Por fin terminaron las «Fiestas Entrañables» y, un año más, pese a todo pronóstico, he conseguido sobrevivir. Mi médica se empeña en que debo vacunarme contra el coronavirus, la gripe y el neumococo —parece que a mi edad ya formo parte de un selecto grupo de riesgo que debe andarse con ojo—, pero a nadie se le ha ocurrido preparar una vacuna contra la peste navideña.
Lo peor para los que tenemos el vicio de la escritura no es acabar con el colesterol por las nubes, las transaminasas revolconas y el índice glucémico encaramado a la aguja del Empire State Building, cual si fuera el enésimo remake de King-Kong; todo eso carece de importancia porque el desmadre solsticial todavía esconde una consecuencia más traumática: la destrucción irreversible de neuronas que provocan el consumo excesivo de alcohol y tener que escuchar, en bucle, el All I Want For Christmas Is You, de Mariah Carey. Insoportable. El cerebro se avutarda, le pesa el culo, vuela bajo y no hay solución. El síndrome de la página en blanco está servido.
En situaciones así me hago preguntas: «Apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así, ¿qué delito cometí contra vosotros naciendo? —Calderón vale tanto para un roto, como para un descosido—. ¡Vaya mierda de servicio técnico! ¿Dónde están las musas? ¡Qué falta de profesionalidad, por Dios!». Cuando me pongo intenso, olvido mis convicciones y hasta soy proclive a pedirle cuentas a una divinidad que me tiene sin cuidado. No soy ateo, porque la negación de algo lleva implícita, en sí misma, una afirmación del concepto. Algo parecido al rollo del yin y el yang o, si se quiere, como dijo el poeta: «Si no existiera el no, el sí estaría de más»; por eso es ocioso negar lo que no se cree. Pero volvamos al asunto en el que estábamos, que me disperso. La página en blanco.
El folio vacío emite destellos estroboscópicos capaces de alterar la capacidad cognitiva del más pintado. Los gurús de la cosa escrita recomiendan que para romper el bloqueo lo mejor es emborronar páginas con palabras sin sentido, lo primero que te viene a la mente, a muñeca floja, hasta que salte la chispa. Una mierda. Terminas con un cuaderno lleno de gilipolleces, viendo la vida desde el otro lado del espejo, y en tu cabeza un coro de siniestras vocecitas infantiles, te dice que la culpa de todo la tiene Cosme, tu vecino de rellano, adicto al reggaeton, que, por esa única razón, merece morir. Y estaba absorto en esas consideraciones cuando sonó el timbre de la puerta.
Hay que joderse cómo nos tiene controlados el ciberespacio. Durante una parte de mi vida, cuando estaba a tope de actividad, no hacía otra cosa que recibir correos electrónicos ofreciéndome productos de tecnología punta, actividades deportivas y escapadas románticas de fin de semana al valle del Jerte. Luego, ya en mis sesenta, los mensajes se enfocaron en el turismo gastronómico, la evolución de las letras del Tesoro, en cuanto a tipo de interés, y publicidad de Viagra, Levitra o Cialis. Ahora, no sé cómo, pero se han enterado de que cuando estoy de bajón me da por la compra compulsiva, de manera que, cada poco, mi cuenta de Amazon se llena de notificaciones del tipo: «¡Qué pasa, escoria!» «¿Sabes que te quedan cuatro días?» «Tienes suerte de llevar viudo tanto tiempo, al menos ya te han caducado los cuernos». «Anda, saca la cabeza de ese pozo de mierda que es tu vida, mira las ofertas que tenemos solo para ti». Así que termino comprando cualquier gilipollez. Por eso tengo una mirilla digital, wifi, con pantalla táctil, Professional Pimp. Oh I see you. V.2.0, en la que brillaba una señorita de muy buen ver, pelirroja, sensual, embutidas sus curvas en un traje de látex de color rojo fosforito, y que se sustentaba sobre dos escalofriantes plataformas de charol negro.
—Buenas tardes, joven, ¿se le ofrece algo? —Amagué titubeante, incómodo por la bravura intimidatoria de la dama.
—Hola, soy Musa —respondió, a la vez que entraba en mi casa con la naturalidad de quien está acostumbrado a invadir Polonia—. ¡Anda que no me ha costado llegar, corazón! Esto queda un poco más allá de a tomar por el culo; no me salía ni en el GPS.
