A ver, Rosario, hija mía,
lo que me pides no es serio.
Por más que en mi ministerio
he visto casi de todo,
mujer, yo no encuentro el modo,
de encajar esa herejía.
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¡¿Su ilustrísima lo duda?!
Puede usted llamarme loca,
pero iba de boca en boca
—lo digo sin amargura—,
que era la mujer del cura.
Él ha muerto. Ahora soy viuda.
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Tu argumento no rebato,
pero, entiende mi dilema
porque es causa de anatema
el que un sacerdote yazca
con la mujer que le plazca,
ya que infringe el celibato.
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Pues si de prueba un botón
quiere, por saber si hay trampa,
mi Juanito es viva estampa
de aquel por quien fue engendrado:
ojos, hechura y mandado,
que el cura era bravucón.
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Hija no entres en detalles.
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Monseñor, es lo que hay.
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No me repliques, ¡caray!
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¿A su eminencia le mengua
que haga uso de la lengua?
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¡Mejor será que te calles!
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Muda soy, lo que usted mande,
pero si no puedo hablar,
¿se me permite fumar?
Es que la boca me arde.
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Mira, Rosario, criatura,
no existe en la cristiandad
ama o casera de cura
que cobre la viudedad.
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Encuentro antinatural,
mujer, esa pretensión.
Pero no veo razón,
y es a mi juicio tontuna,
no aprovechar la fortuna
de tu habilidad oral.
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Monseñor, ¿qué me propone?
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¿Fumas a pelo o con filtro?
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Obispo, yo me administro.
Pero lo veo venir
y algo tendré que decir.
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Habla, hija mía, te escucho.
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Pues verá. El roce diario
con mi difunto Gabino,
—es caprichoso el destino—,
me reveló el fundamento
y el mucho aprovechamiento
que tiene el confesionario.
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¡Ay, Rosario, no me agobies!
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Monseñor, no lo pretendo.
Lo que fume es cosa mía,
no venga ahora su eminencia
a husmear en mi entropía,
que eso tiene poca ciencia
y su proceder no entiendo.
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¿Secretos de confesión?
Deje de echarme los tejos,
que así no llegará lejos.
Atienda, pues, con bondad
esto de la viudedad
y tendrá mi absolución.
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La eternidad no me aflige,
porque con filtro o a pelo
yo fui la mujer del cura
y por esa chaladura
ya tengo ganado el cielo.
Monseñor, usted elige.