—De manera —dijo Adán mientras colocaba la ficha de dominó sobre la mesa—, que solo se te ocurrió un anagrama, una broma insulsa, una distracción infantil para espantar el aburrimiento. Mi nombre es un estúpido juego para recordarme que soy una insignificancia cósmica, una puñetera mierda interplanetaria, un zurullo existencial; NADA, en definitiva.
—¿Todavía estamos con eso? —respondió Dios, colocando el tres doble sobre el mármol—. Quería que fueras ejemplo de modestia y humildad, lo mejor de mi obra, el rey de la creación. De sobra sabes que esos son valores que aprecio, muy importantes y queridos para mí, tanto como lo fuiste tú, mi ópera magna.
—¡Venga, no me jodas! —el tres cinco dibujó un nuevo ángulo recto en el laberinto de brazos, que iban formando las piezas de marfil— ¡Y eso lo dice el que montó una pelotera del copón por una jodida manzana! La gran pataleta celestial porque no querías que fuéramos igual de listos, tan sabios e independientes como tú. ¿No te parece un comportamiento excesivo, carente de humildad y sí con mucha soberbia?
—Tal vez. Sin embargo, tenía mis razones. En mi descargo he de objetar, que no confiaba en cómo podríais utilizar los humanos toda esa sabiduría. Y no me equivocaba, debes reconocerlo. Tan solo mira a tu alrededor. la que venís liando es de récord Guinness.
—De acuerdo, la sabiduría nos ha hecho soberbios, perversos e insolidarios; pero parte de culpa la tienes tú —objetó Adán—. Habrías podido redirigir las cosas, introducir mejoras en el diseño, establecer limitaciones de serie en tu gran obra de ingeniería. Pero en lugar de eso, te sacaste de la manga lo del libre albedrío y, abracadábra, te quitaste el muerto de encima. Manitas lavadas y a quien Dios se la dé…
—Vale, muy bien, puede que tengas razón, pero no me comas el tarro, que todo eso es agua pasada y, además, mira lo que te digo: ¡gané! —la última ficha se estrelló contra la mesa de juego.
—¿Ganaste? ¿Estás seguro de eso? —el hombre volvió a mezclar las piezas preparándolas para una nueva partida— No diría yo tanto.
—Escucha, Dios. La soberbia de los hombres poderosos te ha domesticado recluyéndote en un santuario. Ya no eres tú quien impone las normas, el reglamento viene dado por la connivencia entre tus curias, las multinacionales y los duelos de la Tierra. Te han jubilado, compañero, con una buena pensión, es cierto. En tus templos se acumulan las riquezas, tus sacerdotes se pasean por el mundo en coches de alta gama y tienes una silla virtual en todos los grandes consejos de administración, pero, ironías del libre albedrío, no pintas nada en ninguno de ellos y se utiliza tu nombre en vano, para justificar las atrocidades y abusos más espantosos. Tu experimento libertario se ha convertido en patente de corso para una élite, que esclaviza al resto de la humanidad, arrebatándole, en beneficio propio, hasta el más inocente de los derechos. Tú, el que todo lo puede, nos has jodido. Al menos deberías tener la humildad de reconocerlo.
—Soberbia, humildad… dos caras de la misma moneda —respondió Él—, como Dios y el Diablo, elementos complementarios, no somos nada el uno sin el otro. La falsa humildad no es más que una soberbia desmesurada llevada al límite, que acaba conduciendo a la locura. »No le des más vueltas, hombre, al anagrama. Eres Adán; el todo y la nada, porque en esa dualidad reside tu naturaleza divina y tu soberbia se sustenta en la humildad que te mantiene cuerdo. Ama, odia, lucha, vence, perdona y muere en paz, porque por encima de toda soberbia, en la más dolorosa de las humillaciones y sin que sea capaz de controlarlo, el hombre no puede dejar de sentir, en lo más profundo de su alma, que como ya dijo el poeta: “La mariposa recordará por siempre que fue gusano”, y eso, además de poner las cosas en su sitio, no hay dios que lo pueda evitar. Y abro yo, que llevo el seis doble.