«El viejo y testarudo Liberto. Cinco años de disputas y estrategias encontradas me costó salvar su alma ennegrecida por el pecado, pero al fin lo conseguí. En su lecho de muerte, ganado por la fe, vencido por la cercanía del fin, me ha hecho llamar, ¡quiere el viático! Y Dios, en su infinita misericordia, a través de su siervo en esta tierra, que soy yo, cumplirá con gozo su deseo, para así lograr el eterno descanso de su alma en la paz del Señor».
Eso iba rumiando en su mente el párroco de San Dimas, de camino al domicilio de uno de sus más controvertidos feligreses, Liberto Celma; cristiano por compromiso, picaflor y donjuán en su juventud, ácrata insumiso en su madurez y siempre, siempre ateo impenitente. Redimir a ese descreído, negador obstinado de la existencia de Dios y siervo del mismísimo Satanás, se convirtió para el cura en una meta, el objetivo principal de su ministerio al servicio del Altísimo y los cielos eran testigos de que no fue fácil.
Años de dura prueba tuvo que sufrir en esa ardua batalla. Disputas a cara de perro, duros debates filosóficos en los que la teología nunca quedó al margen y en ocasiones maltrecha. Debía reconocer que el viejo testarudo era un ávido lector; de herejías paganas, sin duda, pero hábil en el cuerpo a cuerpo dialéctico y en la defensa de sus ideas se manejaba con extremada soltura. No pocas veces, al final de alguna de aquellas competencias, el buen cura había tenido que aferrarse a la fe con todas sus fuerzas para no ceder a la tentación de la duda.
Pero fue la propia curiosidad de Liberto la que obró el milagro, junto, claro está, a la astucia del párroco, que inspirado por la gracia divina, probó a montar el aula de informática para jubilados, en un anejo a la sacristía. Y allí apareció Liberto; desde el primer día, movido por su ánimo de fisgonearlo todo y echando pestes de lo humano y, por supuesto, más aún de lo divino. Poco le importaron al cura los denuestos del hereje, porque había conseguido su principal objetivo: hacerlo entrar en la casa de Dios; lo demás, su conversión, el rescate de su alma pecadora, caería como fruta madura por su propio peso. Y fue pasando el tiempo y con él, las escaramuzas entre los dos hombres, que aun manteniendo las iniciales discrepancias, cada vez eran más místicas y espirituales. Pero el cura jugaba en terreno propio, se sentía a gusto y seguro de que, tarde o temprano, terminaría ganando el partido.
La edad quiso pasarle factura a Liberto, pues comenzó a faltar a la cita tecnológica; lo que preocupó tanto al sacerdote —temeroso de que con el abandono de los debates se perdieran los avances espirituales que había conseguido con Liberto—, que se las ingenió para, quitando un pellizco del cepillo parroquial, otro poco de la partida de limosnas y algo que logró sisarle al arzobispado, hacerse con un portátil de segunda mano, que regaló a su oponente para poder seguir manteniendo sus batallas filosóficas por Skype. Y así fue como la tecnología se puso al servicio de la fe, para mayor gloria de la divinidad.
Siguieron, pues, enzarzados en su guerra particular durante un tiempo, pero como el hombre propone y el diablo descompone, la salud de Liberto se fue deteriorando a ojos vistas y las conexiones, espaciándose cada vez más hasta el día en que se suceden los hechos narrados, cuando el padre Alsacio recibió la llamada de Aurora, la hermana de Liberto, reclamando la presencia del párroco de San Dimas con el viático.
Y hacia allí se dirigía el santo varón, compungido por fuera, pero henchido de satisfacción por dentro, al comprobar que su estratagema tecnológica había servido para los fines previstos y que hoy, cercano ya el final, el irreductible ateo había entendido la grandeza del Creador, doblegando su alma pecadora a los designios de la fe, para salvarla del fuego eterno.
Con mano temblorosa por la emoción llamó a la puerta. Aurora, extrañada al verlo vestido con los ornamentos sagrados, le hizo pasar a un saloncito, sobrio, pero limpio y ordenado.
—¿Cómo se presenta aquí vestido con el traje de luces, Alsacio? —por lo visto la desafección por el clero era cosa de familia—, como lo vea Liberto lo tira por la ventana al corral, con los cochinos. ¡Cómo se le ocurre, hombre!
—Aurora un respeto, que soy un hombre de Dios —respondió el cura tan sorprendido como confuso—, al fin y al cabo tú misma me has llamado porque Liberto quería que se le administrara el santo viático.
—¡Qué viático ni qué niño muerto! Cómo son ustedes los curas de liantes —respondió la mujer con una risotada —, lo que ocurre es que a mi hermano se le ha jodido el portátil y me dijo: “Aurora, este chisme no funciona, anda, llama al cura ese de San Dimas y que me mande un informático”.
»A ver si le ponemos pilas al audífono, coño —sentenció, la mujer, mientras acompañaba, de nuevo, al compungido cura hasta la puerta de salida.
Y es que la fe puede que mueva montañas, pero la razón las mantiene en su sitio, y no hay dios, ni diablo, que valgan.