Se reúnen lunes, miércoles y viernes, de cinco a siete de la tarde, en la iglesia de Santa Fístula. Empezaron como un grupo de oración formado por Rosa, Amparo, Milagros y Cástula, pero trascendió el sentido de sus plegarias, funcionó el boca a boca y un poquito con cuenta gotas, pero fue creciendo la hermandad. Todas tienen una razón muy poderosa para seguir viviendo: aguantar lo que haga falta hasta quedarse viudas. En la parroquia se las conoce como las «¡¿Cuándo te lo llevarás, Señor?!», y van muy en serio.
Don Hilario, el párroco, por minimizar riesgos: «quién te dice a ti que no pillan un santo con mal día y la montan», decidió trasladar sus reuniones a una especie de trastero, en el que se guardan las tallas dadas de baja por ILT (Incapacidad Laboral Transitoria): un san Roque de mirada melancólica, al que le falta el perro; una santa Águeda con la bandeja vacía en las manos, que mira a las conspiradoras con gesto agrio, tal que si pensase; «¡Qué pasa, como si a vosotras no se os hubieran caído también las tetas, coño!», y un san Pedro sin llaves porque le han desmochado la mano derecha. Todos con problemas de salud gordos. «Bastante tienen ellos con lo suyo, como para hacer oídos a estas», se ve que pensó el cura.
En la sesión de hoy falta Rosa, que está en el hospital, porque han ingresado de urgencia a su Benito; noticia recibida por las demás con grandes muestras de alborozo. Completan la asamblea Milagros, Amparo, Cástula, Romualda, Eugenia, Nati, Mari Flor y Fermín, un señor bajito, con gafas y cara de conejo, que nunca dice esta boca es mía y, sin que nadie supiera los motivos, se acopló al colectivo después de la pandemia; pero como es calladito y no molesta, pues lo dejan estar.
—Parece que traes mala cara, Cástula. ¿Estás buena? ¡No me jodas que le han salido bien los análisis a Dalmacio! Hija, es que el tuyo es un castigo: no fuma, no bebe, va al gimnasio todos los días. ¡Jesús, qué cruz!
Se compadeció Milagros de su amiga, mientras se acercaba a la santa Águeda para hacerse con la botella de anís y servir una ronda de chupitos. A falta de otra cosa, utilizan la bandeja vacía de la santa como mesita auxiliar.
—Y que lo digas. Como un roble, está el cabrito —admitió Cástula—. Desde que se jubiló, mira, es algo superior a mí, no lo soporto. Ya no sé la de novenas que le tengo hechas a Santa Rita y nada, como el que oye llover. Será la patrona de los imposibles, pero lo que es conmigo se está luciendo. ¡¿Cuándo te lo llevarás, Señor?!
Se metió el chupito de anís de un trago, chascó la lengua y puso el vaso vacío al alcance de la botella, para que se lo rellenaran.
»Pero tienes razón. No estoy buena y es por mi José Mari —dijo a la vez que sacaba del bolso un consolador de respetables dimensiones—. Lleva unos meses como desganado, apático, sin alegría, y últimamente no me aguanta nada. Hace el amago, le entra, así, como un tembleque, y, oye, se acabó, no hay manera de que reaccione.
—Igualito, igualito que mi marido. A Sebastián le pasaba lo mismo; que yo recuerde, porque anda que no hace años —puso Romualda cara de hacer memoria.
Algunas se acercaron a echarle un vistazo a José Mari; hasta Fermín lo hizo— el señor bajito, con gafas y cara de conejo—, que con una evidente dilatación de las fosas nasales y arrugando el hociquillo, se puso a olisquear el artilugio.
—Este señor es muy raro, ¿no os parece? —murmuró Mari Flor poniendo cara de asco.
Todas asintieron en silencio y Fermín, percatado de la situación, volvió a su sitio con un trote corto, tomó asiento y se quedó muy quieto.
—Pues así, a simple vista, yo no le veo nada raro, a José Mari —le restó importancia Amparo—. ¿Cuánto hace que estáis juntos? No vaya a ser que se esté enfriando la pasión, que eso pasa; si lo sabremos todas.
Cástula miró al techo sacando cuentas, cerró el ojo izquierdo y tras unos segundos se rindió.
—Uf, no sabría decirte, mucho, desde antes de conocer a mi marido, figúrate. ¡Ay, no me agobies, Amparo! Mi razón de vivir es que se muera Dalmacio, igual que os pasa a vosotras con los vuestros, pero no hay manera, hija, y mi José Mari es la única alegría que me queda. Si me falla…
Amparo se vio asaeteada por las miradas reprobadoras del grupo.
—¡Hijas, yo era por decir algo, no me hagáis caso! Cástula, cariño, que será el estrés, ya se le pasará. ¿Lo has sacado a que le dé el aire? Bien hecho, no le vendrá mal. ¿Has probado a cambiarle las pilas?
—¿Te crees que soy mema? Claro que lleva pilas nuevas y de marca, que yo con este —acarició con mimo el mazacote de caucho—, no reparo en gastos. Lo llevo en el bolso porque luego me quiero acercar a los chinos, esos que tienen la tienda en la esquina; además de los bajos del pantalón, dicen que arreglan móviles y esas cosas, les diré que le echen un ojo, a ver si me lo apañan. ¡Quiera Dios! —volvió a guardarlo, a la vez que se enjugaba con el pañuelo una lagrimita furtiva.
Conmovidas, todas corrieron a abrazar a la amiga para transmitirle su solidaridad. Fermín, el señor bajito, con gafas y cara de conejo, hizo amago de unirse al grupo, pero se abstuvo prudentemente, ante las miradas asesinas que recibió.
—Oye, y con este que hacemos, parece la mascota del grupo —dijo Mari Flor, señalándolo con el mentón—, habrá que sacarlo a mear o algo.
—Toda la tarde ahí, como un pasmarote, dando por el saco, igual que los de casa —puso Nati cara de mala leche.
—Anda, que no es feo, el jodido —apostilló Romualda.
—Y, a fin de cuentas, es un tío —hizo notar Eugenia.
Se hizo un silencio denso, amenazador, todos los ojos se clavaron en el pobre Fermín, que parecía haber menguado de tamaño ostensiblemente. Milagros rellenó de anís las copitas de todas. Las chocaron entre ellas y se metieron el lingotazo de golpe.
—Venga, que nos distraemos con tonterías. Ya sabéis, este fin de semana toca rezar por la arritmia cardíaca —dio Amparo un toque de atención—, y hacerlo con fe, coño, que ya va siendo hora de llevarnos alguna alegría. Vamos cerrando, que se nos echa el tiempo encima y hay que preparar las cenas. Cojámonos de las manos. Con fuerza. Todas juntas:
¡¿Cuándo te los llevarás, Señor?!
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