Un corrillo de vecinos se arremolinaba en el rellano, haciendo volatines y estirando el pescuezo como suricatas curiosos, en un vano intento de fisgar lo que ocurría en el interior del piso de don Cosme, del que no paraban de entrar y salir guardias uniformados, tipos embutidos en monos de trabajo blancos y gente con rostro serio vestida de paisano.
—Yo esto, qué quiere usted que le diga, lo veía venir, Avelino —se sinceraba Encarna, la del tercero izquierda, con un señor bajito, calvo y con bigote, que no dejaba de dar saltos para salvar la muralla de cabezones que le impedía una mejor visión—, que este barrio se ha vuelto muy peligroso, no es lo que era ni por asomo; antes podía una dejar la puerta de casa abierta y no pasaba nada, pero ahora… Quite usted, dónde va a parar. Calló la mujer y espabiló el oído. Una especie de siseo fuerte, borbotante, de cafetera italiana en los últimos estornudos de torrefacto, que ascendía, asmático, por el hueco de la escalera, había llamado su atención.
Como una locomotora de vapor entrando en el andén, imponiéndose, tanto al murmullo sofocado de la asamblea vecinal, como a la zapatiesta que originaba el trasiego de personas en el piso de don Cosme, una sinfonía de bufidos, sibilancias y resuellos, precedió la llegada del sargento Inocencio Azagra al escenario del crimen. Cuatro pisos de escalera reglamentaria, de las de antes, con una alzada de escalón que hacía pensar en la necesidad de un sherpa, eran más de lo que los calcinados bronquios del policía eran capaces de soportar.
—¡Quintanilla, me cago en mis muertos, me limpias esto de cotillas, coño! —acertó a decir con el penúltimo aliento, buscando con la espalda una complicidad de la pared, para sujetar su corpulencia mientras recuperaba el resuello.
Al guardia, bisoño, con la tonsura de la academia recién estrenada y poco asendereado, le llevó tiempo la trashumancia, lo que le vino bien al sargento para acompasar el fuelle. Con el rellano despejado, se cuadró, Quintanilla, ante su superior, presto a dar novedades.
—A sus órdenes, mi sargento. Cosme Palacín Contamina, viudo, ochenta y cuatro años. Vivía solo. No hay marcas de violencia, ni parece que falte nada en la casa. Todo apunta a muerte por causas naturales, ha sido el forense quien se empeñó en dar parte y quiso que viniera la científica.
Azagra abandonó, de mala gana, el respaldo salitroso de la pared y encaminó sus pasos hacia el piso del muerto. Dentro, esperando al juez, solamente quedaba Fortea, el médico causante del revuelo.
—A ver, Ramiro. Este dice —señaló Azagra al número con un movimiento de cabeza—, que no hay evidencias de delito y que se ha muerto porque ya le tocaba. Dónde está el fuego, coño.
Por toda respuesta, el forense le señaló un bulto prominente, como una carpa de circo en miniatura, que hacían los pantalones del difunto a la altura de la entrepierna.
—¡Mira, tú, qué drama!, el viejo ha tenido un final feliz. Olé sus huevos —contestó el guardia sin ocultar su cabreo.
El sargento Azagra tenía mal carácter; treinta años de servicio, sendos juanetes como bolas de petanca, uno por cada pie, y una testaruda acidez de estómago, eran justificación suficiente.
—Se conoce como priapismo post mortem y se suele dar en casos de muerte violenta: ahorcamiento, heridas de bala que afecten al cerebro o envenenamiento, por eso me ha parecido oportuno que vinierais a echar un ojo. Siento mucho si le ha molestado la impertinencia a su señoría.
Fortea conocía las salidas de madre del sargento y llevaba también a sus espaldas un montón de años en la profesión; no se achantaba así como así. Podía decirse que eran un par de miuras difíciles de lidiar; daban miedo, encarados el uno con el otro, mirándose a los ojos desafiantes y respirando con fuerza por la nariz, como si fueran a embestirse en cualquier momento.
—No discutan ustedes, por favor, que los dos llevan razón; cada uno a su manera, claro. Si me lo permiten, yo les aclaro la situación.
Quien hablaba era un viejecillo arrugado, bajito de estatura y corto de vista, a juzgar por la vidriera que llevaba sobre la nariz, encastrada en unas gafas de pasta absolutamente vintages, que se arropaba con una bata de franela a cuadros azules y verdes, gorra de lana y zapatillas de andar por casa haciendo juego. Parecía un enanito de jardín sacado de un cuento de hadas roñoso, al que los dos morlacos contemplaban sorprendidos. Pero fue el sargento quien primero salió del trance.
—Mira, tenemos espontáneo, Fortea, hoy no nos privamos de nada. ¡Quintanilla, me cago en la leche! ¿Se puede saber dónde te has metido, pedazo de atún?
