«Al día siguiente, cuando salieron de Betania, Jesús sintió hambre. Al ver de lejos una higuera muy frondosa, se acercó a ella a ver si tenía fruto; pero encontró únicamente hojas, porque aún no era el tiempo de los higos. Entonces Jesús exclamó de forma que sus discípulos lo oyeran: — ¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti! … Cuando a la mañana siguiente pasaron junto a la higuera, vieron que se había secado hasta la raíz. Entonces Pedro, recordando lo sucedido, dijo a Jesús: — Maestro, mira: la higuera que maldijiste se ha secado. Jesús le contestó: — Tened fe en Dios. Os aseguro que si alguien dice a ese monte que se quite de ahí y se arroje al mar, y lo dice sin vacilar, creyendo de todo corazón que va a realizarse lo que pide, lo obtendrá. Por eso os digo que obtendréis todo lo que pidáis en oración, si tenéis fe en que vais a recibirlo. Y cuando estéis orando, si tenéis algo contra alguien, perdonádselo, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone el mal que vosotros hacéis. (Marcos 11:12–14 y 11:20–25)»
Según sus cálculos, faltaba poco más de una hora para aterrizar en el Prat. Los últimos tres días en Berlín habían sido agotadores: reuniones interminables con el comité científico de la Sigifrith-Schlencker-Stiftung; participación en el simposio celebrado en la sede del Berlin Institute of Health at Charité, bajo el título «Ein ansatz zur untersuchung der fibromyalgie», y firma del acuerdo de colaboración institucional con el Bundesministerium für Gesundheit, todo ello sin contar con los desayunos, almuerzos y cenas de trabajo, intercalados a lo largo de la jornada. Necesitaba desconectar y nada mejor que dejarse querer por Lufthansa, arrellanada en su cómodo asiento de First Class, con un generoso vaso de güisqui en la mano y hojeando aquella revista de historia, comprada en Barcelona antes de iniciar el viaje a Alemania, que por ajustes de agenda aún no había podido leer.
Y fue ese artículo sobre el Nuevo Testamento, la referencia al evangelio de Marcos y el pasaje que recoge la maldición de la higuera, lo que la hizo viajar en el tiempo, casi cincuenta años atrás, a una fría mañana de invierno y confesión general en la nave sombría de una iglesia católica, donde un grupo de niñas asustadizas, modosas y pastoreadas por una monja ceñuda, guardaban fila ante el sobrecogedor confesionario donde habrían de volcar su breve costal de pecados. En el colegio de las Esclavas de la Santa Fe había que asistir a misa diaria, rezar el rosario por las tardes y el primer viernes de cada mes, confesión general.
Por aquel entonces, Julia Ríos era una chiquilla que aún no contaba una decena de primaveras. Sin destacar, pero cumplidora en los estudios, se comportaba como cualquier cría de su edad, algo movida, pero no traviesa, propensa a la verborrea y tremendamente curiosa; siempre tenía una pregunta en la recámara, un enigma que desvelar planeando por su cabeza, algo por lo que sentirse intrigada, y ese afán de saber fue la causa del desastre y su posterior desapego fideista. Mientras esperaba pacientemente su turno, una duda la tenía confundida desde que la hermana Sagrario les leyera en clase el pasaje del evangelio de Marcos, que trata de la maldición de Cristo a la higuera. No podía apartar de su mente la pregunta que le rebotaba por el cerebro como una pelota fuera de control.
Confesó distraída y cuando el cura que le cupo en suerte —un viejo sacerdote de gesto severo, avinagrado, que olía a cirio de sacristía y cebolla rancia—, le preguntó de malos modos si tenía algo más que contarle, Julia soltó aquello de: «¿por qué Jesús maldijo la higuera, si no era tiempo de higos?».
—De la higuera o de la viña, es decir, de su pueblo —respondió el confesor—, Dios espera un fruto bueno. Y no es lo único: de la religión del templo todos esperan que alivie su sed interior, su deseo del encuentro con Dios.
—Pero —objetó la niña—, si no era tiempo de higos, por mucho que lo intentara, pobre higuera, no podía satisfacer a Jesús. Es injusto.
—¿Injusto Dios, nuestro Señor? —se amoscó el dómine—. Mira desvergonzada, lo que Jesús nos dice es que por medio de la oración, si se pide con fe, todo es posible y que si la higuera no dio frutos, siendo el mismísimo Hijo de Dios quien se los reclamaba, fue por abulia, negación, pura maldad. Por eso la castigó.
—Pero padre —volvió Julia al ataque, con la candidez propia de la infancia—, yo le pido muchas cosas a Dios, con todas mis fuerzas, y no me las concede, ninguna, hasta dejó que muriera Ginés, mi perico, gracioso como él solo, y de esto hace bien poco, no vaya usted a creer.
—¡Engendro de Satanás! ¡Hija del demonio! —tronó el cura, con un rugido que hizo temblar las columnas del templo, sobrecogiendo hasta a los mismos santos en sus hornacinas— ¡Te has de condenar al fuego eterno! ¡Blasfema! ¡Sacrílega! ¡Vade retro! ¡Comunista!
Y la pobre chiquilla, asustada, ruborosa y aturdida, tuvo que recorrer la nave de la iglesia, hasta ocupar su puesto de nuevo en la fila, perseguida por la mirada justiciera de las monjas, que no atinaban a imaginar qué crimen horrendo había tenido que cometer, aquella oveja descarriada tan tempranamente. Desde aquel día, los primeros viernes de cada mes, Julia aprendió a hacerse invisible ante el confesionario.
Pasaron los días, los meses, los años. Se acabó el colegio y la universidad le abrió nuevos horizontes. Creció. Supo qué significaba ser comunista, incluso conoció alguno, y pese a la distancia ideológica que la separaba de ellos, no acabó de entender la furia condenatoria de aquel cura irascible. Viajó por el mundo. Conoció otras culturas, otras religiones, cada una con su higuera maldita, supo que todos los dogmas tienen sus propias contradicciones y que, en fin, no es sensato creer en dioses hechos a imagen y semejanza del hombre.
Hoy, casi medio siglo después, a la doctora Julia Ríos le gusta su trabajo, ayudar al prójimo, si el prójimo se deja, disfrutar de la vida a pesar de la agenda, la buena música, el güisqui y los higos, cuando es temporada.