Ya no es lo que era, os lo digo yo, ni por asomo, ¡qué va! Fuerzas oscuras, sobrenaturales, gnomos, duendes, espíritus, cachivaches mágicos…, todo ruina. La magia, en general, se ha comercializado, es un fraude, da asco. La encuentras en las estanterías de los supermercados, la regalan con las cajas de cereales. Demasiado asequible. Ya nadie le da valor a la nigromancia. Una pena, hacedme caso. Las series de televisión han humanizado tanto a los vampiros, los muestran tan atractivos, con unos cuerpazos de infarto y en plan malotes de instituto, que hasta apetece te den un buen muerdo. Todo mentira, de verdad. Yo conocí a Vlad Drăculea, el auténtico y, creedme, era un cabronazo, pero no tenía media hostia.
La tecnología ha avanzado tanto, que un payaso con los medios adecuados es capaz de hacer desaparecer la estatua de la libertad ante miles de incautos. Los gnomos ya no se dedican a guardar inmensos tesoros en cuevas secretas: cualquier idiota con un notebook puede minar sus propias criptomonedas por Internet. Y lo mío, sin ir más lejos, lo pueden hacer Alexia o Siri, tirando los precios hasta niveles con los que es imposible competir. ¡Con lo que uno ha sido! Porque, aquí donde me veis, yo fui el famoso espejo mágico de la madrastra de Blancanieves.
Que voy a decir, tuve mi momento de gloria, sí, de auténtico esplendor, fui alguien; hasta que se destapó el feo asunto del cazador, los enanos, el veneno…, en fin, que el tinglado se fue al carajo. Hicieron una auditoría y tras «desaparecer» a la malvada bruja, todo lo que había sido suyo fue condenado a la hoguera: la cama de oro con dosel y sedas —si yo hablara de las cosas que vi en aquella cama—, la colección de cuadros caros, las alfombras de Afganistán, los joyeros fabulosos, las bragas de Victoria Secret…, todo, absolutamente todo.
Conmigo no se atrevieron. Es conocido que cargarse un espejo normal trae siete años de mala suerte, pero si es mágico ya ni te cuento. Me condenaron al ostracismo en los sótanos del castillo y allí pasé años y años, acumulando nostalgias y telarañas, hasta que un funcionario corrupto, que no conocía la historia, pensando ganarse algunas monedas, me puso de nuevo en circulación.
Anduve por plazas, rastros y mercadillos de los cinco continentes. Pasé de mano en mano; siempre en silencio, sin decir esta boca es mía, ocultando a todo el mundo mi verdadera identidad. Cuando se tiene un pasado como el mío, lo mejor es hacerse el tonto, no llamar la atención y transitar por la vida sin dar mucho de qué hablar. Así llegué a esta bendita casa, donde ahora resido y soy, por qué no decirlo, casi feliz.
Antes pasé tres años en un entresuelo interior, tétrico, de pasillos interminables y oscuro, como boca de lobo, del número uno de la calle de Las Vírgenes; un callizo paralelo a la de Alfonso, entre Jiuseppe Martínez y Méndez Núñez, donde vivía y pasaba consulta don Hilario Carramiñana, un soriano, de Mazaterón, quijotesco de hechuras, sobrio de maneras y oftalmólogo de oficio, que compartía espacio, sinsabores y chocolate con picatostes, con doña Teresita Mangüele, esposa, amiga y confidente; licenciada en labores de aguja y buena cristiana —además de experta en la fritura del torrezno—, nacida y cristianada en el Burgo de Osma.
Despachaba el oculista en un cuartucho abierto a un patio de luces, tan necesitado del arte de su inquilino, que mantenía a raya a la clientela, porque siendo luz para sus ojos, lo que la gente venía buscando, ninguna podía esperar de la oscuridad reinante en aquella conejera. Lo del cuchillo de palo en casa del herrero, pero con oftalmoscopios rampantes en campo de gules. De manera que pocos feligreses acudían a los servicios profesionales de Carramiñana, que con la escasa faena y a fuerza de no practicarlo, corría el riesgo de olvidar el oficio.
Sin pacientes, pues, que atender y siendo el matrimonio de pocas palabras, el piso resultaba siniestro y no solo por oscuro, sino porque también estaba sumido en un silencio tumulario, solo alterado de vez en cuando por el melancólico gorjeo de Caruso, un canario flauta que doña Teresita tenía prisionero en una jaula, preindida de un clavo en la pared de la cocina.
Como la situación empezaba a ser preocupante y había que tomar algún tipo de medida para romper la dinámica depresiva en que se estaba metiendo la sociedad conyugal, decidió el matrimonio hacer visible el negocio y echó mano de Fabián, el hijo de la portera, un chaval muy avispado que estaba sacándose, por correspondencia, un grado en publicidad y marketing.
