«Es verdad que los muertos tampoco duran
Ni siquiera la muerte permanece
Todo vuelve a ser polvo
Pero la cueva preservó su entierro
Aquí están alineados
cada uno con su ofrenda
los huesos dueños de una historia secreta»
(La Caverna – José Emilio Pacheco)
El detective inspector, Dale Wiggins, salió al volante de su Nissan Qashqai del St. Thomas Hospital. Había ido a recoger el informe de la autopsia practicada al cadáver de Ekaterina Danek, la decimotercera víctima de «el cazador de ocas».
Condujo por Westminster Bridge Rd hasta St. George’s Cirucus y siguió por Borough Higth St, dejando a la izquierda Borough Station, para incorporarse al denso tráfico de Marshalsea Rd; siempre bajo una fina y persistente llovizna, que había puesto toques de charol a las aceras y ralentizaba la marcha de los vehículos, en una coreografía flemática cuyo compás marcaba el metrónomo de los limpiaparabrisas.
Wiggins entró a formar parte del Yard como «constable», poco después de que la Thatcher se trasladara al número 10 de Downing Street. Eso fue a finales de los años setenta del pasado siglo. Tenía poco más de veinte años y llegar a detective inspector le iba a costar otros tantos, coincidiendo con la llegada a tan distinguido domicilio de los laboristas de Tony Blair a finales de los noventa.
Cuando lo destinaron al BCU de Central West, había rebasado ampliamente la cincuentena; sufría de juanetes en los pies; problemas con el alcohol; acidez de estómago, tenía tres mil doscientas catorce libras, con dieciséis peniques en su cuenta bancaria y tanto el detective inspector jefe McNeff, su inmediato superior, como la superintendente Daelyn Strothers, al mando de la unidad, desconfiaban por completo de sus capacidades deductivas y sociales, por lo que Wiggins solo se ocupaba de asuntos intrascendentes: hurtos menores, peleas de vecinos, vigilancias o tareas administrativas.
A la altura de Mints St, giró a la derecha para ir por Redcross Way, hasta el cruce de Union St, donde a primera hora de la tarde, a poco ya de cerrar sus puertas, no solía haber muchos visitantes en The Crossbones Graveyard, el humillante osario donde se arrojaban los cadáveres de rameras, delincuentes y excluidos sociales, que generaba el Liberty cuando, bajo la protección del obispo de Winchester, la orilla sur del Támesis, el Southwark, se convirtió en una especie de Barrio Rojo, donde la respetable comunidad londinense acudía en busca de prostitución, juego, peleas de animales y otros espectáculos callejeros, prohibidos en la parte norte del río. La misma Iglesia que se lucraba con las tasas impuestas a las «Winchester Geese» por ejercer su oficio —a las prostitutas se las conocía como las ocas del Obispo de Winchester—, les negaba el descanso eterno en suelo sagrado.
Wiggins detuvo el coche junto a la acera, frente a la verja de hierro del cementerio, que lucía cientos de pequeños homenajes conmemorativos, fruto de la piedad de quienes habían querido ofrecer su anónimo desagravio a los miles de marginados sin nombre, condenados al olvido eterno de esa fosa común. Encendió un cigarrillo. Se retrepó en el asiento. Dio una profunda calada permitiendo que el humo se adentrara hasta el último rincón de sus pulmones y luego, con parsimoniosa delectación, lo fue expulsando en un adagio sutil, mientras dejaba que su mente viajara en el tiempo.
Hacía aproximadamente año y medio, en Kesintong, una fría y húmeda mañana típica del invierno londinense, una pareja que hacía runnig en Holland Park, se topó con el cuerpo desnudo, tirado en una zanja, con los pies apuntando al sendero de tierra, de una mujer rubia, de apariencia caucásica y definitivamente muerta, que resultó ser Kaytlyn Swan, nacida en Norwich, al este de Inglaterra; soltera, treinta y un años, sin ocupación conocida y domiciliada hasta ese instante en un moderno apartamento al sur de Chelsea.
El informe del forense concluyó que su muerte fue el resultado de un golpe brutal en el cráneo, practicado con un objeto metálico redondo, de algo más de tres pulgadas de circunferencia, que produjo lesiones polifragmentarias incompatibles con la vida. No presentaba marcas defensivas ni de lucha y entre los dedos de su mano izquierda se encontró un naipe de traza victoriana, que reproducía el tablero de un juego de la oca. Ni en el cuerpo de la víctima, ni en el escenario donde fue encontrado el cadáver, se hallaron muestras de ADN, o restos de cualquier otro tipo, que pudieran ser de utilidad en la investigación; de la que se hizo cargo el BCU de Central West.
Un par de semanas más tarde, en un edificio en rehabilitación de Great Guildford St, apareció el cuerpo de Oldwin Bate, también desnuda, con el cráneo destrozado y, de nuevo, un naipe antiguo, representando el juego de la oca, sobre la palma de su mano izquierda. A las similitudes aparentes con el asesinato de Kaytlyn Swan, se añadía el hecho de que ambas mujeres habían sido extremadamente bellas. Esa segunda muerte hizo saltar las alarmas en el Yard, porque todos los indicios apuntaban a la aparición en escena de un asesino serial. El comisionado Leftwich solicitó un informe al respecto y la superintendente Strothers colocó en posición de alerta máxima a todo el personal del BCU.
