Una punzada de hielo me traspasa el cerebro. Cierro los ojos con fuerza y aprieto los puños hasta clavarme las uñas en las palmas de las manos; quiero que el dolor se haga insoportable y me permita equilibrar la tortura de este silencio atronador.
Temblando, con la garganta rota por el esfuerzo de contener el grito y el corazón desbocado por un miedo perpetuo, salgo al pasillo. En el suelo, restos loza hecha pedazos, chorretones de grasa deslizándose pared abajo y un reguero de diminutas manchas rojas, como una procesión de hormigas laboriosas, marcan el camino hacia la cocina.
Allí está ella. Como siempre. Acurrucada en una esquina. Abrazando sus rodillas, para buscar el falso consuelo de la autocompasión. Sometida. Derrotada. Sintiéndose culpable. Al oírme alza la cabeza y una mueca, que pretende ser amable, intenta quitarle drama al día a día, mientras con el dorso de la mano contiene la hemorragia de sangre que mana de su nariz.
Desde alguna parte me llegan los gruñidos de un sueño agitado por el alcohol. Un sonido familiar. Repugnante. Amenazador. Mudo como los golpes; las palizas; los gritos; las amenazas constantes, que nadie escucha. Eso es, precisamente, lo que más duele. La afasia egoísta de una sociedad que hace mucho dejó de ser tribal. El silencio cobarde, cómplice, que forra de plomo estas paredes de papel. La mirada perdida en un horizonte mezquino, para no ver los moretones, las huellas del maltrato, la angustia que refleja su mirada, cuando se cruzan con ella por la escalera. Contengo la náusea y cierro despacio la puerta. La dejo sola con su zozobra. Duele tanto que insensibiliza los sentidos. No protesta.
Desde el suelo, llama mi atención un pedazo de porcelana rota. Es afilada y punzante, como un cuchillo. En el corredor, los bufidos de la borrachera son un recordatorio de que el bucle de terror volverá a activarse con el amanecer. Pienso que no puede ser tan difícil terminar con esta pesadilla. El trozo de loza cobra vida en mis manos. Me habla sin decir. Un discurso mudo. Ominoso. Huidizo. Prescindible. Mis pasos se detienen al borde de una cama. Cruje la tráquea y el ronquido beodo se convierte en un estertor agónico. Un chorro de sangre salpica mi rostro como lluvia purificadora y me siento en paz. Ahora ya es posible escuchar cómo suena el silencio.