—Que no, doctor, que usted no conoce a mi Rosi, coño —Manolo se defiende ante el sicólogo de parejas, a cuya consulta lleva acudiendo desde hace un par de meses: «por no llevarle la contraria a la parienta, que mira tú la falta que me hacen a mí estas mariconadas», piensa—. Cuando se pone leona no hay quien pueda con ella y, oiga, uno tiene que defender lo suyo, ¿o es que debo callarme a todo?
—Hombre, no, Manolo, precisamente se trata de todo lo contrario —replica el otro, mientras se ajusta las gafas y hace acopio de paciencia—. Estamos tratando de introducir en tu conducta un modelo racional y analítico de respuesta: la asertividad. Tienes derecho, más aún, debes expresar lo que piensas, defender tu postura, pero desde el debate razonado, sin gritos, insultos o comportamientos poco sociables.
—Pues vale, lo que usted diga; la próxima vez que tengamos una bronca se la grabo, para que vea cómo se las gasta mi señora —impaciente, mira el reloj y se levanta de la silla. Todavía faltan diez minutos para terminar la sesión, pero Manolo no aguanta—. Bueno, que ya está, la semana que viene más. Me largo que tengo un lío de curro que no se puede hacer idea.
Ya en la calle, con un mosqueo del quince, le sale la vena zen y se pone en plan introspectivo —«para que luego diga el loquero ese que no soy analítico», se argumenta—, enzarzándose en una intensa conversación con su yo interior, que es el más comprensivo con sus cosas, porque siempre le da la razón. Pero enseguida se cansa. Saca el móvil y busca el contacto de su amigo Marcial, el marido de Angelita —«¡Qué chaval más majo! Ese sí que sabe llevar a su mujer por el carril, como debe ser».
—Marcial, figura, cómo lo llevas. Oye, ¿te apetece una noche loca? Pago yo. Me ha dicho un cliente, de toda confianza, tú, que hay chicas nuevas en «El Maracaibo», y con el calentón que llevo, paso de verle el careto a mi mujer. Todos los días lo mismo, oye, no hay uno que pase sin bronca.
Se hace un silencio de escucha; Marcial debe estar haciendo algún tipo de alegato.
»Que no, joder, la tuya no es el problema, seguro que le cuentas cualquier milonga y se la traga. ¡Cómo te envidio, jodido! Mira, paso por casa, me cambio de ropa, capeo el temporal con mi «santa» y te veo en lo de Jaramillo para cenar. Y dile a Angelita que no te espere levantada, cabronazo, que hoy triunfamos. Venga, te dejo, que estoy entrando en el portal de casa. Hasta luego, cocodrilo.
Un aroma de albahaca y jazmín lo recibe nada más abrir la puerta. Suena una música suave de fondo, oriental, relajante; pero Manolo no está para hostias.
»Rosi, sácame ropa ligera y gayumbos limpios, que me ducho y salgo pitando —grita desde el recibidor—, tengo un compromiso con un cliente y no ceno en casa.
Ella, sin decir esta boca es mía, se hace visible a su marido. Está apoyada en el marco de la puerta del salón. Por único atuendo luce un desabillé azul turquesa, transparente, que no deja absolutamente nada a la imaginación; va descalza, con el pelo suelto y se humedece los labios con la lengua, despacio, provocadora, logrando que brillen, jugosos, como una obscena tentación.
»Grita todo lo que quieras, ¡copón! —se encabrita Manolo—, pero el trabajo es lo primero. Dime tú de dónde sale todo esto —señala con un gesto amplio el escenario que lo rodea—, los dos coches, la casa de Manzanares, ¡joder, todo!
Rosi continúa sin decir absolutamente nada. Lo mira con curiosidad y da pequeños sorbos de algo que burbujea en un vaso que lleva en la mano.
