Para Samuel Northon, contratista de obras a un paso de la jubilación, aquella mujer podía ser Sally, como afirmaba, o cualquier otra haciéndose pasar por ella; habían pasado demasiados años y aunque la señora se conservaba físicamente bien para su edad —de ser Sally West debería rondar los ochenta—, y vestía con la discreta elegancia de una persona acomodada, el hombre no podía reconocer a la muchacha de cabellos dorados, mirada triste y tímida actitud, que fuera noticia de primera plana en todos los diarios del estado a principios de los sesenta. El caso West dio de comer a los periódicos durante mucho tiempo.
Larry West, un hombretón de anchas espaldas, manos como guantes de beisbol y una sempiterna sonrisa en la boca, regentaba la única carnicería, que por aquel entonces funcionaba en Greencreek y le iba bien. La familia vivía en un caserón victoriano a las afueras del pueblo, en lo que hoy se conoce como Avenida Sycamore. Samuel frecuentaba la casa, porque era amigo de Harry, el menor de los hermanos, y solían jugar en el jardín casi todas las tardes que el frío lo permitía. Nora, la señora West, les preparaba emparedados de crema de cacahuete y fiambre de pavo para merendar. Mortimer, el mediano, un par de años mayor que ellos, siempre andaba buscando la manera de asustarlos, contándoles historias de fantasmas, apariciones y seres extraños, que según él habitaban en la vivienda. Sally era la hermana mayor, una chica extraña, solitaria, que casi nunca salía de su habitación. No era sociable ni tenía amigas.
La repentina desaparición de toda la familia fue un caso que conmovió al estado. La casa, la carnicería, el coche, todo seguía en su sitio, intacto, incluso los platos de la cena permanecían en la pila, esperando que alguien se decidiera a lavarlos. Era como si los West se hubieran volatilizado. El sheriff Wilburn acababa de ser elegido para el cargo, pero la naturaleza del caso hizo que la investigación corriera a cargo de la policía estatal, en una primera instancia, para más tarde pasar a manos de los federales; pero no se pudieron aclarar los hechos, los periódicos hicieron su agosto especulando con todo tipo de historias y el asunto aún se puso más enigmático, cuando tres meses después del incidente, apareció Sally West en el jardín de la casona, en perfecto estado, sin un rasguño, como si acabara de levantarse de la cama y sin recordar absolutamente nada de lo ocurrido durante aquel tiempo.
Según el informe del FBI, la muchacha aseguraba que había pasado la noche durmiendo, en su habitación y que al despertar le extrañó el silencio que reinaba en la casa, bajó a la cocina, comprobó que no había nadie y salió al jardín en busca de su madre, que solía ocuparse de un pequeño invernadero en la parte trasera del caserón. Pero tampoco estaba allí. Anduvo confusa por la propiedad, hasta que un vecino la reconoció y dio aviso a la policía. El caso era cada vez más desconcertante.
Los médicos que la reconocieron pudieron verificar su buen estado físico, no había padecido carencias nutricionales, estaba aseada, limpia, lo mismo que sus ropas, nada de su aspecto era compatible con el de una persona que hubiera estado vagando perdida durante meses. Únicamente presentaba signos de desorientación síquica, comprensibles por el choque emocional que le produjo el conocimiento de lo ocurrido. Lo último que se supo en Greencreek de Sally West, fue que tras un período de internamiento en una institución siquiátrica del estado, los servicios sociales se hicieron cargo de ella. La casa quedó abandonada durante años y, lo mismo que su historia, se fue haciendo vieja lentamente.
Greencreek siguió siendo un pueblo tranquilo, pero se hizo mayor. El camino de tierra que terminaba en la residencia Wet’s, se convirtió en la Avenida Sycamore, una agradable y pacífica vía, flanqueada por casitas de dos plantas, todas alineadas, perfectamente iguales, con garaje, un pequeño jardín y patio trasero para las barbacoas. El conjunto respiraba armonía, solo la siniestra casona, medio en ruinas, ponía una nota discordante. Había pasado ya demasiado tiempo, nadie reclamaba la propiedad, que además de romper la uniformidad del entorno, por su estado lamentable suponía un peligro manifiesto, un quebradero de cabeza constante para la oficina del alcalde; de manera, que tras un largo proceso legal, el municipio procedió a la expropiación con el objetivo de derruirla y dedicar el espacio a otros fines. Faltaba mes y medio para echarla abajo y la empresa de Samuel Norton sería la encargada de hacerlo.