Pero la muerte de la señorita Swan solo fue un ligero temblor, una anomalía sísmica, previa al terremoto de grado siete, que sobrevino con el hallazgo de la tercera víctima, Brendolyn Rimmer, nacida en Swindon, azafata de congresos y con domicilio conocido en Mayfair. La disposición del cadáver, los signos de violencia y, sobre todo, el naipe reproduciendo un juego de la oca, que descansaba en su mano izquierda, no dejaban lugar a dudas.
Para entonces, los medios de comunicación ya se habían metido de lleno en la persecución de la noticia. La imagen, machaconamente repetida por todas las televisiones, de las hermosas mujeres, asesinadas en idénticas circunstancias, y el misterioso naipe victoriano, presente en los escenarios de los crímenes, alimentaban el morbo de la ciudadanía y los niveles de ansiedad de los responsables de la Policía Metropolitana de Londres.
Por orden de The Mayor’s Office for Policing And Crime (MOPAC), dependiente del alcalde londinense, dentro del BCU de Central West se creó un grupo especial, dedicado en exclusiva al esclarecimiento de lo que ya era por todos conocido como el caso de «el cazador de ocas». La falta de efectivos, propiciada por los recortes presupuestarios, impuestos por el gobierno conservador, hizo que Dale Wiggins, en contra del criterio de sus superiores, pasara a formar parte del operativo.
A pesar de aquel derroche de medios —la logística policial es altamente sensible a los cambios de humor parlamentarios—, vinieron más asesinatos: Magdalene Keer, apareció muerta junto a un contenedor de basura en el Artesian Healtch Center en Berdmonsey; Fotina Pingleton, cuyo cadáver fue descubierto en las cercanías de Worcester Park por un jubilado que paseaba a su perro; Josalyn Lonon, a la que su asistenta encontró flotando en un charco de sangre en el salón de su apartamento de Fiztrovia o Baigum Marren, que durmió su último sueño apoyada en el tronco de un árbol de Bedfore Square Garden. La lista se prolongó hasta Ekaterina Danek, la número trece, a la que Dale Wiggins acababa de dejar, haciendo cola en la antesala del más allá, sobre una higiénica camilla de acero en la morgue del St. Thomas Hospital.
Según los distintos informes forenses, a todas les habían reventado el cráneo con un objeto metálico redondo, de unas tres pulgadas y media de circunferencia; eran mujeres tremendamente atractivas, sabían desenvolverse en ambientes de alto voltaje y habían recibido de su asesino el regalo de un naipe, con la reproducción un tablero victoriano del juego de la oca.
La lluvia fina se había transformado en diluvio despiadado, gruesas gotas de agua percutían en el techo del Nissan Qashqai y dentro de Crossbones Graveyard, los guardas se protegían del aguacero bajo la marquesina en forma de ala de ganso, que cubre el mirador dominante del extraño complejo funerario. Faltaban ya pocos minutos para las quince horas y, a partir de ese momento, el recinto quedaría cerrado hasta las doce en punto del día siguiente.
La investigación avanzaba con dificultad. No había indicios que apuntaran en la dirección de un sospechoso. Se sabía que todas aquellas mujeres se ganaban la vida, y muy bien por cierto, con la prostitución. Trabajaban por libre, eran auténticas freelances del sexo mercenario, no se conocían entre ellas ni compartían aficiones, gimnasio, peluquería, ginecólogo, nada, en definitiva, que el grupo de homicidios del BCU de Central West pudiera utilizar como punto de partida de su investigación. Una pista con cierto aire de solidez vino a poner un poco de esperanza en el ánimo de los policías: las cuentas bancarias de todas ellas se habían vaciado sustancialmente en los días previos a sus asesinatos. Seguir la pista del dinero resultó tarea fácil; fue transferido íntegramente y en todos los casos, a la Christian Association for the Relief of Mental Illness, una institución de caridad, sin ánimo de lucro, radicada en Gibraltar, en la que figuraban como responsables los sacerdotes de la Iglesia de Inglaterra William Day, John Watson y Walter Curle. Posteriormente, se supo que ninguno de ellos existía en la realidad, no al menos dentro del ordenamiento oficial anglicano.
La oficina del alcalde exigía resultados, la superintendente Strothers reclamaba informes, el detective inspector jefe McNeff se tragaba los ansiolíticos como si fueran golosinas y el grupo de homicidios, desconcertado y sin rumbo, se precipitaba hacia la nada, como una bicicleta desvencijada rodando cuesta abajo, sin frenos y con la cadena a segundo y medio de enroscarse en el pedalier. En medio de ese caos sobrevino otro asesinato, el de Birnie Keller, un delincuente habitual especializado en estafa y falsificación; un caso con muchas probabilidades de ser un simple de un ajuste de cuentas: «el tipo de asuntos perfecto para mantener ocupado al inepto de Dale Wissings» –el detective jefe no dudó ni un segundo de su buena suerte; el cielo le proporcionaba un fiambre previsible, para quitarse de encima otro enojoso estorbo.