»Vale, tira, lo que tú digas, no quiero discutir, ya me cojo yo la ropa, para que no vayas luego diciendo que te tengo de esclava. ¡Como una reina!, es lo que estás, aquí, en casa, tocándote las narices, mientras yo me deslomo a trabajar.
Ella sigue muda, sonriente, hasta se ha encendido un cigarrillo y lo observa divertida a través del humo.
»¿Sabes qué te digo? Ni me cambio de ropa. Estoy hasta los huevos de tus manías, del sicólogo y de broncas. Asertivo, dice, el gilipollas. Aquí lo querría ver yo ahora, ¡cojones! Me voy. No me esperes a dormir, me quedaré en un hotel, ¡coño, ya! A ver si un hombre no puede hacer lo que le salga de las tripas sin dar explicaciones. Y vístete, joder, que pareces una puta.
Un suspiro hondo de la mujer, liberador, satisfecho, acompaña el portazo que hace temblar las paredes. Rosi, tras apurar de un trago lo que había en el vaso, coge el móvil, busca un contacto en Whasapp, e inicia el siguiente chat:
- Rosi.: Corazones, chicas, ¿estáis libres?
- Conchi.: Como las tetas de una quinceañera haciéndose un selfie para Tik-Tok.
- Angelita.: Me acaba de escribir Marcial, pobrecito, le ha surgido un imprevisto en la oficina y no vendrá a dormir a casa. ¡Me da una rabia!
- Rosi.: De puta madre, pues. Noche de pijamas. Os quiero aquí a las nueve, como muy tarde.
- Conchi.: ¡Oído, cocina, marchando!
- Angelita.: ¡Hay, no sé…!
- Rosi.: Tráete a Ronaldo, Conchi, cabrona, y que se venga con algún primo buenorro, de esos que tiene. Y tú, Angelita, monja de los huevos, espabila.
- Conchi.: Eso está hecho. Precisamente ayer me presentó a uno, cubano, medio mulato, que tiene una pinta…
- Rosi.: Ese, ese, lo quiero, y falta mucho hasta Reyes. Conchi, no me falles.
- Angelita.: Chicas, yo no sé, me apetece mucho y quedarme aquí, solita, en casa, toda la noche, que queréis que os diga, me da cosa. Pero, por otra parte, el pobre Marcial, trabajando…
- Conchi.: Tienes el móvil de Daniel, ¿no?
- Angelita.: Sí, pero… ¿Quieres decir?
- Rosi.: Eso mismo, capulla; si no lo llamas tú lo hago yo, que me lo diste la otra tarde, ya no sé para qué.
- Angelita.: Vale, vale. ¡Uf, qué sofoco! Pero, claro, por otra parte… ¡Venga, que sí, que voy! Pero a Daniel lo llamo yo.
- Conchi.: ¡Esa es mi chica!
- Rosi.: Oye, tú, guarrona, ¿y el cubano ese…?
- Conchi.: ¿Quieres que te haga spoiler?
- Rosi.: ¡Ay, no, que se pierde toda la gracia! Oye, no traigáis nada, hoy todo lo pillamos con Uber, que pago yo; bueno, el gilipollas de mi marido, que con las prisas se ha olvidado de coger la Visa. ¡Hala, que me voy a ir dando una agüilla! A las nueve sin falta todas y todos aquí.
- Conchi.: ¡O clock!
- Angelita.: ¡Qué nervios…!
Mientras se va llenando la bañera y tras echar en el agua una generosa ración de sales perfumadas, Rosi va a la cocina. En la puerta del frigorífico, sujeta por cuatro pequeños imanes, una hoja de papel llama su atención. Es una lista. Se acerca, sonríe, pilla un rotulador y, mientras canta a voz en grito: «Me va, me va, me va, me va, me va; me va la vida, me va la gente de aquí y de allá. Me va la fiesta, la madrugada, me va el cantar…», tacha: «ASERTIVIDAD», anticipando con un ligero estremecimiento placentero, que la noche va a ser muy larga.