Me llamo Bryan Trujillo, tengo sesenta y un años, de los que he pasado veinticinco en el
corredor de la muerte de la OSP, Prisión Estatal de Oklahoma, condenado por el
asesinato de Melanie Jackson, cuyo cuerpo, desnudo y sin vida, apareció el 25 de octubre
de 1996, en el aparcamiento de JOURNEYS, el centro comercial que hay en el 711 North
Perkins Rd., de Stillwater. Según el informe del forense, alguien había usado la mano
izquierda para coserla a puñaladas.
¿Que si conocía a Melanie? Como todo Stillwater, y en el más amplio sentido de la
palabra. Fuimos los dos en mi coche hasta la avenida Mádison para hacernos con algo de
cristal, luego volvimos a mi apartamento y fumamos aquella mierda hasta que nos explotó
el cerebro. Creo que tuvimos sexo, no lo sé, pero seguro que nos acostamos, porque
dijeron que había restos de su ADN en mi cama. Para cuando desperté era de noche y
ella no estaba en la casa.
Juro por Dios que vi aquella falda verde por primera vez en mi vida, cuando el policía salió
de mi dormitorio con ella en la mano. En el juicio, Wiliam Appleby, Barry Heathon y Bart
Flaherty, tres camellos de medio pelo, testificaron que Melanie la llevaba aquella tarde.
Esa confesión borró sus pecados con la policía por algún tiempo, condenándome a la
inyección letal.
La Corte de Apelaciones del Distrito Norte de Oklahoma cerró ayer veinticinco años de
recursos y moratorias. Dentro de nueve días se cumplirá la sentencia. Con machacona
insistencia, resuena en mi cabeza la tonada que de niño solía cantarme mi madre,
haciéndome trotar sobre sus rodillas:
What about her?
she is wearing
a green skirt
a green skirt
a green skirt
She is wearing a green skirt.
Cinco gramos de sodio tiopental, un simple anestésico, suministrado en una dosis
suficiente para matar a un hombre; sólo eso es necesario para que todos: el juez, el fiscal,
la familia, el sistema, puedan pasar página y seguir con sus vidas androides; prostituirse
por un trabajo con seguro médico; honrar a sus dioses de metacrilato en iglesias de
cartón piedra; hacer barbacoas en el jardín los días de fiesta y bramar honestidad en su
petulante berrea cotidiana. ¿Pero podrán, ellos, anestesiar el remordimiento?
El bromuro de pancuronio, cien miligramos, paralizará el diafragma y mis pulmones
dejarán de funcionar. Pese a estar inconsciente, el instinto de supervivencia hará que
luche por respirar. Me estoy ahogando. Ellos lo saben, conocen perfectamente el alcance
de mi tortura, el sufrimiento que me provoca esta apnea interminable. Pero mi cuerpo no
protesta, permanece inerte a causa de la catalepsia inducida por el fármaco y eso
tranquiliza sus conciencias.
Con cloruro de potasio se completa el cóctel. Colapsarán las señales eléctricas esenciales
para el mantenimiento de las funciones cardíacas y sufriré el infarto definitivo. Un médico
certificará mi muerte, la justicia celebrará el momento con un bostezo y la sociedad
recuperará el equilibrio perdido. En el saco de plástico de mi mortaja, cabrán también la
evidencia de que la falda no era verde, señoría, ni el acusado zurdo, señoría, y el escaso
entusiasmo con que el abogado de oficio, señoría, preparó la causa.
Pero nada de eso es relevante, porque siempre habrá una falda verde, para un culpable;
el sistema lo resiste todo. Nadie puede escapar al largo brazo de la ley, ojo por ojo, diente
por diente y… que Dios bendiga América.