—¡Churri, anda, tráeme una cervecita, please!
Vocifera Alberto en dirección a la cocina, donde se escucha trastear a Nines. Ella coge una lata de Mahou del frigorífico, camina hasta el salón, se la alcanza a su marido y, tras pensarlo unos segundos, toma asiento en el sofá junto a él.
—¿Cómo van? —pregunta, por decir algo.
—Acaba de empezar, cariño —responde Alberto, a la vez que, sin apartar los ojos de la pantalla, palmea la rodilla de su mujer.
—Podríamos salir a dar una vuelta, hace muy buena tarde y apetece pasear un rato, no sé, charlar, sentarnos en una terraza, tomar algo… —propone ella sin demasiada convicción.
—¡¿No me jodas, y tiene que ser hoy?! —protesta Alberto.
Se hace un silencio a dos voces —como diría el poeta—, solo enturbiado por la salmodia lejana del comentarista deportivo, que con el beneplácito de la cadena de televisión y absoluta impunidad, pisotea el diccionario, viola la gramática y se cisca en la RAE y todo lo que representa.
«Cómo ha cambiado este hombre —piensa Nines—, antes era más divertido, le gustaba que hiciéramos cosas juntos, me ayudaba en la casa. Pero ahora, míralo, no hay quien lo saque del sofá, si hasta le ha hecho la horma del culo en su parte. ¡Por Dios!».
—Alberto, cariño, cuéntame algo, que no hablas nada, ¡deja el puto partido, coño, que soy tu mujer! —se rebrinca enfadada.
—A ver, cómo te lo digo para que me entiendas: es el clásico, Nines, el clásico, no me toques los… —se muerde la lengua en el último instante, porque intuye que ha metido la pata.
Nines calla y ese silencio hace que en el pecho de Alberto crezca una sensación de incertidumbre, que le corre tripas abajo hasta las gónadas anticipando marejada.
»Cariño, lo siento, perdona, pero es que… —baja el volumen del televisor y busca con las suyas las manos de su mujer intentando redimirse.
—¡Shhhhh! Calla, mi vida, que te conozco y si dices algo será para cagarla —sella los labios de él con un dedo—. Pero mira, ya que te veo predispuesto, déjame que te cuente un cuento. ¿Sabes qué es un gambito de dama?
Alberto niega: «¡Ay, Dios, por dónde me va a salir esta!», piensa con un acojone que pone jirones de niebla en su mirada.
»Me lo contó mi yaya Luisa, que era una ajedrecista como la copa de un pino. No te voy a aburrir con detalles, pero el caso es que las negras aceptaron el gambito y, tras numerosas escaramuzas y cambios de piezas, las dos damas se encontraron frente a frente. La blanca se llamaba Merche, la negra Lina y esto es lo que ocurrió:
—Estoy hasta el chichi, Lina, querida, de andar como una loca, de aquí para allá, tapando agujeros y partiéndome la cara con todos, mientras ese —señaló al rey blanco—, se queda en la retaguardia rascándose los huevos. No sé tú, pero yo estoy por hacer una barbaridad.
—Qué me vas a contar, Merche, si son todos iguales. Míralos, cada cual en una esquina, rodeados de guardaespaldas y, ¡hala, aquí me las den!, viendo los toros desde la barrera. ¿Por qué no le haría caso a mi madre? Donde me ves, yo iba para reina de picas y se me daban bien los estudios; apuntaba a ser de las primeras en mi promoción. Pero se cruzó en mi camino el mastuerzo ese, me dijo cuatro lindezas, puso ojitos tiernos y… Ahora, te digo una cosa, antes no era así, ¡qué va! Lo que ha perdido este hombre.
