En el primer cuarto del siglo pasado, no hubo en Estados Unidos un artista con más talento que Richard Upton Pickman, capaz de captar ese elemento esencial de la composición, que trasciende la propia vida y consigue despertar emociones en el espectador. Fuseli logra introducirnos en su mundo de pesadillas controladas por súcubos terribles; Simer es capaz de perturbar nuestros sueños con los universos alucinantes que recreó en sus lienzos; lo mismo ocurre con la obra de Gustavo Doré, su «Paraíso perdido» consigue que acompañemos a Lucifer en la caída a las profundidades del infierno, aunque sea por un instante. Pickman conocía la anatomía de lo dantesco y el origen del miedo: dominaba la técnica de líneas y proporciones que despiertan terrores atávicos y sabía dar a sus cuadros el sentido implícito de lo siniestro. Boston se rindió a la magia de sus pinceles y alrededor de su obra nació un fervor casi pagano de fieles, que fue el germen de lo que más tarde se denominaría el movimiento creepy.
Conocí a Pickman en el Art Club, en los inicios de su carrera, recién llegado de Salem, de donde era originario; su padre sigue viviendo en esa ciudad y hay quien dice que entre sus ancestros figura un tal Horace Norman Pickman, que murió en la horca en 1692, acusado de brujería en el marco de los procesos que se llevaron a cabo por aquellas fecha e hicieron a esa población tristemente famosa.
Siempre destacó por la expresividad que conseguía dar a las caras de sus monstruos, unos seres con facciones perrunas, dientes afilados como sables y uñas largas, auténticas garras, escamosas y cortantes como lascas de pedernal, hechas para descarnar los cadáveres que les servían de alimento.
—Son gules —informaba divertido a quienes se interesaban por la naturaleza de aquellas horrendas criaturas—, profanadores de tumbas, necrófagos medio humanos que hacen sus madrigueras en criptas abandonadas, pestilentes osarios y horadando túneles en el subsuelo de los cementerios.
La gente solía responder mostrando disgusto, pavor o repugnancia, cuando no absoluto rechazo por su obra pictórica. Yo trataba de disuadirle de aquella forma tan terriblemente descriptiva de referirse a sus creaciones, pero él gozaba viendo el efecto aterrador que provocaban sus palabras; era un perturbador nato.
—Sólo una mente corrompida y afiebrada como la tuya es capaz de imaginar engendros de esa clase —le solía oponer cuando discutíamos sobre ello. Pero él mantenía que nada de lo que reflejaban sus lienzos era producto de la imaginación y que siempre trabajaba con modelos reales.
Sea como fuere, su carácter fue cambiando con el paso del tiempo, se hizo más huraño, apenas salía de la casona gris y destartalada en que vivía, ubicada sobre una inhóspita colina, a cuyo pie discurría el Miskkatonic, a las afueras de Arkham, cerca de la carretera que une esa población con Newburyport. Dejó de exhibir su obra, a veces con gran alivio para las salas de exposiciones, pero no de pintar.
Lo visité por última vez en su lóbrego refugio, hallándolo acabado físicamente, demacrado, pálido; los ojos, febriles, hundidos en unas cuencas cadavéricas, refeljaban un horror desconocido, ancestral, cósmico, que parecía estar consumiéndolo. Me mostró la última creación salida de sus pinceles: «Demonio necrófago alimentándose». No pude resistir la visión terrible de aquel demonio de profunda mirada retadora, desgarrando con sus fauces la carroña putrefacta del cadáver que atenazaba entre sus quebradizas uñas de aspecto mineral. Le rogué que cubriera el lienzo, pero aún es el día de hoy que sigue agitando mis noches aquella escena de pesadilla. Salí de su casa con la sensación de haber traspasado un umbral satánico, del que mi mente jamás podría escapar. Nunca más volví a ver a Richard. Aquella noche desapareció del mundo de los vivos sin dejar rastro. La policía abrió una investigación que duró meses, pero no obtuvo resultado alguno, no apareció el cuerpo, ni había en la casa signos de alguna violencia, que pudieran dirigir las pesquisas de los agentes hacia la posibilidad de un crimen; sencillamente, Richard Upton Pickman se esfumó.
No había vuelto a pisar el asfalto de Arkham en casi dos décadas, hasta que recibí el encargo de Norman J. Sanders, patriarca de la familia más prestigiosa y acaudalada de la ciudad, de rehabilitar el mausoleo familiar, una de las joyas arquitectónicas del cementerio local, cuya obra escultórica gozaba de merecida notoriedad en el estado de Massachusetts.