De alguna manera, la presencia de la mujer en el despacho del contratista, solicitando una última visita a la casa, se justificaba en la añoranza o quizás en un deseo de enterrar, de una vez por todas, los viejos fantasmas del pasado y eso, en el caso de Sally Sinclair, de soltera Sally West, podía suponer librarse de una pesada carga emocional, agravada por el fallecimiento reciente de su esposo, el que fuera senador por el estado de Nevada, Horace W. Sinclair.
Los inviernos de la Pensilvania montañosa, interior, son terriblemente fríos, las nevadas frecuentes y el cielo casi siempre está nublado. Aquella mañana se dejaba entrever a intervalos, a través de las abundantes nubes círricas, que presagiaban más nieve. El espeso manto blanco que cubría las calles, crujía bajo las recias botas forradas de piel de Mr. Norton; junto a él, la viuda Sinclair, igualmente equipada para soportar temperaturas extremas, caminaba por la apacible avenida, que habría parecido una postal de navidad, de no ser por el tenebroso esqueleto desvencijado de la casa West, de la que únicamente los separaba algo más de doscientos metros. Al contemplarla de nuevo, Sally no pudo reprimir un confuso estremecimiento interior, una extraña mezcla de emociones, parecida al temblor visceral que producen, tanto el miedo, como la satisfacción del reencuentro.
Los dos escalones de madera que daban acceso al porche gruñeron molestos, por la falta de costumbre a soportar peso. Las molduras del marco de la entrada prácticamente habían desaparecido y los restos desconchados de pintura que lesionaban la puerta, parecían escamas leprosas, dejando a la vista las carcomidas escoriaciones producidas por el tiempo, la climatología y el abandono. Sin embargo, los muelles de la herrumbrosa cerradura respondieron sin oponer demasiada resistencia, dando paso a una oscuridad agobiante, que olía a moho, salitre y reclusión.
Samuel encendió su potente linterna y la luz devolvió algo de vida a los contornos del vestíbulo, en el que todavía seguían pudriéndose, cubiertos por una gruesa capa de suciedad, los muebles de la familia. Lo recordaba mucho más grande, parecía que con los años, los volúmenes también habían encogido. El truco estaba en que ahora lo veía todo con ojos de adulto, mientras que eran de un niño los que tomaron la foto, que el pasado guardaba en su memoria.
Un mortecino rayo de luz, colándose por alguna rendija abierta en la ventana, soportaba la danza de partículas de polvo en suspensión, que en aquel entorno tumulario casi parecía un sacrilegio. El silencio era molesto, causaba una desagradable sensación de vacío en los oídos. Norton empezaba a arrepentirse de haber cedido a la nostalgia de la anciana. Entonces, de repente, la casa entera se estremeció en un crujido lento, aterrador, semejante al gañido lastimero de un perro ante la llegada imprevista del amo demasiado tiempo ausente. Sally West acababa de cruzar el umbral.
Con paso vacilante se colocó en medio de la sala, recorriendo con la mirada todos y cada uno de los desconchones que ulceraban las paredes; las amenazadoras grietas del techo, que a intervalos dejaban a la vista unas carcomidas vigas de madera, como costillas de un gigantesco animal, muerto y descarnado por la putrefacción o los esparcidos restos del derrumbe de la escalera, que antaño llevaba a las habitaciones superiores. Todo evocaba la tragedia vivida. La muerte seguía instalada en aquella casa.
—Creo que no es prudente permanecer aquí más tiempo, señora Sinclair —sugirió el hombre, mirando con aprensión cuanto les rodeaba.
—¡Oh, Samuel, querido, no gastes formulismos conmigo! Al fin y al cabo somos antiguos conocidos. Solo llámame Sally, por favor. Y sí, tienes razón, es temerario visitar este caserón; en realidad siempre fue así, aún en los buenos viejos tiempos. Pero déjame que eche un vistazo allí abajo —dijo señalando la puerta del sótano, que se adivinaba en la oscuridad, unos pocos metros antes de donde debería estar el comienzo de la vencida escalera. Sin esperar la reacción del hombre, con una sorprendente rapidez, impropia de su avanzada edad, la anciana señora recorrió decidida el espacio que la separaba de su objetivo, desapareciendo en la negrura que llevaba a las entrañas del edificio.