—Hija, has contado la historia de mi vida —respondió la blanca—. De novios, el mío era un sol: atento, siempre pendiente de mí, cariñoso, y en la cama, ¡por Dios, un volcán! Pero lo que es ahora, no lo sacas de casa ni a punta de pistola; todo el día dándole a la «play», como un adolescente, y de sexo nada, una vez por semana y las hay que tocan barbecho. Aunque no vayas a pensar, mejor así, porque, chica, lo que es a mí ya no me provoca nada de nada. Menos mal que es de gatillo rápido y cuando se pone cachondo acaba enseguida: Él empuja, yo jadeo, él empuja, yo jadeo, él empuja, yo jadeo, y así hasta que pasan cuatro minutos y medio, que me conozco la rutina y controlo; sube un poco el ritmo, yo gimo con fuerza, él brama como un toro y… ¡puf!, se acabó. Cinco minutos. De reloj. «¿Cómo se te ha quedado el cuerpo, reina?». Siempre la misma pregunta idiota: Pues como antes de empezar, imbécil, la madre que te parió. Encima va diciendo por ahí que soy multiorgásmica. ¿Te lo puedes creer? Como si hubiera alguna.
—¡Qué me vas a contar! Cuando mi rey quiere que me abra de piernas pasa lo mismo, solo que yo, mientras entra y sale, voy cantando, mentalmente, Mediterráneo, de Serrat, y al llegar a: «… empujad al mar mi barca, con un levante otoñal…», sé que debo empezar a pegar gritos como una loca, porque con el último, «… nací en el Mediterráneo…», ¡hala, ahí va el Ebro! Es que el mío es de Cabañas, provincia de Zaragoza. Tres minutos, con veinte segundos, no dura más.
Las dos damas se miran con pena, mudas, haciendo balance. Es Merche la que rompe el silencio.
—Al menos tú tienes el consuelo de que el tuyo es negro y eso siempre supone un plus.
Lina esboza una sonrisa amarga, se ajusta el corpiño y suspira.
—Eso es una leyenda blanca, corazón, la mayoría son rabicortos. Si tienes suerte, pillas uno estándar, en la media. A los cuatro pollones que salen se los rifan para hacer películas.
—¡Qué vida más perra! ¿Sabes qué te digo? —se aventuró Merche—, pues que estamos desperdiciando la juventud. Mírate, estás divina, con esas curvas perfectas. No sé si te has dado cuenta, pero mi alfil no te quita ojo.
Lina mira con disimulo y comprueba que es cierto lo que dice la dama blanca; el alfil la tiene etiquetada y, oye, la carne es débil, a la dama negra se le alegra la tarde.
—¿Quieres decir? ¡Jesús, qué calores! —se da aire con las manos como si fueran abanicos.
—Cariño, estás para comerte. Vamos, que a mí tampoco me importaría —se sincera Merche—. Además, en la Edad Media los llamaban obispos y eso aumenta el morbo, ¿no crees?
—¡Coño, y tanto! Nunca me le he montado con un cura. ¿Tú crees…? Una vez me comió un caballo y me da vergüenza admitirlo, pero fue la hostia. Por otra parte, Merche, amor. Tú también estás como un queso. ¡No sé, qué angustia!
—Joder, Lina, un caballo de ajedrez. Catalina de Rusia se lo hizo con uno de verdad y la historia sigue conociéndola como Catalina «La Grande». Espabila, cielo, que son tres días. Mira, te propongo una cosa: yo te gusto, tú me gustas, el alfil se muere por echarte un polvo. Me lo comes todo, las dos vamos a disfrutar como perras, el obispo te lo come a ti; cerramos el círculo y, como dicen los anglosajones, hacemos un «threesome», un trío, vamos, con todas las de la ley, por su sitio, y nuestros respectivos que se compren un piano, si es que quieren seguir tocando algo. ¿Hace?
Y sin mediar más palabras, las dos damas se enzarzaron en una lujuriosa lucha de lenguas, mientras miraban de reojo al obispo esperando su reacción.
Llegados a este punto del cuento, Nines, levantándose del sofá, le puso las tetas en la cara a su marido y, mirándole fijamente a los ojos, mientras las sopesaba con ambas manos, preguntó:
—Alberto, mi amor, ¿cuál crees tú que fue el siguiente movimiento del obispo?
Y el chico, que podía ser comodón, pero andaba ligero de reflejos y no aspiraba a cabestro, se apresuró a contestar:
—No me gusta el cuento, Nines, y en mi puta vida voy a jugar una partida de ajedrez, pero píntate el ojo y tira para la calle, que hoy cenamos fuera.
Y colorín colorado…