Nunca olvidaré la tarde del 28 de marzo de 1939. La vieja cancela de hierro que daba acceso al panteón lloró cuando forcé sus goznes, como un funesto presagio de lo que luego iba a acontecer. Me recibió un pequeño salón circular de techo abovedado, en cuyas paredes de mármol se abrían media docena de hornacinas, que daban cobijo a otras tantas estatuas de bellísima factura, representando ángeles guardianes protectores de las almas que allí descansaban. Un arco flanqueado en sus laterales por sendas columnas de alabastro conducía al inicio de una escalera estrecha, que se adentraba en la oscura profundidad que sin duda conducía a la cripta. Ayudado por el foco de mi potente linterna, inicié un descenso que no fue fácil por culpa de la sustancia viscosa, fétida y resbaladiza, que como un sudor gélido impregnaba las paredes y la superficie de los escalones, haciéndolos terriblemente resbaladizos.
Calculo que la cueva estaría como unos diez o doce metros bajo tierra, horada en la pura roca, hacía un frío terrible y un hedor insoportable llenaba la estancia. Tres hileras de nichos, cada uno de ellos cerrado con una lápida identificativa, daban último cobijo a los muertos de la familia Sanders. Allí no había adornos de ninguna clase, tallas conmemorativas o algún tipo de monumento funerario que requiriese rehabilitación, por lo que me apresté a volver al salón superior, que era donde el magnate requería los servicios de mi arte. Ya me disponía a iniciar la ascensión, cuando un leve rumor llamó mi atención. Dirigí el foco de luz al punto donde se originaba el sonido y lo que vi me produjo tal impresión, que a punto estuve de sufrir un desvanecimiento. Un grupo de seis bestias con aspecto humanoide se disputaban los despojos de un cadáver. Era un cuerpo pequeño, con toda seguridad de un niño, y aquellos seres monstruosos hundían sus garras en el frágil cuerpecillo, arrancando jirones de carne putrefacta, que devoraban con ansiedad animal, en la que bullían colonias de blanquecinos gusanos de aspecto gomoso.
Sorprendidos por mi presencia, cesaron en el siniestro banquete y deslumbrados por el haz de luz de mi linterna, parecieron dudar unos segundos; luego, el que aparentaba liderar aquella espantosa jauría, se apoderó de los restos humanos y huyó hacia la oscuridad, seguido de cerca por el resto de la manada. Todos menos uno.
Las facciones angulosas de aquel ser repugnante tenían una superficial apariencia humana, sus ojos, enrojecidos y sórdidos, me observaban fijamente y aquella mirada, aunque parezca una locura, tenía en mí un efecto extraño, como un déjà vu siniestro que retornaba a mí desde algún oscuro sedimento de mi memoria. El engendro dio unos pasos en mi dirección, hasta quedar a una distancia tan próxima, que tuve una consciencia lacerante de su ominosa realidad; en ese instante lo reconocí. Era el despojo horripilante, la abominable representación demoníaca, los restos casi humanos sobrevivientes, de quien un día fuera el máximo exponente cultural de la sociedad bostoniana, el más grande artista nacido en la turbadora ciudad de Salem, el genio demente, que sucumbió en el vórtice delirante que le proporcionaba inspiración; el que cruzó la barrera de lo humano para integrarse en el mundo execrable de los gules: mi amigo Richard Upton Pickman.
Nunca supe cómo logré salir de aquella cripta, los guardas del cementerio me encontraron, durante su ronda nocturna, fuera del mausoleo, desvanecido y con síntomas de hipotermia. Pasé varias semanas internado en la unidad de siquiatría del Hospital General de Massachusetts. Me cuentan que en mi delirio no dejaba de prevenir a todo el mundo sobre la presencia de un demonio necrófago, que me acechaba desde el fondo de la habitación. Allí sigue, anidando en mis pesadillas hasta que me libere de esta tortura el dulce consuelo de la muerte.
NOTA.: Los personajes y escenarios descritos en este cuento pertenecen al imaginario del gran maestro de la literatura de terror, H. P. Lovecraft. Mi intención ha sido expresar de este modo, humilde, mi agradecimiento a quien llenó tantas y tantas horas de mis primeras lecturas juveniles. (Howard Phillips Lovecraft, Providence, 20 de agosto de 1890, 15 de marzo de 1937)