Apareció corriendo por el pasillo, el guardia, sofocado, en mangas de camisa y subiéndose la cremallera de la bragueta.
—A sus órdenes, mi sargento, es que me ha entrado un apretón y…
—Y te han cogido cagando, como siempre. ¡Menuda carrera llevas, chaval! Anda, mira a ver si me tienes esto desalojado, que estamos en el posible escenario de un crimen —esto último lo dijo con sorna, dedicándole al médico una mirada divertida.
Se disponía Quintanilla a cumplir órdenes, cuando asomó por la puerta una anciana de mediana altura, tan entrada en años como en carnes; pelo recogido en un moño, tirante y apretado como para que le sirviera de lifting, y cara de pocos amigos. Venía secándose las manos en un delantal, que en tiempos debió de ser de color naranja, y sin saludar a los presentes, se encaró con el vejete.
—¿Se puede saber qué te he dicho yo? ¡Mira que te gusta meterte en líos, Agustín! No tienes arreglo. Anda, tira para casa y deja en paz a estos señores, que tendrán que hablar de sus cosas.
El hombre, que se estaba resistiendo a la autoridad y no llevaba intención de abandonar tan pronto el escenario, le dirigió a la mujer una mirada de reprobación.
—Josefina, deja que les explique yo lo que ha pasado, no liemos las cosas más de lo que ya están.
—Lo que ha pasado, lo que ha pasado; pues que Cosme era un putero, eso es lo que ha pasado —se rebotó ella—. Sí, señores, como lo oyen. La pobre Ascensión, que era una santa, se murió de los disgustos que le daba, y con una cornamenta que no cabía por aquí —señalaba el marco de la puerta con enérgicos aspavientos.
El pobre Quintanilla no sabía a qué frente acudir primero. Los ojos de Inocencio Azagra eran dos carbones encendidos y al médico, Fortea, le bailaba en los labios una sonrisa contenida, que no se sabía muy bien si era jocosa o de puro pasmo.
—Señores guardias, háganme caso —quiso el anciano recuperar el terreno perdido—, la Herencia de Moctezuma, esa y no otra es la culpable de esta desgracia; les doy a ustedes mi palabra de honor.
La cara del sargento era un monumento a la crispación, roja de cólera, como una olla a punto de explotar. Su esófago se había convertido en un sambódromo, por el que le desfilaban los jugos gástricos a ritmo de batucada y se hurgaba en los bolsillos, rebuscando con manos temblorosas la cajita de antiácidos.
—¡Me cago en mi corazón! ¡Moctezuma, con un par! Ahora entra un mariachi tocando «La Cucaracha» y yo me pego un tiro en los huevos. ¡¿Pero estamos locos?! A este paso, el puñetero fiambre nos monta un conflicto diplomático. ¡Quintanilla! ¡Coño!
La risa cascada de Josefina sonó al graznido luctuoso de un cuervo encaramado a la tapia del cementerio y tuvo en los presentes el mismo efecto siniestro.
—¿Le van a hacer ustedes caso a este viejo chocho? Pero si Cosme se ha estado viendo hasta hace cuatro días con una de su tiempo, tan guarra o más que él, que vive en esta misma calle, dos puertas más abajo. Trini, se llama, y su marido, Donato. Pobre, otra cornamenta de exposición. Pero ojo, que él tiene muy mala leche; no me extrañaría…
Al médico se le puso cara de: «¿Ves lo que te decía?», mientras le dedicaba al guardia un expresivo encogimiento de hombros.
—Mira que te gusta malmeter, Josefina. Donato es una bellísima persona; algo bruto, sí, pero incapaz de matar una mosca. Lo que les digo: la Herencia de Moctezuma, señores. ¡Si está cantado, carajo!
De repente, Azagra pareció calmarse; detuvo con un gesto a Quintanilla, que se iba a por el viejo, dispuesto a proceder al desahucio, y con un suspiro bronco de resignación, que más parecía mugido de buey, se sumó a la tesis del forense.
—Lo del tal Donato puede tener más posibilidades: marido engañado, de carácter fuerte, se entera del asunto y, oye, un repente lo tiene cualquiera. Sin embargo, Agustín, ¡no me joda usted, la Herencia de Moctezuma! Suena a cosa ritual, de magia, brujería, y a mí esas cosas, lagarto, lagarto —dijo enfrentando los índices y meñiques de sus manos—, me dan mucha grima. Prefiero seguir la línea de investigación que sugiere su señora.
Satisfecha, la mujer le hizo un corte de mangas al marido; quizás el gesto más cariñoso que le había dirigido en muchos años.
