El viejo rey habitualmente desayuna en la terraza. A esa hora del mediodía, en babuchas, sin gayumbos y con una fresca kandora de lino por todo atavío, se siente libre, etéreo, feliz, como dios, vaya, y la visión relajante del golfo Pérsico provoca en su regia mismidad una armonía emocional difícil de describir.
Sobre la mesa de pulido mármol, un par de rebanadas de pan, doradas y crujientes, untadas de tomate, un chorrito de aceite y lascas de sal marina, intentan seducir a su majestad; que pasa, medio distraído, las hojas del Times —el monarca no tiene puta idea de inglés, pero le gusta marcarse el pisto delante del servicio—, escuchando de fondo el rítmico chapoteo, que produce su hijo menor, el príncipe Arturo, haciéndose unos largos en la piscina.
La mañana es abrumadoramente hermosa. El sol brilla magnífico, resaltando la diversidad cromática del entorno: los distintos tonos de verde del jardín, el blanco luminoso de las paredes, el azul transparente del agua en el estanque. Todo parece hecho exprofeso, a medida del lujo y la grandeza, de la villa Bulgari, que ocupa el soberano durante sus estancias en Dubai.
El príncipe Arturo, con los poderosos abdominales todavía escarchados por diminutas perlas de agua, se sienta a la mesa, frente a su padre; se hace con una de las tostadas y la va comiendo a suaves mordiscos, con delicadeza, despacio, deleitándose en cada bocado. Un camarero se apresura a servirle una copa de Veuve Clicquot; el servicio conoce la debilidad que tiene su alteza por el champán, y por alguna que otra sustancia más, sobre las que guardan un silencio fiel.
—¿Algo nuevo en la prensa, papá? —farfulla el real retoño con la boca llena de pa amb tomaquet.
—Y qué sé yo —responde su majestad encogiéndose de hombros—, ya sabes que soy de poco leer, me aburren las letras, solo miro los santos.
—Además, quería hablar contigo, Arturito —cierra el periódico y lo dobla por la mitad, dejándolo sobre la mesa—. ¿Qué tienes pensado con relación a tu futuro, hijo? Son treinta y cinco tacos, ya no eres un crío y va siendo hora de que hagas algo, aparte de salir de fiesta y posar para las revistas del corazón. Una brisa suave, cálida, oriental, provoca un aleteo de mariposa cautiva en las flores del rododendro y trae aromas de sal, menta y retama.
—¡Coño, tú sabrás —es la respuesta del principito—, búscame un curro guapo en algún sitio; conoces gente y a mis hermanos bien que los has colocado!
El soberano hace una seña con la mano y el camarero, diligente, le rellena la vacía taza de café con un buen chorreón de orujo.
—A ver, Arturo, si nos enteramos de qué va la vaina —le pega un tiento al chupito—. Tu hermano, Carlos, por ser el mayor, heredó la corona, a ese le venía arreglado el futuro de cuna. Tu hermana, Inés, me sacó el bachillerato con nota y chapurrea el inglés; fue sencillo colocarla en un banco, cobrando un pastón, y mandarla a Lausana con su marido, que es comisionista y se saca un pico en chapucillas.
Arturo apuró la copa de champán, dejándola displicentemente sobre la mesa para que el camarero vuelva a llenarla con prontitud.
—Pero tú, hijo mío —continuó su exposición el viejo monarca—, no has sido capaz ni de sacarte el módulo de administración de empresas, al que te apuntó tu madre en los dominicos de Alcobendas; lo único que quedaba, en formación profesional, que se ajustase un poco a tu perfil; lo demás era mecánica del automóvil, albañilería, soldadura y ordinarieces parecidas.
Un trago largo de orujo dejó la taza dispuesta para una nueva recarga, que el sirviente lleva a efecto sin demora.
—Así que como no se te ve disposición para independizarte por tu cuenta, he tomado por ti una decisión —se llevó la taza a los labios, forzando un silencio dramático, que el príncipe sobrellevó con la incertidumbre pintada en los ojos—. Te he arreglado un compromiso matrimonial, con una muchacha, que si bien no procede de la nobleza europea, es heredera de un imperio económico fabuloso, enorme, inconmensurable, que te arreglará la vida.
—Seguro que es un orco —sentenció el príncipe con reticencia.
—Pues mira, no, he visto alguna foto y es monilla —aclaró el padre—, pero está pasando por un mal momento, tonterías de juventud, pamplinas. Ahí entras tú. Es Yalenchka Chuikova, la única hija de Borya Chuikov…
—¿El magnate ruso, dueño de un montón de casinos repartidos por todo el mundo —lo interrumpió entusiasmado Arturo—, que controla todos los mercados clandestinos de Europa, armas, droga, objetos de arte…, al que todos conocen como «El Padrino» de la Solncevskaja bratva, la mafia rusa?
—Bueno, eso dicen las malas lenguas —respondió el rey—, para mí es un emprendedor ejemplar, crea riqueza, un hombre de negocios de moralidad intachable.
