampoco la conocemos tanto, a mí me parece maja —objetó mi padre sin levantar los ojos del plato de sopa.
—¡Pues tú, ni mirarla, Mariano, ni mirarla!
Mi padre se encogió de hombros y siguió cenando sin decir ni pío. Tenía razón, era un rato maja, divertida y muy, muy, cariñosa. Nos hicimos íntimos y, al final, aquel verano terminó siendo un poco de novela para mí. Pero eso es otra historia, algunas escenas podrían herir la sensibilidad del lector y no sé si debería ser contada.
NOTA.: Verano del 42 se hizo película en 1971. La dirigió Robert Mulligan y su tema musical The Summer Knows (Lo sabe el verano), obtuvo un Óscar en 1972.