—Nada de brujas, señor comisario —volvió a la carga Agustín resistiéndose a rendir la plaza—. La Herencia de Moctezuma; metro setenta y cinco de mulata piel del color de la miel; labios de mordisco; unos pechos de ensueño; piernas largas y perfectas, como dos columnas griegas, y un…
—¿Pero tú de qué vas, cacho guarro? —el grito de la vieja interrumpió la descriptiva aclaración del abuelete, que los otros tres hombres seguían con especial interés—. Ya arreglaremos cuentas tú y yo luego, vejestorio. ¿Ven ustedes cómo había putas en el cuento? Si me conoceré yo el paño.
—Calla, bruja, que no hay nada que arreglar; si acaso el divorcio. En serio, señores; pero si está en su habitación, pueden verla, comprobarlo por ustedes mismos. Aquí no hay crimen que valga. Pobre Donato. Incapaz, créanme, de hacerle mal a nadie.
La revelación produjo el efecto de un mazazo en los guardias y el galeno. Una mujer en medio de aquel disparate y, además, según Agustín presente en el escenario del crimen.
—Pero vamos a ver. Si han puesto el piso patas arriba en busca de evidencias, escudriñando hasta en los cajones de la cocina, debajo de las camas, cómo no van a percatarse de la presencia de semejante monumento —razonó Azagra, y los otros dos asintieron dándole la razón.
—Porque la tendrá escondida en el armario, arriba en un altillo dónde nadie la ve. Cosme era muy suyo para estas cosas. Pero vengan, vengan conmigo y verán cómo no les miento.
Cada vez más desconcertados, los tres siguieron al viejo pasillo adelante, camino de la habitación, y por lo visto también nido de amor, que había sido de Cosme Palacín. Josefina se quedó en el descansillo rezongando.
—Te vas a enterar tú lo que es un divorcio, camastrón. Putas, lo que yo decía, y el mosquita muerta este al tanto de todo. No, si hasta habrán hecho guarradas a tres bandas; que mira tú también cómo será la tal Moctezuma. ¿Dice este que no es cosa de brujas? Pues me dirás tú cómo hacía para que izaran bandera estos dos. ¡Señor, cuando te lo llevarás también!
La habitación del muerto era un acumulado de muebles viejos como él: la cama, con cabecero de madera cuajado de volutas; dos mesillas y una cómoda a juego, y un armario empotrado, con un altillo escaso, casi un cajón largo, que Agustín señaló como el refugio de la Herencia de Moztezuma.
—Pero ahí no cabe una persona, Agustín. No me diga usted que nos la vamos a encontrar en cuartos.
—¡Qué va, hombre! Yo me subiría a buscarla, pero la artrosis me tiene mártir con la pierna, mejor que se suba el muchacho a una silla, que es buen mozo.
El guardia recibió la propuesta con cara de repugnancia, pero los galones estaban para algo y le tocaba hacer el trabajo sucio.
—Quintanilla, procede, pero ten mucho cuidado, que no queremos más sorpresas; yo te cubro, por si acaso —dijo Azagra, empuñando el arma reglamentaria.
El chico arrimó una silla, se subió a ella y, con mucha precaución, levantó la portezuela que cerraba el altillo; miró dentro, no sin aprensión, y comunicó al grupo lo que veía.
—Aquí no hay nadie, mi sargento, solo una caja de cartón escrita en chino.
—Esa, esa es, ahí la tenemos. Bájela usted, hombre de Dios, que no muerde —exclamó eufórico Agustín—. La Herencia de Moctezuma. Hecha en China. Siete mil quinientos euros le costó. Igualita a Kenia, la reina del porno mexicano; de la mejor silicona, pelo natural y un tacto talmente que el de la piel humana. Yo se lo advertí, pero el pobre tenía mucho vicio y estaba todo el día, dale que te pego, atiborrado a pastillas para dar la talla. En fin, que no somos nadie, hoy estamos aquí y mañana…
—Mi sargento, digo yo, que si tendríamos que requisarla como prueba —propuso Quintanilla sin poder apartar los ojos de aquella hermosa mezcla de silicio y oxígeno.
—¡Agustín, a casa! —llegó la orden, como un cuchillo afilado, desde el descansillo.
—Quintanilla vas a terminar llevando un par de hostias —sentenció Inocencio Azagra con un apagado tono de cansancio en la voz—. Fortea, no tendrás una aspirina o algo, porque me va a estallar la cabeza.
—No, sargento, pero te puedo invitar a un orujo; he visto un bar justo aquí al lado, a un paso.
—Me sirve.
Y los dos hombres, sin hablar, con tranco lento, los hombros hundidos por un peso invisible, se perdieron en la penumbra del pasillo.
—Pero puedo o no, mi sargento. ¡Joder qué desperdicio!