El mocito, que se aplicó a la tarea con el entusiasmo de la primera vez, diseñó una campaña muy arreglada y a buen precio, todo hay que decirlo, pero que a los Carramiñana, fervientes devotos de la Santísima Virgen del Puño Prieto, nada más ver la parte económica del proyecto, les pareció pretenciosa. Le dieron al chico las gracias y una botella de chordón moncaíno, por las molestias —que la portera se espabiló en requisar de inmediato—, y encargaron a un rotulista conocido la confección del siguiente cartel:
CLÍNICA OFTALMOLÓGICA DEL DOCTOR CARRAMIÑANA
SE TRATAN DOLENCIAS RELACIONADAS CON LA VISIÓN
Consulta de lunes a viernes de 9 a 13 y de l6 a 20
(previa petición de hora)
Escalera interior. Entresuelo izquierda.
Tfno: 29 44 52
Colocaron el reclamo en el portal, a la vista de la gente, y mientras esperaban a que hiciese efecto la estrategia, se dedicaron a jugar al parchís para matar el tiempo.
Pero sea porque la calle era poco transitada o la tipografía del cartel excesivamente pequeña para el nicho de mercado al que iba dirigido el mensaje —miopes, astigmáticos e hipermétropes en general—, la táctica tampoco obtuvo resultados apreciables y la nómina de parroquianos se mantuvo inalterada en apenas una docena de leales, que por serlo desde hacía tiempo eran ya como de la familia y pasaban de formalidades como citas previas o zarandajas por el estilo.
Todo esto lo vivía yo —como un serpa himalayo aburrido en las faldas del Cerro de los Ángeles—, aferrado a la pared, al fondo de un largo, oscuro y deprimente pasillo, al que según doña Teresita mi concurso le daba más profundidad, como si ya no tuviera suficiente aquel tenebroso túnel de enfermiza melancolía.
En estos avatares fue pasando el tiempo, con más pena que gloria, hasta que una tarde, a finales de septiembre del cincuenta y ocho, don Hilario le comió ficha a su mujer, contó veinte y se murió.
Pese a estar acostumbrada a las salidas de tono de su marido y a que hiciera siempre su santa voluntad, sin contar con ella para nada, a doña Teresita el asunto la pilló desprevenida, porque al oculista nunca antes le había dado la tontuna de morirse; era la primera vez, y ella desconocía el protocolo a seguir en una situación semejante.
Estuvo la pobre mujer un buen rato dándole vueltas al asunto, hasta que se atrevió a consultarlo con la señora Blasa, vecina del tercero interior izquierda, una matrona con mucho mundo. Todos los años se acercaba hasta Lourdes para tratarse unos cálculos en la vesícula, a los que la medicina tradicional no terminaba de cogerles el punto y aunque la virgen tampoco parecía estar muy por la labor, pensaba la Blasa que no venía mal establecer puentes con la cosa celestial e ir haciendo amistades con alguna influencia en el más allá, por si fuera necesario un aval cuando le tocase rendir cuentas. Eso y alguna escapada a Portugal para comprar toallas y licor de guindas —tónico del que era tan devota como de la virgen gabacha—, le había dado entre sus convecinos, que eran de natural sedentario y nada aventurero, fama de mujer viajada y con pedigrí.
La señora Blasa estaba en el bingo —a una ciudadana del mundo como ella, el parchís le quedaba corto; en cosas así se le notaba lo corrido—, pero por suerte su hijo Damián, que era practicante en el dispensario del barrio y muy buena persona, se hizo cargo de la situación.
Enterramos a don Hilario un par de días después, una vez cumplidos todos los trámites reglamentarios, y como a doña Teresita no había nada que le llamase la atención en aquel piso, del que estaba un poco harta, todo hay que decirlo, decidió ahorrarse el alquiler y empezar una nueva vida junto a su hermana Mercedes, viuda también reciente del jefe de estación de Venta de Baños, con la que se mantenía estrechamente unida.
Llevó la ropa del muerto a las monjas; un tratante conocido de la señora Blasa le dio unas pocas pesetas por los muebles; preparó las maletas, hizo un saco de viaje para la jaula de Caruso, y un martes a primera hora de la mañana, cogieron el tren hasta Madrid y de allí, con transbordo en Medina del Campo, llegaron sanos y salvos a tierras palentinas.
El tratante de viejo, que se apellidaba Corchado y colocó muy pronto los muebles del oculista entre su clientela, tenía por costumbre acudir los jueves por la tarde a una casa de citas que había en el once de la calle del Temple, frente por frente a la de Contamina, para encamarse con alguna de las pupilas de Natividad Tijerina, más conocida como «Nati la Sorda», apodo que le venía por ser dura de oído, circunstancia esta que la tenía acostumbrada a hacerse entender a grito pelado, para disgusto o regocijo, según se mire, de sus vecinos, que sin quererlo estaban al corriente de los asuntos que se cocían en aquella casa.
La Nati era muy obsequiosa con sus parroquianos más fieles y el chamarilero era de los mejores, así que después del refocilo, en el saloncillo de recibir, al amor de la mesa camilla y —a falta de un gato de porcelana tanguero—, bajo la perenne bendición de un Sagrado Corazón de escayola, lo invitaba a una copita de «Anís del Mono», espirituoso por el que ambos compartían inclinación.