—Vale, como tú digas. ¿Y para cuándo el enlace? —al mozo parecían haberle entrado las prisas.
Otro trago largo y el orujo pasó a la historia. Su majestad atajó con un gesto la diligencia del criado, que se disponía a rellenar la taza.
—No tan deprisa, muchacho, que todo tiene su historia y, si quieres ser emperador consorte, deberás ganarte el puesto. Escucha con atención.
»La joven Yalenchka es una muchacha inquieta, curiosa, por lo visto, a quien gusta explorar territorios extravagantemente emocionales.
—Un putón verbenero, ya lo pillo y no me importa —atajó el príncipe.
—Me complace esa buena disposición, hijo mío. El caso es que una mañana de hace unos meses, un año, quizás, Yalenchka bajó a desayunar a una hora inusualmente temprana para ella. El servicio recuerda que se la notaba rara, como ausente, pensativa.
Su majestad volvió a gesticular con la mano y el sirviente se acercó de inmediato, con una cava portátil de puros, de la que el soberano extrajo, con unción sacerdotal, un Cohiba Lanceros, preparado para el sacrificio.
—El caso es que —prosiguió tras la primera bocanada de fragante humo azul—, Sveta, su criada personal, le preguntó qué quería desayunar y Yalenchka no respondió, al contrario, se sumió en una especie de trance, un estado catatónico, del que nadie, ni los mejores médicos, chamanes o curanderos, han sido capaces de hacerla salir hasta ahora. Solamente una vieja hechicera de Viscri, un pequeño pueblo de Rumanía, ha sugerido la posible solución, una componenda que el viejo Borya no ha dudado en llevar a la práctica, sin resultados satisfactorios al día de la fecha.
Otra bocanada de humo, un carraspeo y la cómplice presencia del camarero, botella de orujo en mano, provocaron la pausa teatral, que puso un toque de suspense en la narración y de los nervios al príncipe Arturo.
—La vieja rumana asegura —retomó su majestad, el hilo del relato—, que Yalenchka volverá a la vida, únicamente si un príncipe o princesa, con genuina sangre azul, es capaz de realizarle un cunnilingus completo y satisfactorio. Borya ha jurado dar la mano de su hija, haciéndolo heredero o heredera consorte de su imperio, a quien lo consiga. Ahí, repito, entras tú, Arturo.
La cara del joven, absolutamente perplejo, lo decía todo y no aclaraba nada, era la viva imagen del desconcierto, sutilmente maquillada por una media sonrisa de incredulidad.
—Pero no me jodas, papá —consiguió articular su alteza real—, ¿estás de coña, no?
—Para nada, chico. ¿Qué tal vas de músculos linguales?
El fámulo se acercó llevando la botella de champán en la mano, pero el príncipe, deteniéndolo en seco, le señaló la de orujo.
—A ver, estamos en el siglo XXI —intentó razonar el muchacho, como para sí mismo—, las brujas, los hechizos y las princesas encantadas son de otra época, esto es un puto cuento de hadas, papá, la Bella Durmiente, pero con bajada al pilón, ¡no me jodas!
—Hijo mío, lo nuestro, la monarquía, es tan anacrónica como los cuentos de hadas y el pueblo cambia más de parecer que de calzoncillos. ¿Quién te dice a ti que no nos despertamos mañana republicanos, con una mano delante y otra detrás? ¡Todos otra vez a Portugal, a casa de los abuelos! ¡Buena debe estar, después de tantos años! ¡Venga, tira, que en seis horas te sale el vuelo, espabila!
La mansión que Borya Chuikov tiene en Marbella, por tamaño, podría constituirse en municipio independiente; un ejército de mercenarios, guardaespaldas y francotiradores, convenientemente camuflados, vela por la seguridad del magnate, ante el que fue conducido Arturo, por dos gorilas, cuyos trajes de Armani no podían disimular los pistolones que llevaban adosados a la sobaquera.
—Príncipe Arturo —Chuikov, que tenía hechuras de rikishi, luchador de sumo, pasó un brazo poderoso por encima de los hombros del joven—, yo agradezco tu disponibilidad y espero, que tus habilidades amatorias estén por encima de las siete personas, que lo han intentado antes; si consigues devolverme a mi Yalenchka, si de nuevo vuelvo a ver brillar la vida en sus ojos, tú serás para mí como un hijo, el heredero de mi imperio.
—¿Y si no lo consigo —un ligero temblor en la voz delató la preocupación, que comenzaba a embargar el ánimo de su alteza—, qué ha sido de los siete anteriores?
—Eso es algo que no debe preocuparte, no es de tu incumbencia —le palmeó la espalda con la delicadeza de un oso siberiano—, tú concéntrate en el ahora, porque nada, ni nadie, nos garantiza que pueda haber un mañana. Valentina te acompañará a los aposentos de Yalenchka.
