—¡Cari, cuando vengas acércame una cervecita de la nevera, porfi!
Ella meneó la cabeza en un claro gesto de desaprobación, estaba hasta el periflús del coño de ser la traidora de la casa: «cari tráeme esto, cari tráeme aquello, cari…» y el tío con su culo gordo erosionando la polipiel del sofá —un cráter, tenía ya formado en su parte—, lo que unido a los gases sulfurosos que se tiraba, el muy guarro, ríete tú de la erupción del Karakatoa.
—Ya podías levantarte a buscarla —le espetó alcanzándole la birra de mala gana—, y así hacías algo de ejercicio, que estás echando unas lorzas que son un remedio contra la lujuria, corazón.
Él, tras amasarse los michelines con orgullo, se pimpló de un trago media lata, eructando luego, como si le fuera a salir un alien por vía esofágica, y pegó dos palmadas en el sofá, para animar a su señora a que lo acompañase frente al televisor.
—Anda, siéntate y deja de rezongar, que siempre has de estar quejándote por todo. Antes no eras así, reina; ¡cómo engañáis las mujeres, por dios!
—Para todo tengo, ¡rey de la casa! —ironizó ella, pellizcándole los mofletes con efusiva saña—, que no das un palo al agua, maula; ¡hay que joderse, con el príncipe azul!
Él, no pudo reprimir la carcajada, se enredó en un sobreactuado pataleo, y con los ojos vidriados a causa de la risa, terminó la performance con un estridente aullido de triunfo.
—¡Príncipe azul, dice! ¿No había otro referente más golfo? ¿No lees las revistas, no ves la tele? Menuda pieza, el principito de los cojones; con las tres Marías, estaba liado, ¡menudo picha brava!: Cenicienta, Blancanieves y la Bella Durmiente, el muy puñetero.
Ella se encogió de hombros, como para quitarle importancia al comentario de su marido.
—Tonterías, cosas de los cuentistas y las editoriales, que por ahorrarse un par de sueldos le habrán obligado a hacer triplete, al pobre; ¡que son muy ratas, Lupercio, muy ratas!
Él juntó las manos en actitud reflexiva, con los ojos perdidos en las alturas, como pidiendo a los dioses un extra de paciencia.
—Hay, María de la Encarnación, qué ingenua puedes llegar a ser. En el fondo eso es lo que me pone de ti, que eres más inocente que una bolsa de gominolas, mi vida.
—Pues mira, suerte que tienes, porque tú a mí no me pones ya en absoluto, fondón, y no me llames así, sabes que no me gusta; como mucho Encarna —se rebotó la mujer visiblemente cabreada.
—¡Paz, paz! —alzó Lupercio los brazos en señal de rendición—, no te enfades, luz de mis ojos, pero se dice por ahí, en los mentideros, que el tal príncipe azul, para encamarse con Bella, no tuvo escrúpulo alguno en travestirse de monstruo; que ni Bestia, ni maldición, ni la madre que lo parió, todo fue un montaje del garañón ese, ayudado, claro está, por la magia negra de la madrastra de Blancanieves, que es una bruja muy guarrilla y le encantan estas intrigas de cornamentas reales.
—¡Venga, no me jodas! ¿¡Quieres decir!? No me lo creo.
Lupercio recibió el comentario de su mujer con un encogimiento de hombros despectivo, se echó la lata de cerveza a los morros y le pegó otro tiento.
—Tú misma, pero a mí no me extrañaría nada, que son todos una pandilla de salidos, uno y otras, que conste. A ver, corazón, ¿piensas tú que el príncipe de los cojones recorrió medio reino con el zapato de Cenicienta en la mano, solo porque le gustaban sus delicados pies de gehisa? ¡Y un huevo!, te lo digo yo. En el baile pasó algo, seguro, el tontolculo se quedó a medias, cachondo, y quiso rematar la faena a toda costa.
»Y luego está la otra, Blancanieves, encerrada en la cabaña con los siete enanitos, más salidos y calientes, ellos, que el pico de una plancha. De jóvenes íbamos en la misma pandilla y me los conozco bien, sobre todo a Mudito; ese a la chita callando… Un pedazo de manzana envenenada, dicen, que se le atravesó en la garganta a la tal Blanquita, y yo me lo creo, A saber las guarrerías que se tragó la niña en aquella casa.
Ahora fue la mujer quien no pudo aguantar la risa, con ataque de hilaridad tan agresivo, que hubo de sujetarse el pis apretándose el bajo vientre con las manos.
—¡Ay, como sois los tíos de calentorros!, no podéis quitároslo de la cabeza, ¡qué obsesión, por dios! Vaya manera de liar el cuento. ¡Anda, anda, baldragas! Eso tenía que haber hecho yo, irme a vivir con los enanos: Gruñón bien me tiraba los tejos, que lo sepas.
Por toda respuesta, Lupercio se ventiló el resto de cerveza que le quedaba y tras hacer un gesto, dando a entender que se la traía al fresco, eructó de nuevo con todas sus fuerzas.
»¡Pero qué poco fino eres, seboso! —protestó Encarnita—. ¡Hala, y encima el Vesubio otra vez en erupción! ¡Vaya peste, cerdo! ¡Anda, largo de aquí, vete al bosque a joder la capa de ozono, so guarro! Y límpiate bien las patas en el felpudo cuando vuelvas, que me lo llenas todo de barro, camastrón. ¡¿Pero qué vería yo en este animal, por favor?!
El señor Feroz se levantó del sofá de mala gana y canturreando por lo bajini, «¡mami, qué será lo que tiene el negro!; ¡mami, qué será lo que tiene el negro!», alcanzó la calle.
»Mira, cómo me ha dejado de pelos el sofá. ¡Qué razón tenía mi madre! ¡Maldita sea mi estampa! ¿Quién me mandaría a mí atajar por el bosque para ir a casa de la abuela? ¡Jesús qué cruz! ¡Qué harta estoy de todo! ¡Cuándo te me llevarás, señor!
Y colorín, colorado, porque hasta en el mundo de los cuentos, una cosa es lo que es y otra, mis queridos niños, lo que parece.