Medio adormecido por la jazzística cadencia de la lluvia, que golpeaba sobre la chapa del crossover, Wissings consultó su reloj; faltaba un minuto para las tres de la tarde. Al otro lado de la calle, los guardas del Crossbones Graveyard, estaban asegurando la puerta metálica del cementerio con una gruesa cadena de hierro algo mohosa. Quedaba tiempo suficiente para otro cigarrillo, lástima que no pudiera completar ese momento glorioso con un buen single malt, un Laphroaig, por ejemplo, posiblemente el mejor whisky escocés ahumado conocido.
Tras asegurar la cadena con un candado, los dos voluntarios corrían ya por Union St, pegados a la pared para protegerse de la lluvia en la medida de lo posible. Desde su asiento, dentro del Nissan, Wissing calculó que tardaría no más de medio minuto en vencer la resistencia del candado, colarse dentro del recinto, dejar en lugar visible sus presentes: una pequeña maleta de ruedas, una bolsa de plástico, de las que se utilizan para recoger pruebas, con un martillo de bola en su interior y un sobre plastificado, remitido a la atención de la superintendente del CBD de Central West, Daelyn Strothers; volver al coche y, en cinco minutos, en el jardín de las «Winchester Geese», dejar resuelto el caso del cazador de ocas.
Ocho horas más tarde, el vuelo FR340987 de Ryanair estaba iniciando la maniobra de aproximación para tomar tierra en el aeropuerto de Marrakech-Menara, procedente de London-Standsted y el reverendo John Ponet no podía disimular una sonrisa, mientras leía, por enésima vez, la copia de un documento, dirigido a otra persona, que en poco tiempo iba a causar conmoción en todo el Reino Unido. Decía así:
«Estimada señora Strothers:
Junto a esta misiva le habrán entregado una pequeña maleta de cuero y una bolsa de pruebas, conteniendo un martillo de bola con muestras de sangre; las tres cosas vienen a resolver el enigma del asesinato masivo de prostitutas de alto standing, que su departamento lleva investigando hace más de año y medio con escaso resultado.
En la maleta encontrará usted, debidamente empaquetadas y con la identificación y fecha correspondiente, las ropas que vestían las fallecidas cuando fueron liberadas de su envoltura terrenal.
Igualmente, hallará la documentación personal: cédulas de identidad y pasaportes, de los reverendos William Day, John Watson y Walter Curle, impulsores de la muy honorable institución benéfica Christian Association for the Relief of Mental Illness, a donde fueron a parar los más de siete millones de libras esterlinas, que las ocas del obispo pretendían escamotear al fisco de su graciosa majestad y que, a estas alturas, reposan en un paraíso fiscal esperando a que las rescate para ser el sostén de mi vejez. Como usted bien supone, tanto las identidades, como la propia institución, son falsas.
El martillo de bola es el arma homicida utilizada en todos los asesinatos y en él hallará su equipo abundantes muestras de ADN y las huellas del criminal, el detective inspector adscrito al BCU Central West, Dale Oswell Wissing Jr, o sea, yo, que si todo ha resultado según lo previsto, a las 10:22 hora de Londres estará aterrizando en Marrakech bajo la identidad falsa del reverendo John Ponet, que sí fue obispo de Winchester entre los años 1551 y 1553. Es de justicia que el obispo recoja los beneficios que le han proporcionado sus ocas.
No hace falta que le diga que John Ponet desaparecerá de la faz de la tierra nada más poner pie en Marruecos; el desaparecido Birnie Keller me dejó en herencia una suficiente reserva de identidades primorosamente falsificadas. Fue una lástima tener que matarlo a él también, pero usted comprenderá que no podía dejar cabos sueltos.
Reciba mis más sinceros respetos, que le ruego haga extensivos al detective inspector jefe McNeff y al resto de integrantes del CBU de Central West.
God save the queen.
Dale Oswell Wissing Jr.
Tras pasar sin problemas el control de aduanas, el reverendo John Ponet salió a la cálida y estrellada noche de Marrakech; un viejo taxi lo dejó en las inmediaciones de la plaza Jmaa el Fna, que a esas horas se mostraba en todo su anárquico esplendor; una embriagadora sinfonía de sonidos, aromas, pigmentos, encantadores de serpientes, tenderetes de comida y pedigüeños tocados con extravagantes sombreros. La referencia del Terrases de L´Alhambra lo condujo al zoco Semarine; recorrió la estrecha callejuela, ajeno al reclamo de los vendedores, y torció a la izquierda antes de llegar a la plaza de las especias, alejándose del bullicio y las luces, para perderse, como las Winchester Geese, en el oscuro anonimato de la medina bereber para toda la eternidad.