Norton, maldiciendo la temeraria actitud de la vieja, corrió tras ella, tratando de iluminar los escalones con el potente foco de su linterna, pero la mujer había desaparecido. Era imposible que una persona sana hubiera descendido por aquella inestable escalera en tan pocos segundos, menos aún con los problemas de movilidad, propios de la edad, que mostraba ella. El sentido común le aconsejaba salir inmediatamente de aquella casa, que por momentos parecía estar bajo alguna especie de encantamiento maléfico, pero no podía dejar allí a la anciana, expuesta al peligro de un accidente, más que probable, de fatales consecuencias.
—Sammy, muchacho, no tengas miedo, baja a ver esto —la voz de Sally había perdido la ronca gravedad de la vejez y sonaba clara, limpia, divertida, como la de una adolescente—, no vas a creerte lo que hay aquí.
—Señora Sinclair, Sally —recuperó Samuel el tratamiento formal, en un intento de hacer valer su autoridad profesional—, es muy peligroso permanecer aquí, en cualquier momento podría sobrevenir un derrumbe, la posibilidad de un accidente grave es muy alta. Haga usted el favor de subir, tenemos que irnos, ya.
Esperó unos segundos la reacción de ella, pero únicamente obtuvo un inquietante silencio, que le hizo temer lo peor.
«¡Vieja estúpida!» —maldijo para sí mientras comenzaba a bajar con la máxima cautela, los escalones que conducían al sótano.
Abajo todo era desorden, cascotes desprendidos del techo, amasijos de hierros oxidados, basura; pero no había rastro de la mujer. Samuel apuntó el haz de luz en todas las direcciones sin resultado. La anciana tenía que estar en alguna parte, seguramente había ocurrido lo previsible y estaría tirada en el suelo, herida, sin conocimiento o, aún peor, muerta. Y toda la responsabilidad era suya. «¡Maldito idiota! —se reprochaba mientras seguía buscando en la oscuridad el cuerpo de la mujer—. Nunca debiste autorizar esta insensatez, la culpa es tuya y vas a pagar un precio muy alto por ello»
—¡Sam, no seas estúpido, ven, nunca pensé que seguirían aquí! —la voz seguía siendo la de una mujer joven, una muchacha y lo llamaba desde alguna parte de aquel sótano. Samuel, a pesar de lo anómalo e inquietante de la situación, se sintió aliviado.
Orientándose por el sonido, dirigió el chorro de luz hacia la pared de su izquierda y, asombrado, descubrió la entrada de lo que parecía un túnel; un agujero, que comenzaba a ras del suelo, de la altura aproximada de una persona de estatura media y poco más de un metro de ancho, que parecía estar iluminado, pese a que hacía no menos de sesenta años, que el caserón carecía de suministro eléctrico.
«It’s raining, it’s pouring,
The old man is snoring,
He went to bed and bumped his head,
And couldn’t get up in the morning».
Ahora la voz sonaba forzadamente infantil, lejana y entonaba una canción de guardería, «It’s Raining, It’s Pouring», la historia de un anciano que, durmiendo, se dio un golpe en la cabeza y no pudo despertar por la mañana. Definitivamente, la señora Sinclair, Sally West o quienquiera que fuese aquella mujer, había perdido el juicio por completo y a Samuel no le cupo duda alguna de que necesitaba ayuda.
Con cautela entró en el túnel. Norton era alto y tuvo que agacharse ligeramente; de complexión recia, la anchura del agujero tampoco le ofrecía demasiado margen de maniobra y un olor rancio, sofocante, de tumba antigua, contribuía crear una incómoda sensación de claustrofobia, que el hombre se obligó a vencer. Anduvo unos cuantos metros. El suelo era limo resbaladizo y las paredes, excavadas directamente en el subsuelo de la casa, una mezcla de tierra comprimida y rocas, que rezumaba un líquido denso, pegajoso, rojizo, que a veces goteaba del techo, como si la tierra se estuviese desangrando en repulsivos coágulos.
—¡Sally, señora Sinclair! —gritó, sin obtener respuesta. Su voz sonó acolchada, sin fuerza, amortiguada por la estrechez de aquella ratonera.
