Ahmadou vive en una chabola hecha con maderas viejas, trozos de chapa, cartones de embalaje y materiales de derribo. Retales de vidas ajenas, que ha recuperado para construir este refugio suburbial, porque como a todo lo que estorba, ofende a la vista o empobrece el paisaje, a Ahmadou la ciudad le niega las credenciales de urbanita condenándolo al exilio residual de las afueras.
Va por la vida empujando un exhausto cochecito de bebé, que hace mucho tiempo dejó de cumplir esa función, en el que transporta su cosecha de abandonos, y se apoya en un renegrido mango de escoba, con el que remueve los descartes orgánicos, que la sociedad ha sentenciado al contenedor de la basura.
Ahmadou pasa desapercibido para la mayoría. Mira sin fijar la vista en nada y menos aún en nadie, se hace todo lo incorpóreo que puede, porque la experiencia le ha enseñado que la invisibilidad es su seguro de vida.
Ya no recuerda si hubo un tiempo feliz en su existencia. De su infancia sólo le queda la imagen borrosa y de un baobab protector, al que los mayores de su aldea hacían ofrendas de leche y miel. Luego todo se esfuma en un torbellino de locura, fuego y destrucción, al que ni siquiera el orgulloso árbol pudo sobrevivir; solo Ahmadou resistió a la barbarie, invisible, confundido con los muertos, uno más de entre ellos.
Cruzó un continente entero, huyendo del hambre y la enajenación de los hombres; camuflándose entre los escombros, de vertedero en vertedero, haciéndose intangible, basura entre la basura, apenas palpitante.
El mar no consiguió descubrirlo, acurrucado, casi inmaterial, en el fondo del cayuco. Caronte no le cobró su peaje de muerte, pero a cambio lo condenó a una vida sin esperanzas.
Y así atraviesa la ciudad, venteando el extrarradio, camaleónico, huyendo de sí mismo, perseguido por una inmisericorde adversidad, enmascarando su existencia de vertedero en vertedero; con un salvoconducto de miedo en el alma, un desvencijado cochecito de bebé cargado de renuncias y apoyando su fatalidad en un renegrido y quebradizo mango de escoba, que como aquel viejo baobab, será incapaz de protegerle de su destino.