Abad.:
Buenas tardes, don Francesco.
Cura.:
Buenas son, abad Lacarra,
pero arrímese a la parra,
hombre, que estará más fresco.
¿Qué le hace por esta casa,
al fraile benedictino?
Abad.:
Pues que iba haciendo camino
y como hoy el sol abrasa
me dije: ¡de esta no pasa!
Entro y que me invite a un vino.
Cura.:
Muy sabio, ese pensamiento,
más vaya tomando asiento,
pues tengo yo un Cariñena,
alivio de cualquier pena,
que ha de cortarle el aliento.
Abad.:
¿Es vino de consagrar?
Cura.:
No, que soy un cura serio
y hago, yo, por no mezclar
placeres y ministerio.
Abad.:
Los placeres son pecado,
lo manda la Santa Iglesia
y hay que atender al recado.
Cura.:
Pues arderé en los infiernos,
que yo en mis vicios no cejo.
Soledad y vino añejo.
No hay, abad, otra analgesia,
mejor para mis inviernos.
Abad.:
¿La soledad, un remedio?
Nunca oyera, yo, tal cosa,
muchos dicen que es odiosa
y que les incita al tedio.
Cura.:
Cosas de gente de tasca,
lenguaraces y sin seso.
¿Al fraile le gusta el queso?
¡Soledad, cariño mío!
Anda, amor, tráete una frasca,
unas lascas del curado
y ven a echar un bocado,
con este fraile tan sieso.
Abad.:
¡Pero, mosén, vuestros votos!
Al fuego eterno abocado,
mirad, que estáis condenado.
Solo por un triste beso.
Cura.:
Al diablo dadle mis señas.
No dudéis, señor abad.
Antes mearán las cigüeñas,
o habrán de llevarme preso,
que quitarme de mi queso,
mi vino y mi Soledad.