Se dio cuenta de que el suelo tenía una inclinación descendente, estaba adentrándose, cada vez más, en las profundidades sin que se viera el final de la galería, más allá de una tenue luz, que, como un punto de fuga, marcaba el camino a seguir. Por otra parte, advirtió con aprensión que el paso se iba haciendo cada vez más angosto. Ya tenía que caminar encorvado y las paredes también se habían juntado más; no podía seguir así, tendría que retroceder lo andado e ir en busca de ayuda, agrandar el agujero, apuntalarlo para evitar derrumbes. Maldijo mil veces la hora en que Sally West volvió a cruzarse en su camino. Entonces, un crujido terrible hizo que la sangre dejara de circular por sus venas. Con enorme dificultad se giró para mirar hacia atrás, comprobando con horror, que parte del túnel se había venido abajo. Estaba atrapado. No podía volver. Debía buscar una salida hacia delante.
—He went to bed and bumped his head, And couldn’t get up in the morning —¡Sammy, date prisa! ¿Por qué tardas tanto? —la voz le llegó algo más cerca, debía estar a unos pocos metros y eso, lejos de ser un estímulo, por primera vez le dio miedo.
Volvió a encarar la parte todavía abierta de la galería. El esfuerzo para lograrlo fue enorme y tuvo que desembarazarse del grueso gabán para conseguirlo; solo pudo salir de la prenda reptando hacia delante como lo haría una serpiente para mudar de piel. No tenía frío, sus estremecimientos eran de angustioso terror. Tenía que seguir adelante y todavía pudo hacerlo, agachado, durante unos metros, pero la galería continuaba estrechándose y pronto estuvo gateando por aquel limo resbaladizo y pestilente. Su ropa, toda, botas, camisa, pantalones, eran puros harapos de cuero y tela ensangrentada, en la que se mezclaba la purulenta baba rojiza que rezumaban las paredes, cada vez más estranguladas de la mina y la sangre real de las heridas que se producía el hombre en brazos y piernas, intentando ganarle centímetros a la roca.
—¡Samuel, Sam, ayúdame, quiere hacerme daño, ven pronto, Samuel!
La llamada de auxilio, provenía de Harry, su amigo de la infancia, no había ninguna duda, reconocería esa voz entre un millón. Pero era imposible. Una alucinación. El preludio cruel de la locura.
—¡Estás muerto, Harry, cállate, por dios! —gritó con todas sus fuerzas sintiendo la nausea abrirse paso a través del esófago. El vómito escapó de sus entrañas con fuerza, doloroso, abrasándole la garganta, huyendo de su cuerpo como lo hacen las ratas de un barco condenado.
—¿Te preparo un emparedado de crema de cacahuete, Sammy?
No podía ser la señora West, se impuso negar la evidencia, aunque también reconoció su cálido acento sureño. Quiso espantar ese fantasma, salir de allí como fuera. Se impulsó hacia adelante con las escasas fuerzas que aún tenía, resbaló en el limo, cayó de bruces y quedó atrapado en la grieta, incapaz de hacer el más mínimo movimiento, con el pánico golpeándole la garganta, boqueando oxígeno desesperadamente, como un pez fuera del agua y los ojos, desmesuradamente abiertos, fijos en la tenue claridad, que todavía se vislumbraba al fondo del túnel, pero que, lentamente, se iba apagando. Por fin solo quedaron las tinieblas. Estaba enterrado en vida.
—Todos están muertos: Harry, Mortimer, Sally, Nora, el señor West —la voz, áspera, metálica, chirriante como una puerta oxidada, provenía de las paredes—, dejaron de existir ese día, hace sesenta años. Sus huesos están fundidos con la tierra, te rodean, cada uno en su respectiva galería, como pronto estarán los tuyos, Samuel Norton, pequeño Sam. Al fin y al cabo, casi eras uno más de la familia.
»Debisteis hacer caso a las historias de duendes, apariciones y fenómenos extraños que os contaba Morti, ¡pequeño granuja! Ahora ya no hay remedio, te reclama la muerte y, créeme, no va a ser fácil; únicamente el viejo Larry tuvo la fortuna de morir con rapidez, su corazón no pudo soportar la horrible impotencia de sentirse atrapado, embutido entre limo, piedras y oscuridad. Pero yo estaré contigo todo el tiempo. ¡Qué quieres, soy así de romántico! Y no dejaré de cantarte en todo el largo proceso que te espera hasta que llegue el final:
«It’s raining, it’s pouring,
The old man is snoring,
He went to bed and bumped his head,
And couldn’t get up in the morning».
Por cierto, ¡qué estúpido soy!, no me he presentado debidamente. Me llaman Jaldabaoth. Y voy a ser tu guía espiritual por toda la eternidad. ¡Bienvenido al infierno Sammy Norton!