«Son gemelos monocigóticos aquellos que se originan a partir de un único óvulo y un único espermatozoide y, por tanto, comparten la misma carga genética».
Era cierta la historia que corría por el orfanato de San Judas Tadeo: Santiago tenía un hermano gemelo, que al poco de nacer fue dado en adopción a una familia adinerada.
Aunque lo había intentado, nunca tuvo forma de conocer la verdad; los frailes eran herméticos, no admitían elucubraciones al respecto, y el muchacho creció con la zozobra de saber si la leyenda tenía algún fundamento. Sin embargo, ya no quedaba margen para la duda, estaba allí, ante él, treinta años después; lo podía tocar, de carne y hueso y seguían siendo un calco, idénticos el uno del otro.
El azar había propiciado el reencuentro de los hermanos, cuando Borja fue nombrado consejero ejecutivo de la energética en la que Santiago ocupaba un cargo de alta dirección, al que había llegado con esfuerzo, sacrificio y dejando atrás un par de matrimonios rotos por falta de atención. Con todo, descubrir la existencia del otro fue un acontecimiento de primer orden, una sacudida emocional para ambos.
Borja conocía su condición de adoptado, sus padres nunca se lo ocultaron, sin embargo, jamás le dijeron que había dejado un hermano gemelo en San Judas Tadeo. Ellos solo querían un hijo, como quien adopta una mascota, y para el caso servía cualquiera de aquellos dos angelotes rubios. Por otra parte, el chico jamás se hizo preguntas al respecto; crecía despreocupado, en medio del lujo y los caprichos que le proporcionaba la riqueza familiar: colegios caros, universidades privadas, prestigiosos másteres internacionales, todo lo que el dinero podía comprar, porque él nunca mostró interés alguno en labrarse un futuro, que de antemano sabía garantizado.
Lo de Santiago era otra historia. Estudió bajo la tutela de los frailes hasta cumplir la mayoría de edad; después tuvo que trabajar, ganarse la vida y robarle horas al sueño para cumplir la exigencia que le imponían unas becas universitarias, sin las cuales no habría podido tan siquiera plantearse aspirar a un título de nivel superior. Apenas tuvo infancia y pasó de puntillas por la adolescencia. Más tarde vino el primer empleo serio, las agotadoras jornadas laborales intentando hacerse un hueco en el organigrama y la primera novia, que más tarde sería su esposa. La promoción profesional trajo una mayor dedicación al trabajo, el deterioro de su vida familiar y también el primer divorcio. Silvia, su segunda aventura sentimental, apenas duró tres años. Después, Santiago entendió que su única familia era la empresa y ya no volvió a intentarlo más.
La incorporación de Borja al consejo de administración trajo un cambio en la política de relaciones laborales, «imprescindible para la optimización de recursos, que derivaría en un aumento significativo de la productividad». Era un discurso que nunca le fallaba y repetía en cada uno de los altos cargos de representación que, pese a su demostrada incompetencia, el fulgor del apellido, la influencia política y una inmensa fortuna familiar, ponían a su servicio. La consecuencia inmediata para la masa social de la empresa fue un drástico ajuste de plantilla, del que no se libró Santiago, que de la noche a la mañana vio derrumbarse el castillo de naipes, que hasta entonces había cobijado su existencia.
Cuando Borja se enteró de que su recién encontrado hermano gemelo se hallaba en el lote de los «daños colaterales», se impuso la obligación de acudir en su ayuda.
—No puedo tener contigo un trato de favor, entiéndelo —la compunción que reflejaba su rostro le daba credibilidad al discurso—, mi posición está muy expuesta al escrutinio público, un gravoso peaje social que debo pagar. La vida es dura, Santiago, y en esta jungla estar arriba o abajo marca la diferencia. Sin embargo, hermano, no voy a dejar que te enfrentes solo a tu mísero destino, quiero ayudarte y, desde hoy mismo, las puertas de mi casa están abiertas para ti.
Sonia está de acuerdo, lo hemos hablado, y no hay espacio para la discusión. En cuanto estés listo te instalas con nosotros, como si fueras de la familia. Además, necesito a mi lado alguien eficiente, preparado y discreto, que aligere la tremenda carga de obligaciones que pesa sobre mí. Serás nuestro secretario personal, hermano. Un chollo, Santiago, un chollo.
Tocaba reinventarse. El sufrimiento anterior, el esfuerzo por adquirir conocimientos, los fracasos sentimentales, todo había sido en vano, ahora el guion lo escribían las excentricidades de su hermano, los caprichos de su cuñada y un sentimiento creciente de rebeldía ante la injusticia, que se le enquistaba en las tripas.
Sonia y Borja se lo habían dejado claro desde el primer momento, estar arriba o abajo marcaba la diferencia y a él, Santiago, el calco físico perfecto de su hermano gemelo, un hombre forjado a golpes de mazo, a quien la vida nunca le había hecho regalo alguno, en la rifa del destino le tocó la peor parte.
Cerró los ojos, dejando que la brisa le aventase la mala conciencia, mientras preparaba para Borja, que en el agua se dejaba mecer por el suave oleaje del Mediterráneo, su dry martini de mediodía, con el ritual de un acto sagrado: coctelera fría; hielo pilé; una raya de Noli Prat seco; cinco de Black Death Gin; remover (jamás debe agitarse) y filtrar a la copa frappé; tres aceitunas tipo manzanilla en una brocheta para completar la obra maestra y listo.
—¿Por qué has retirado la escala, Santiago? —pegado al casco de la embarcación, Borja braceaba buscando la forma de subir a cubierta.
—«Es lo que tiene la Sorrento 750 Open Cruise, una barca muy marinera, con un francobordo demasiado alto como para alcanzarlo desde el agua sin ayuda» —pensó Santiago mientras hacía ronronear, de nuevo, los motores, a la vez que daba un sorbo al exquisito brebaje que acababa de preparar.
Movió hacia delante la palanca de control y la barca, con un sensual balanceo de caderas, comenzó a alejarse, ajena a los gritos desesperados de un Borja naufrago, que lentamente, a medida que iba aumentando la distancia, se hacía más y más pequeño, insignificante, accesorio, un simple daño colateral, «imprescindible para la optimización de recursos, que derivaría en un aumento significativo de la productividad». El rugido de las hélices acalló una última punzada de culpabilidad y la inmensidad del mar puso sordina al remordimiento.
—La insustancial de mi cuñada no va a notar el desajuste —le habló, Santiago, a la copa vacía antes de tirarla al mar por la borda—, y tengo el pálpito de que adaptarse y hacer la vista gorda, es una de sus especialidades. Al final tenías razón, Borja, hermano: estar arriba o abajo, solo eso marca la diferencia.
La narración se desliza con facilidad, hasta pareció corto, no lo sentí pasar. Buenísimo👌
Fíjate que no estoy muy satisfecho de ese relato. Necesita más desarrollo, los personajes son muy complejos y requieren algo más de trabajo para enseñarlos en su toda su dimensión, pero eso no es posible al tener que comprimir la historia para ajustarla al formato del grupo.