Como era de prever, tanto celo profesional terminó por calar en el sentimiento del hombre, que quiso corresponder de la mejor forma que supo a las atenciones de la madama y así he terminado, como espejo de cabecera, espía potencial y mudo confidente, en el recibidor de esta casa de putas, justo encima de un oscuro taquillón estilo castellano, compartiendo escenario con un viejo jarrón chino de imitación, un San Pancracio tamaño king size y una pastorcilla de porcelana desparejada de su pastor, cosa que por lo visto es una constante en la vida sentimental de las damas que transitan por esta casa, incluida La Sorda.
Ha sido como pasar de la noche al día, creedme, una verdadera liberación, y no es porque el pisito de la Nati esté mejor iluminado que el de don Hilario —Dios lo tenga en su gloria—, que este tipo de negocios gusta de la media luz, aunque solo sea por darle una mano de morbo al estucado; pero es una penumbra meditada, sugerente, discreta y con olor a pachulí; nada que ver con lo que pasaba en la consulta del oftalmólogo, donde iba la gente a recuperar la visión, con muy poco éxito; mientras que de casa de La Sorda, los más de los días, alguno que otro sale con los ojos como platos.
Además del quincallero, La Sorda tiene otros dos parroquianos contumaces, que se dejan caer por esta casa con la puntualidad de un reloj suizo: don Marcelino Paniagua, librero de viejo, con tienda abierta en la calle Manifestación, y mosén Florentino, un cura que ejerce su ministerio en vicarías, cementerios o retiros monjiles, según le cuadre la agenda al furriel del arzobispado.
Paniagua es pequeño de estatura, calvo y miope. Habitualmente viste trajes en tonos marrones, camisa blanca y pajarita verde. En invierno se cubre con un borsalino beige, que le hace ganar sus buenos diez centímetros de altura, y en verano con un panamá color crema, que a ratos usa de abanico.
Tiene el librero preferencia por Inés, una chica de Socuéllamos, morena, algo entradita en carnes y con una belleza no bien definida: asilvestrada, rural, doméstica, que le da a uno la confianza de lo familiar, como esas casas de comidas de antaño, castizas, de escaso riesgo y poca cubertería, donde el personal se nutría sin protocolos, a la pata la llana, con carajillo de reserva y palillo entre los dientes. Así es Inés: fiable, sencilla, cercana, como de la familia.
El cura, sin embargo, que es de muy buen comer, no tiene preferencias y prodiga bendiciones y arrumacos a diestro y siniestro. Como suele decirse, con tal de tocar pelo, el mosén se agarra a un cepillo y con todas las damas cumple con la mejor de las disposiciones.
Nacido en Torrellas, somontano del Moncayo, en 1935, es de complexión recia, buena talla, anchas espaldas cerrado de barba, cejas espesas, que sirven de cornisa a unos ojos marrones, siempre alertas, y unas manos grandes como remos, más apropiadas para repartir hostias, que para bendecirlas. En definitiva, tiene un perfil más cercano a un chusquero del Tercio Duque de Alba, que al de un habilitado de sacristía.
Ambos dos y Corchado, el quincallero, suelen juntarse los jueves en el salón de la Sorda y entre los cuatro, mientras echan unos cotos al guiñote y generosos tientos a la botella de anís, comentan los últimos chismes, cuitas, sucesos del mundo exterior y de esa manera, con lo que me llega desde ese cuarto de estar burdelero, yo me voy poniendo al día de lo que pasa en el planeta.
Además, el tercer jueves de cada mes, después de la partida de guiñote, habilita el cura de capilla un reservado en el saloncillo, donde administra el sacramento de la confesión a aquellas pupilas que quieren hacer borrón y cuenta nueva semanal de sus pecados, lo que eleva considerablemente mi archivo de chismes, rumores y secretos, que sigo cultivando sin un propósito definido, solo por simple y pura deformación profesional. Así que, como podéis ver, la magia ha caído hasta las cloacas de la sociedad pagana. De palacios reales, soberbios, imponentes y cegadores de esplendor, hasta humildes casas de lenocinio; si tú quieres hasta entrañables, como es el caso.
Y eso que no puedo quejarme, porque uno tiene su reputación y no han dejado de lloverme las ofertas de empleo —algún día os contaré sobre aquella ocasión en que fui reclutado por la CIA, para un trabajo de alto secreto al sur del Yemen—, pero hoy aquí, en casa de La Sorda, en zapatillas de andar por casa, el pesebre de mi curiosidad bien surtido, sin el estrés de tener que estar a la última en ungüentos, sortilegios y taumaturgias, disfrutando de una jubilación bien ganada, soy feliz. Hacedme caso, eso de la magia está, definitivamente, sobrevalorado.
Y os dejo, que hoy es tercer jueves de mes y le toca a la extremeña —¡qué vicio de mujer!—, pasar por el confesionario de mosén Florentino.
Igual otro día os cuento.