La maldición de Lumberjack Hill, Lumberjack’s House o Mad Harry’s hideout, por esos nombres la conocen en todo el condado de Contwaig y pocos son los que, de forma consciente, se acercan hasta la vieja valla de madera que circunda la propiedad. Así está bien, nunca me han gustado los curiosos, la compañía de animales que anden erguidos sobre dos patas, ni servir de coartada a las beatas de Woodentown, para justificar sus místicos orgasmos de arrebato caritativo.
Antes del accidente bajaba al pueblo solo para abastecerme de provisiones en el almacén del viejo Blayney; el tipo solo abre la boca para lo estrictamente necesario y esa es una cualidad que aprecio. Por otra parte, la gente sabía de mi carácter algo brusco, lo reconozco, y procuraban no cruzarse en mi camino, evitar todo contacto hasta el visual, y era de agradecer, aunque a veces hubiera algún distraído que se topase conmigo por azar; pero después de que el tronco de aquel roble me destrozase las piernas, el chirrido metálico de las prótesis anunciaba mi presencia y despejaba la calle a mi paso. El Loco Harry o Harry el leñador, así me conocían, y Mad Harry’s hideout, allí arriba, en lo alto de la colina, es la casa donde nací, en la que nació mi padre, el suyo y unas cuantas generaciones más de Kicksmann.
Todos están enterrados allí, en el pequeño cementerio familiar, protegidos de los vientos por brezos, tomillos y retamas, que ahora crecen en absoluta anarquía. Sin embargo, a mí me enterraron en una fosa anónima, condenada, indigna, extramuros del repugnante osario donde dan sepultura a sus muertos los buenos ciudadanos de Woodentown, como si quisieran evitar que contaminase su eterno descanso, con la diabólica vecindad de mi enorme esqueleto de leñador loco, intratable y asesino. Pero yo no maté a Norma Jeane Mortenson, os lo juro; nunca estuvo en mi casa ni crucé una palabra con ella en toda mi vida. Alguien puso su ropa ensangrentada en mi granero; no era mía el hacha de leñador con que le partieron la cabeza, todo mentiras, igual que la declaración jurada de Tyrus Desenberg, el viejo borracho incapaz de encontrar su mano derecha en una noche cerrada, que aseguró haberla visto subir la colina en dirección a mi propiedad.
Vinieron todos a por mí, como una jauría de perros salvajes, espumando rabia, falsedad y miedo, por la boca; me acorralaron como a una alimaña y el sheriff Garner tuvo que emplearse a fondo, para evitar que me lincharan allí mismo. Daba igual, mi suerte estaba echada y la farsa que llamaron juicio, para aliviar sus conciencias de ciudadanos honrados, terminó conmigo en la horca y la ignominia de no poder descansar con los míos aquí, en Lumberjack’s House, en esta tierra que siempre fue nuestra, junto a mi padre, el suyo y todos los Kicksmann que me precedieron. Por eso mi alma sigue atrapada en este mundo, vigilando la casa, el granero, el viejo cementerio, y alimentando el terror culpable de los miserables lugareños, que procuran evitar la colina, por miedo a cruzarse con mi espíritu y que el áspero gemido metálico de mis prótesis los lleve a la locura. Así ha sido durante años y así seguirá siendo por toda la eternidad.
Pero el peso del pecado puede más que el espanto y la visión de mi hogar, en lo alto de la colina, firme, orgulloso, acusador, se les ha hecho insoportable, por eso han decidido que desaparezca, arrasarlo todo, borrar cualquier vestigio de su crimen y, si pudieran, explanar la colina hasta su misma base. Vendrán, como la otra vez, en manada, escondiéndose unos tras de los otros, tratando de hacerse invisibles; piensan que el espanto puede repartirse como en un ejercicio de solidaridad comunal. ¡Pobres diablos!
Y por eso estoy aquí, sentado en el banco, a los pies de mi cama, esperando a ver la locura del pánico temblando en sus caras, atosigar su desbandada, colina abajo, perseguidos por la siniestra carcajada mineral de mis piernas ortopédicas y con la secreta esperanza de que mi hacha, esta vez sí la de verdad, pueda hacer hueso en el estercolero de sus cráneos corrompidos. Hasta en el espíritu maldito de un leñador loco, queda sitio para la venganza.
Fac a morte, quod non potuisti, cum viveres.