—¡Esto es insufrible, no puedo más, me muero!
Su cara lo decía todo, la crispación del dolor desfiguraba el gesto, los nudillos de las manos, tensos por el esfuerzo de apretar las barras de la camilla, competían en blancura con las asépticas baldosas del quirófano.
—Venga, cálmese un poco, los nervios no ayudan y ya falta poco, casi está hecho.
—¡Ay, ay, aaayyyy! No lo aguanto más. Dame la mano, cariño. La epidural, doctor, póngame la epidural, se lo ruego.
El médico meneó la cabeza negando:
La epidural también tiene su peligro, al fin y al cabo, no deja de ser anestesia. Además, en casos como este, el protocolo la desaconseja. ¡Venga, un último esfuerzo, si ya la estoy tocando!
—Amor mío, es la última vez, yo no vuelvo a pasar por esto, te lo aviso.
—No pienses en eso ahora, cariño, aguanta un poco más. Ya casi está y podrás descansar. Verás como luego nos reímos juntos recordando este momento.
—Venga, el empujón final —anuncia el médico—. Vamos allá: uno, dos, tres… ¡Ahora!
—¡Ah, ah, ah…, iiiih, iiiih…!
Un llanto liberador sustituyó al desgarrado grito de dolor. La tensión en los rostros cedió espacio a la sonrisa y todos respiraron aliviados.
—¡Anda Mariano, mira que eres quejica, coño! —se guaseó Josefina, soltando la mano de su marido—. Menuda la que has liado por un puñetero tacto rectal. Hay que ver cómo sois los hombres. Si tuvierais que parir, se acababa el mundo. Y súbete ya los pantalones, ¡hombre!, que menuda facha haces. ¡Señor dame paciencia!