Lucy ha venido a verme. Apesta a tabaco y sus besos saben a ginebra de a cinco dólares la botella, pero eso hace tiempo que ha dejado de ser importante para mí. Se quita las medias y los zapatos, arrebujándose bajo la manta. Nos abrazamos, constreñidos por la estrechez del sofá, tratando de enmascarar el frío bajo una patética farsa de afecto mercenario. Ninguno de los dos tiene ganas ni fuerzas para cumplir con su parte del trato. Le ofrezco la botella de güisqui, bebe a gollete, chasca la lengua, me la devuelve y enciende un cigarrillo.
—Han encontrado muerta a la señora Sullivan, en su apartamento, un amasijo de gusanos y carne putrefacta —dice envolviendo las palabras en grisáceas vaharadas de humo pestilente—. O’Brien, el poli irlandés, dice que la palmó no hace menos de quince días.
Tengo algo de salami, crema de cacahuetes y pan. Seguro que todavía queda media botella de vino. En la pantalla del televisor, un tipo, con cara de ciervo afásico bien alimentado, gesticula sobre un fondo de ruinas leprosas, viejas que lloran y niños desnutridos. Hace mucho que puse el aparato en modo silencio. Para aislarse de la mierda solo hay que cerrar los ojos.
»Creo que andan buscando a su hijo. Se mudó a Sausalito hace mucho y nunca volvió a interesarse por la vieja. Si dan con él, dudo que quiera hacerse cargo de los gastos del entierro —apura la botella y fuerza un hueco de calor entre mis brazos—. ¿Puedo quedarme a dormir esta noche contigo, John? No te cobraré el servicio.
En sus ojos hay un velo de súplica y tras él, como en los noticieros, veo los agujeros de carcoma que dejan en el alma las promesas que la vida se empeña en dejar para más tarde.
Es complicado atreverse a cruzar el umbral de la oscuridad. Yo dejé de intentarlo cuando el miedo pasó a ser algo más que un inconveniente. Por eso me muevo arrastrando los pies, tanteando el terreno. No quiero sorpresas, sé que la muerte no entorpece el acceso con molestos peldaños.
Pero hoy, los fantasmas de Lucy la intuyen vulnerable. Están esperando ahí fuera, acechándola implacables, amparados por la noche; lo noto en la urgencia temblorosa con que sus manos tratan de excavar en mi cuerpo una trinchera de último recurso. Ambos somos conscientes de formar parte del mismo vano inconsistente a punto del derrumbe. También se llama umbral la viga que sustenta esa última agonía del escombro.
Lucy y yo, compartiendo amenazas, hacemos que surja la solidaridad del paria y, para no tener que reprocharnos nada, follamos con la solemnidad contractual del condenado, que no sabe muy bien si es bueno que el tribunal de apelación siga aplazando el linchamiento. En la pantalla del televisor, el mismo tipo con cara de ciervo afásico, le da la espalda a una sociedad decadente, que se desangra en directo y full HD.
Cierro la puerta con doble llave.
Hay salami y crema de cacahuetes, además de media botella de vino.
© 2025 Armando Barcelona Bonilla. Todos los derechos reservados.