De la nada apareció Valentina, una enfermera que parecía sacada de una peli porno de los ochenta; con un guiño provocativo, lo invitó a seguirla por un ancho y largo pasillo revestido de mármol blanco, que custodiaban cada pocos metros matones a sueldo provistos, cada uno, de su correspondiente kalashnikov. Una puerta enorme, de madera noble, finamente pulida, que cerraba la galería, daba acceso a la habitación de la catatónica muchacha. En el recinto, que era enorme, reinaba la más completa oscuridad, salvo en la zona donde se ubicaba la cama, que estaba tenuemente iluminada. La enfermera lo guio hasta allí. Arturo, una vez hecho a la lobreguez del sitio, pudo comprobar que no estaban solos; por lo menos había cuatro guardaespaldas, como los del pasillo fuertemente armados, que se ocultaban en las sombras. Aquello no era nada tranquilizador.
—Príncipe Arturo —la voz, algo cazallosa, de la enfermera lo trajo de nuevo a la realidad—, le presento a Yalenchka Chuikova, es toda suya. Yo estaré ahí detrás, con Boris —le guiñó un ojo a las tinieblas—, no dude en llamar si me necesita.
Su alteza se acercó a la cama. La muchacha, ataviada con un sugerente vestido de dormir de seda negra, yacía completamente inmóvil; de haber tenido los ojos abiertos, estaría mirando al techo, pero seguían cerrados, daba la sensación de estar apaciblemente dormida.
—«Hombre, no es para venir de propio —pensó el chico—, pero tiene un polvo; aunque estoy yo ahora como para cumplir con parroquia. Menos mal que únicamente he de usar la lengua».
Lentamente, trepó sobre la cama, levantó, con la punta de los dedos, el camisoncito e inspeccionó el terreno. Todo parecía en orden, bien cuidado. Pese a ello, la rigidez de la muchacha, transmitía el efecto de estar a punto de cometer una sacrílega profanación. No era, desde luego, el mejor escenario para juegos de amor.
—«Venga, Arturo, al lío» —se dijo, echándose al tajo, con la aprensión y el miedo, de quien se zambulle en una piscina llena de pirañas.
—«Aíslate de esto, móntate una historia alternativa, imagina que eres un oso hormiguero, ¡tira a por ellas, que no quede ni una, fuerza mental, Arturito, fuerza mental!».
Pasaron los minutos, cinco, diez, quince, treinta, quién sabe cuantos, pero el encantamiento seguía sin desaparecer. Al pobre príncipe le dolían las mandíbulas, los labios, tumefactos, seguían succionando mecánicamente y la lengua, insensible, iba y venía sin control, ajena a la voluntad de su dueño.
—«¿Qué le gustará a esta niña para desayunar? —pensó, acordándose que fue esa la última pregunta, hecha por su criada antes de que entrara en trance.
El tiempo parecía haberse detenido, igualmente catatónico, insensible al sufrimiento del muchacho, tan inmóvil como Yalenchka en su lecho de princesa encantada.
—«¡Dale alegría a tu cuerpo Macarena —silabeó en silencio la cancioncilla, sin abandonar ni un segundo la presa, tratando de alejar de su cabeza la sensación de cansancio, que ya empezaba a hacer mella en su estado de ánimo—, que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosa buena; dale a tu cuerpo alegría Macarena, eeeh Macarena…. aaahe!»
Un suave, casi imperceptible estremecimiento, sacudió las caderas de la chica.
—«¡Hostias Arturo, ahí, ahí, ese es el punto, a machete!» —tomó resuello su alteza–.
—«¡Macarena tiene un novio que se llama; que se llama de apellido Vitorino —el culo, hasta ahora inerte, de Yalenchka, comenzó a dar pequeños botes en la cama—, y en la jura de bandera del muchacho; se la dio con dos amigos, aaahe!».
Valentina y los guardaespaldas fueron acercándose despacio a la cama, subyugados, atraídos por una fuerza mágica desconocida.
—«¡Dale a tu cuerpo alegría Macarena; que tu cuerpo es p’a darle alegría y cosa buena —el de la rusa vibraba por entero, ya descontrolado— dale a tu cuerpo alegría Macarena; eeeh Macarena… aaahe!»,
—«El apretón final, Arturito, que tú sabes, ¡coño! —, ¡dale a tu cuerpo alegría Macarena; eeeh Macarena…!».
—¡Aaaaaaheeeeeeee! —el grito de Yalenchka, que miraba al techo con unos ojos abiertos, ávidos y enormes, removió los cimientos de la mansión Chuikov.
Los guardaespaldas, conmovidos, se arrodillaron, persignándose, repetidamente, al estilo ortodoxo y Valentina, dirigió una mirada encendida al joven príncipe, cargada de promesas. Semi incorporada en la cama, jadeante, exhausta, todavía ojiplática, pero dichosa y complacida, premió la Chuikova con una sonrisa, la proeza de su príncipe azul. Y en un susurro cálido, sugerente, con el ronroneo de una gata satisfecha, le dijo:
—Colacao, mi amol, colacao.
Y vivieron felices y comieron perdices.