La musa no era exactamente como yo la había imaginado y acojonaba mucho, con esa apariencia de dominatrix en modo maniobras con tiro real, pero no estaba yo como para ponerme tiquismiquis, y menos siendo la primera vez que se me presentaba en la puerta una de carne y hueso.
»No sé si vas de este palo —dijo señalándose el atuendo—, pero es que vengo de hacer un servicio con un señor que escribe literatura erótica y no me ha dado tiempo a cambiarme. Tu tranquilo, que con cualquier cosita me las apaño.Vas a flipar.
Tenía lógica que viniera así vestida, siendo que había estado sugiriéndole cochinadas a otro compañero escribidor.
»Oye, Gregorio, no te lo tomes a mal, pero antes de seguir deberíamos hablar de las tarifas —dijo sacando del bolso una libreta con las tapas de color rosa—. El otro chico, el de los libros guarros, es de mecha corta, se activa enseguida; con decirte que va para de seis años con la misma novela y solo lleva tres capítulos. Es que se pone cachondo con lo que escribe, pobre, y tiene que parar en boxes a cambiar el aceite.
No me llamo Gregorio e intenté hacérselo saber, pero es de las que no dejan meter baza, todo un carácter.
»A ver, que no quiero yo sacar conclusiones antes de tiempo —se justificó, juntando las manos en un gesto de pedir perdón—, pero griego y beso negro llevan suplemento; además, al chaval de antes, el guarrete, sí que lo veo yo capaz de atreverse con esa faena, sin embargo, tú, Gregorio, no te me vayas a enfadar, pero ¿no estás ya muy mayor? Te va a costar entrar en materia, coger presión, en fin, ya sabes, y yo cobro por horas, cariño.
Definitivamente, allí había un error.
—Perdone usted, joven, pero no me llamo Gregorio; el griego me es ajeno, yo soy más de latín, y procuro no tocar temas racistas en mis escritos. No sé, pero me da la impresión de que anda buscando a otra persona.
—Gregorio Frenillo, El Empalme, 45, 2º A —volvió a consultar la libreta—, y griego, sí, aquí lo pone bien claro.
Menudo chasco, la musa venía a prestarle sus servicios a un vecino. Mi gozo en un pozo. Se lo hice saber.
—Se ha equivocado de piso, señorita, este es el primero, Gregorio vive en el de arriba. Una lástima.
Se quedó pensativa unos segundos, tamborileando con las uñas las tapas de la libretita.
—En fin, qué le vamos a hacer, otra vez será. Solo te voy a cobrar la salida, cincuenta euros. Ya me fastidia, no creas, pero son las normas, política de empresa.
¡Bueno, bueno, bueno! ¡No me lo podía creer! ¡A dónde estamos llegando! Ya no se respeta ni lo más sagrado, hasta lo mitológico tiene precio.
—Oiga, joven, la que se ha confundido de puerta es usted, a mí no me líe —protesté airado.
La musa esbozó una sonrisa encantadora, pero que a mí no me hizo pajolera gracia.
—Ay, Gregorio, cariño, no sabes cómo lo siento, pero si no me pagas tendré que llamar a mi Paco. Está abajo, en el coche, esperando, y no veas la mala leche que se le pone con estas cosas. Anda, afloja la pasta y toma mi tarjeta, que nunca se sabe.
Y se largó escaleras arriba, con mis cincuenta euros, dejándome cara de gilipollas y una tarjetita que decía: «LA MUSA. Señoritas de compañía. / Especialistas en toda clase de disciplinas. / Seriedad, discreción y trato personalizado. / Se hacen servicios a domicilio. / Descuentos especiales para pensionistas y jubilados».
Lo que me sigue intrigando, y mira que han pasado días, es que Gregorio sepa griego, porque es de Murcia y se le nota el acento, sí, pero no me podía imaginar que hablase idiomas. Hay que ver lo que engañan las personas.
Y aquí sigo, enfrentado a la página en blanco, comiéndome el tarro y dándole vueltas a la idea de llamar a LA MUSA, para que me manden una, a ver si es capaz de pillarme el puntito y se obra el milagro. Pero con lo que cobran solo por la salida, no sé si me dará la pensión.
© 2024 – Armando Barcelona Bonilla. Todos los derechos resevados.
Sencillamente, impresionante!!! Armando, cada día me gusta más leerte
No tiene mérito, somos familia. Un abrazo.