A todo el mundo le sorprendió aquel letrero en la pared, aunque nadie tuvo claro el mensaje. Era absurdo. No tenía sentido. Y menos allí, sobre aquel muro renegrido y salitroso, agrietado despojo de un derrumbe antiguo; una tapia molesta e inservible, que no protegía nada.
Muchos pensaron que era una broma macabra, de mal gusto, sin gracia, pero encogiéndose de hombros pasaron de largo sin hacer caso. Pero alguien, sintiéndose molesto, lo arrancó un día, dejando el vestigio triste de algunos jirones de papel desgarrado. Pero a la mañana siguiente, el letrero volvió, tozudo, al mismo lugar. Y ocurrió igual, cuántas veces más lo intentaron de nuevo. Así que pasar por delante del cartel se hizo cotidiano, la gente acabó por acostumbrarse a verlo y, encogiéndose de hombros, lo dejó estar.
La muerte de don Loto conmocionó al pueblo unos días más tarde, y no porque fuera algo sorpresivo: don Lotario Restrepo estaba ya en edad de mudarse de barrio, pero al viejito lo conocían todos. Su figurita menuda, como de belén navideño, sentado en el poyete de la iglesia, encogido por los años y arrugado como una uva pasa, era un referente entrañable para el pueblo. Pocos quedaban, ya, que hubieran conocido al don Loto bravo, déspota y latiguero, que subastaba las peonadas en la plaza del ayuntamiento cuando el hambre ponía plomo en la dignidad del obrero, y los que aún tenían recuerdo de aquello, siguiendo la costumbre, por no hablar mal de un muerto también se encogían de hombros y lo dejaban estar.
No tardó, doña Belinda, su esposa, en tomar billete para el mismo tren que el marido. «Pobre doñita», dijeron muchos, «no pudo soportar la ausencia de don Loto y se fue con él al cielo». Y se hicieron lenguas de lo unida que había estado siempre la pareja. En sus exequias, don Crisóstomo, el párroco, sermoneó muy lindamente a la feligresía, ensalzando la bondad del amor, cuando es bendecido por el vínculo imperecedero del sagrado sacramento del matrimonio.
—Proverbios 10, 11 —tronó desde el púlpito—: «Una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Vale mucho más que las perlas. En ella confía el corazón de su marido, y no le faltará ganancia».
Solo unas pocas viejitas solidarias, recordaban las muchas veces que don Loto la había sacado a la calle en enaguas, adolorida y rota de golpes, cuando el aguardiente le metía al viejo en la cabeza el demonio de los celos y la acusaba de meterle los cachos con uno o con otro.
«Son cosas pasadas», pensaban, acariciándose las cicatrices de sus propias miserias, mientras se encogían de hombros porque: «demonios, había que dejarlo estar».
Aquellos acontecimientos arrinconaron el asunto del letrero en el desván de la indiferencia colectiva; pocos eran los que le hacían vista cuando pasaban junto a la pared huérfana, y aunque sintieran cierta curiosidad por descifrar el sentido de su presencia, siempre terminaban dejándolo estar, con el encogimiento de hombros típico del lugar.
Era lunes, de buena mañana, cuando llegaron los geólogos con unas máquinas extrañas, que dejaron el páramo plagado de agujeros, como si hubiera pasado una plaga de topillos gigantes. A don Rosario, el alcalde, no le pareció correcto que nadie lo hubiera avisado de aquello y reunió a sus concejales en plenario, para consensuar una respuesta adecuada a semejante atropello. Pero uno de los ediles, que era íntimo del ingeniero al mando de la tropa invasora, se opuso enérgicamente a tomar cualquier medida de represión, lo que provocó la respuesta en contra de otro, cuya ideología era opuesta a la del primero y ambas posturas abrieron un debate en el resto, que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Afónicos, cansados, pero sin plantearse ninguno la posibilidad de dar su brazo a torcer, aunque fuera un poco, encogiéndose de hombros, decidieron, como no, dejarlo estar.
