Cuando Dios echó del Edén a Eva y Adán, los condenó a ganarse el sustento, a parir con dolor y a ser mortales. Más tarde, cuando ya eran más de dos y comenzaban a organizarse socialmente, alguien pensó que para minimizar los efectos de la maldición divina necesitaban crear unas normas de conducta, de obligado cumplimiento para todo aquel que quisiera recuperar el favor celestial; eso sí, a título póstumo. De manera que inventó la religión.
Como ocurre con cualquier fetichismo supersticioso, aquello dio paso a que aparecieran las iglesias, con sus correspondientes curias sacerdotales, las cuales inmediatamente se apropiaron de conceptos como el pecado, el arrepentimiento, el castigo, la sumisión, la obediencia y la conformidad, para usarlos a modo tralla con la que moldear el carácter de los pueblos.
Convenientemente acojonada, y culminado con éxito el proceso catequista, la humanidad fue estabulada en beneficio de los poderosos, que desde entonces no dejan de mantener exquisitamente engrasada la maquinaria eclesiástica, porque más vale pájaro en mano, que ciento volando.
En definitiva, es posible que Dios hiciera la ley, pero del reglamento se ocupan las multinacionales.
Sic transit…