A San Ildefonso de Toledo, ciudad de la que era obispo, se le apareció la virgen la noche del 18 de diciembre de 665.
Había convocado a sus parroquianos, todos ellos gente de fe, para ir a la iglesia a cantar himnos en honor a la virgen María, pero al llegar a la capilla se vieron cegados por una luz tan deslumbrante, que volatilizó la devoción mariana del personal, provocando la desbandada.
Pero Ildefonso aguantó a pie firme y acercándose al altar se encontró a la virgen, que sentada en la silla episcopal le dijo: «Tu eres mi capellán y fiel notario. Recibe esta casulla la cual mi Hijo te envía de su tesorería». Tanto la aparición, como el ornamento litúrgico fueron autenticados por un concilio de Toledo, que ordenó un día de fiesta especial para perpetuar su memoria.
Dejando para otro momento la turbadora revelación de que existe una tesorería territorial en la otra vida —y que eso hace inevitable que también haya un ministerio de hacienda, porque una cosa siempre lleva a la otra—, hay que admitir que a San Ildefonso, con la aparición de la virgen, le tocó el premio gordo de la lotería.
Algo más tarde, en 1904, a la edad de veinticinco años, doña Manuela de Pablo puso un despacho de lotería en la calle San Bernardo de Madrid, que por su proximidad con el paraninfo de la Universidad Complutense, era frecuentado por los estudiantes, que buscaban una manera rápida y cómoda de hacerse con un futuro prometedor.
Dicen los cronistas, que los inicios del negocio fueron muy duros y la suerte, siempre caprichosa, anduvo jugando al escondite con doña Manuela, hasta que a la señora se le ocurrió encomendarse a la virgen del Pilar, bajo cuyo manto hizo pasar unos cuantos décimos de los que vendía en su administración y a partir de ahí la cosa cambió como de la noche al día y «Doña Manolita», con sus setenta y seis «Gordos de Navidad» en la mochila, se convirtió en el santuario de cabecera, tanto de la ludopatía militante carpetovetónica, como de los probadores ocasionales de fortuna, que se dejan llevar por el «no vaya a ser que toque». No sería en absoluto imprudente afirmar que a doña Manuela también se le apareció la virgen.
Sin estar demostrado, puede que sean los niños del colegio de San Ildefonso quienes cantan los números en los sorteos —desde el que se celebró el primero el 9 de marzo de 1771—, porque el primer favorecido por la aparición mariana fuera el obispo toledano.
Lo cierto es que el colegio fue creado por Carlos I en 1543, con el fin de procurar acogida, educación y trabajo a los niños madrileños huérfanos, quienes para colaborar a la manutención del centro iban cantando por las calles y plazas de Madrid pidiendo limosna.
Tal vez porque tenían experiencia en eso de dar el cante, alguien debió pensar en ellos para hacerlo en el sorteo de la lotería; vaya usted a saber.
A mí no me ha tocado nunca —la lotería, digo—; como mucho alguna terminación, la postura, que se dice, pero un premio de verdad, de los buenos, nada, ni acercarme.
Realmente invierto muy poco dinero en ese negocio, un par de décimos por navidad, que es cuando juega todo el mundo y pare usted de contar. Yo pensaba que por esa tacañería mis posibilidades de ganar eran escasas, pero resulta que existe una relación entre el premio obtenido y la posibilidad de acertar, denominada por los expertos en estadística «esperanza matemática», según la cual en todos los juegos de azar esa esperanza siempre es negativa para el jugador, o sea, que te pongas como te pongas e inviertas lo que inviertas, nunca ganas.
Por ejemplo, en la lotería de navidad, la posibilidad de que te toque es de 1 a 100.000, pero en la llamada lotería Primitiva es de 1 a 14.000.000, o sea, una auténtica barbaridad, y no hay duda de que se le tiene que aparecer a uno la virgen y aún toda la corte celestial para ganar el premio.
Pero aún sabiéndolo, estamos dispuestos a perder una cantidad pequeña de dinero a cambio de la efímera esperanza de hacernos ricos de la noche a la mañana. Como dijo alguien: «las loterías son un impuesto del gobierno al desconocimiento de las matemáticas».
Y el máximo exponente de esa irracionalidad manifiesta es el paroxismo derrochador y lotero, que nos entra a todos en las fiestas navideñas, celebración pagana donde las haya, una orgía latreútica —no olvidemos que se conmemora el nacimiento del hijo de dios—, en la que beben y beben los peces en el río, se le exige a una hiperactiva Marimorena que ande, ande y ande, mientras hacia Belén va una burra cargada de «chocolate». No es de extrañar que nos comportemos como rastafaris hasta el culo de mandanga.
En fin, que todos los años, aunque ello signifique declararme matemáticamente incapaz, pienso volver a comprar mi décimo, porque oye, adivina tú, no vaya a ser que toque.
Salud para contarlo.