«La promiscuidad es algo que los humanos comparten con la inmensa mayoría de animales que pueblan la Tierra. Apenas una docena de especies, de entre millones, son monógamas: tórtolas, pingüinos, cisnes…, conforman la excepción a una regla universal».
—Cariño, ya estoy en casa —anuncia Pablo nada más cerrar la puerta, mientras deja las llaves en una bandejita de cuero sobre el recibidor de la entrada.
Marisa aparta la vista del televisor, baja el volumen y alza una mano a modo de saludo.
—Hola, mi amor. ¿Cansado?
Él entra en el salón, se acerca al sofá e inclinándose sobre ella, le da un suave beso en los labios.
—No más que cualquier otro día. ¿Qué ves? —Señala con el mentón la pantalla, en la que una pareja de gibones escenifica el cortejo que precede al apareamiento.
La mujer baja los pies del sofá y palmotea el sitio que acaba de dejar libre, en una clara invitación a que se siente junto a ella.
—Nada, un documental. Es igual en todas las cadenas; un asco de programación. Cuéntame algo interesante, anda.
Pablo acomoda la americana sobre el respaldo de una silla, afloja el nudo de la corbata, se deja caer junto a su esposa y los dos se cogen de la mano.
—Qué quieres que te cuente, cariño: el jefe sigue igual de borde y en estas fechas, a fin de mes, no hay quien lo soporte; han abierto un restaurante nuevo cerca de la oficina, de menú barato, no lo hacen mal, oye, y me he encontrado con Patricia. —Marisa pone cara de «no caigo»—. Sí, coño, Patri, la mujer de Anselmo.
—¡Ah, Anselmo!, ya me acuerdo. Morenita, de pelo corto, muy mona. Es que, hijo, igual hace un año que no nos vemos. ¿Y qué es de ellos?
Pablo se descalza, sujeta sus lumbares con las manos y arquea la espalda mientras compone un gesto a mitad de camino entre el alivio y el dolor.
—Ahora se ha dejado media melena y le queda bien. Andan con problemas de pareja; me ha estado contando cosas: que si él trabaja demasiado y casi no se ven; que si se siente muy sola apechugando con todo, los hijos, la casa, en fin, ya sabes.
Marisa asiente y acaricia la mejilla de su marido.
—Pobrecilla, necesitaba desahogarse y le ha venido bien encontrarse contigo. ¿Te apetece un güisqui, mi amor? Yo te lo preparo. —Se levanta y va hacia la cocina; Pablo la sigue.
—Ya te digo, estaba un poco agobiada, sí. Hemos entrado en una polvetería del centro a follar un rato. Yo creo que le ha servido para quitarse algo de estrés. ¿Y tú qué has hecho hoy, mi vida?
Vuelven los dos al salón, con sendos vasos de licor en la mano, y se sientan de nuevo en el sofá.
—Nada de particular, cielo, por la mañana, un poco de sexo oral con las amigas, como todos los días; he ido al centro de salud porque tenía cita para una sodomización; ir a la compra y poco más. Por cierto, esperando el ascensor he conocido a los nuevos vecinos: Alejandro y Celia, se llaman. Parecen majos y se les nota muy educados. Él me ha cedido el paso dándome una fuerte nalgada, que hasta me ha dejado marca, mira —se arremanga la falda para que su marido vea la huella rojiza en su culo.
—Qué considerado, deberíamos invitarlos a cenar una noche, ¿no crees? —aprecia Pablo el detalle del vecino acariciando suavemente el cachete de Marisa.
—No nos vendría mal, llevamos un tiempo descuidando nuestra vida social, mi amor —está de acuerdo ella—, no quedamos con los amigos y ya casi no follamos con nadie. Yo a veces con el portero, porque nos vemos a diario, y con algún vecino, así de pasada: buenas y adiós, aquí te pillo y aquí te mato. Por cierto, estoy muy preocupada con Pablito; te lo quería decir, pero se me ha ido pasando.
Pablo apura el güisqui de un trago y le presta a su mujer toda la atención.
»Resulta que hace un par de semanas vino a estudiar con él Andresín, su amigo, y se encerraron en la habitación. A media tarde les preparé algo de merienda, entré sin llamar y los sorprendí viendo Internet. Yo juraría que estaban en una de esas páginas de catequesis; les pregunté y guardaron un sospechoso silencio cómplice, aunque luego lo negaron. ¡Ay, Pablo! Tienes que hablar con él, mi amor, que me dan mucho miedo esas cosas.
Los dos callan durante un rato, pensativos, luego él agita las manos como espantando fantasmas.
—Hablaré con el chico, no te apures, pero son cosas de críos, está en la edad, a todos nos ha pasado. ¿Te acuerdas de Paco? Sí, mujer, Francisco Alquezar, Paco, somos amigos desde el colegio, nos vemos poco, pero has follado con él media docena de veces, aunque ya hace tiempo de eso. Pues Paquito y yo, cuando éramos chavales, pasamos más de una tarde haciéndonos la catequesis el uno al otro y ya ves, aquí estamos.
—Ay Pablo, no sé, que me da mucho miedo —insiste Marisa—; mira el hijo de los del quinto, tan buen chiquillo que parecía de niño y ahora, de repente, les sale del armario hecho un cura preconciliar. No me fio, corazón, que en esas páginas les meten cosas raras en la cabeza: el pecado, el examen de conciencia, los actos de contrición, y terminan siendo unos asociales llenitos de traumas.
Pablo la abraza conciliador y le impone silencio con un morreo largo.
—Venga, tranquila, que yo me ocupo. Hablando de otra cosa, ¿cuánto hace que no vemos a tu hermana y a mi cuñado? Yo con Julián me llevo de maravilla y a Clara la quiero un montón.
A Marisa se le enciende la mirada con un brillo de alegría.
—Tienes razón, cariño, lo mismo hace tres o cuatro meses que no follamos con ellos. ¿Qué te parece si los invitamos a cenar este sábado?
Pablo se levanta, coge la americana y empieza a caminar en dirección a su habitación; ha decidido que se dará una ducha antes de cenar para sentirse más cómodo.
—Por mí encantado, amor mío. ¿Hablas tú con ellos? Voy a darme un agua que hace calor. Te quiero.
Marisa asiente y vuelve a subir el volumen del televisor. Una hembra de bonobo se aparea con un macho a cambio de un plátano. «Joder, vaya hostia de programación —se queja mentalmente—; estaremos en el tercer milenio, pero la tele sigue siendo una mierda».