La mina fue una realidad a los pocos meses. Grandes máquinas abrieron túneles bajo la tierra; una extensa red de galerías socavó todo el páramo en busca del preciado mineral, que grandes camiones se llevaban lejos, a lugares donde la riqueza prosperaba, pero que la gente del pueblo solo conocía por los noticiarios de televisión.
Sin embargo, allí, nada cambió. Seguían teniendo los mismos problemas para llegar a fin de mes; don Soto, el médico de toda la vida, se jubiló, pobre, ya demasiado viejo, marchó a la ciudad, dónde vivía su hija, y nadie vino a sustituirlo. Se cerró la escuela por falta de niños. La gente joven se fue, poco a poco. Las casas, la iglesia, la plaza, el viejo muro con el letrero enraizando en sus grietas, todo seguía igual. Los hombres se juntaban en la taberna, a beber, discutir de fútbol y criticar a los ausentes, pero siempre, fuera cual fuese el tema de conversación, terminaban chascando la lengua tras el sorbo de vino, encogiéndose de hombros y dejándolo estar.
Se organizó un pequeño revuelo cuando se vino abajo la casa de Reinaldo, porque cedieron las galerías que los mineros habían excavado bajo ella, pero pronto se acallaron las protestas. Los de la mina indemnizaron a la familia, aunque no lo suficiente como para que pudieran rehacer sus vidas. Reinaldo recogió sus cosas, tomó de la mano a Casilda, su esposa, y en el coche de línea, que pasaba por el pueblo una vez por semana, se marchó. Aquella bilis dejó un regusto amargo en las bocas de todos, pero miraron al cielo y, encogiéndose de hombros, lo dejaron pasar.
Pronto cayó otra casa, luego la escuela, al tiempo la iglesia; mientras, los camiones seguían atravesando, sin parar, las calles del pueblo, o lo que iba quedando de él.
Al fin, le tocó a don Rosario hacer el hatillo. Era el único que había resistido, aferrado a su despacho en la alcaldía, hasta que también se vino abajo la casa consistorial. Metió sus cuatro cosas en la maleta y fue al cementerio a despedirse de su esposa. En la cabeza le rondaban muchas preguntas, infinidad de quejas, algún auto reproche. Creía que desahogarse ante la tumba de Adelina, le haría sentir bien. Pero luego pensó: «Para qué agobiarla también a ella. Bastante tiene con lo suyo», y, encogiéndose de hombros, lo dejó estar.
Salió del pueblo caminando —la compañía que gestionaba los autobuses hace tiempo que había suprimido la línea por deficitaria—, y al pasar por la tapia desamparada, única construcción que todavía quedaba en pie, alzó la vista y leyó el letrero que tanto jaleo creara solo unos meses atrás: CERRADO POR DEFUNCIÓN, decía. Y don Rosario, que ya tenía agotadas las existencias de encogimientos de hombros, con un nudo de alquitrán en la garganta, siguió su camino, en busca de cualquier otro futuro que, si le daba tiempo, también podría dejar pasar.
Me encanta, simplemente. Hay formas y maneras de escribir. En tu caso, ni el género al que te agarres destruye la capacidad de narrar con profundidad, cualquier tema. Está semana es profundo y reflexivo.
¿Qué pasa cuando no pasa nada? Pues de todo, porque la indiferencia es al final cómplice de la desdicha.
Ese muro que perdura… Gracias por esta faceta tuya que nos hace pensar para no dejarlo estar.
Gracias a ti, amiga. Besicos.
Genial y con fondo
mucho fondo!!!
Me he puesto solemne. Ilustre, tengo muchas ganas de volver a verte. Un abrazo.
Un relato electrizante. «Déjalo estar», la sencilla respuesta del que no tiene armas para luchar.
Y siempre esa dejación termina por pasar factura. Un abrazo, amiga.
hace días lo tenía guardado para leer. la recurrencia del leitmotiv encierra la historia junto con el personaje en un espacio físico bien apretado, es como que todo se viene cayendo a pedazos. Muy bueno. Mis respetos👍
Gracias a ti por tu tiempo, compañero. Saludos.