A ver, quién no tenga un miedo, rareza, manía, extravagancia, chifladura u obsesión de cabecera, que tire la primera piedra o que se la envaine para siempre.
¿Nadie? ¿Ningún valiente? ¿En serio?
Todos tarados, lo que yo te diga.
La lista de fobias es enorme y las hay para todos los gustos; desde las más conocidas, como la claustrofobia, miedo a los espacios cerrados, a las más extravagantes, como el canguelo a las palabras largas, que para más joder se denomina: hipopotomonstrosesquipedaliofobia. Que también los siquiatras, hay veces que le ponen mala leche a lo de bautizar las neuras.
En todo grupo social suele haber algún miembro que padece ablutofobia, o sea, aversión al baño; el mofeta de turno con el que, por razones obvias, todos tratamos de mantener las distancias.
Los hay que siempre llevan un trozo de madera en el bolsillo para ahuyentar el mal fario; algunos colores, como el amarillo, suelen tener mala prensa; levantarse de la cama con el pie derecho por delante es una prioridad para muchos, en definitiva, quién más, quién menos, todos tenemos alguna chifladura y quien no la tiene, no es de fiar.
A mí, sin ir más lejos, me agobia mucho la navidad.
Lo llaman fenómeno Grinch, depresión navideña o trastorno afectivo estacional, y llevo años sufriéndolo en silencio —como se padecen las hemorroides—, porque declararse insumiso emocional en esas fechas no queda nada bien; que lo dices y te miran como si fueras un bicho raro, un mala sombra, un “cortarollos”, en definitiva.
Por eso se tiene un pudor, casi atávico a reconocer el muermo que le produce a uno tanto derroche de felicidad en conserva. Como decía, es una sensación anímica parecida a la del dolor culero provocado por las almorranas, sí, que da cosa pregonarlo por escatológico, vergonzante y en absoluto glamuroso.
El caso es que tengo un amigo sicólogo —argentino, por supuesto, rosarino, como Messi—, que se vino a España en 2002 huyendo del corralito, y se gana la vida echando media suelas a las neuras del prójimo. Así que aprovechando la quedada del primer sábado que se colocó a tiro, hice un aparte con él y en un plís plás, le puse al corriente de mi problema; tampoco es menester un derroche de elocuencia para explicar que las navidades me dan por el saco una barbaridad.
Raulito —así se llama mi amigo y de apellido Stagnari—, escuchó con aparente interés mi chifladura, se acarició la perilla un par de veces, miró hacia el techo componiendo el gesto de quien medita una respuesta competente, apuntó a mi nariz con un dedo acusador y mirándome fijamente con ojos de rumiante modorro, me dijo: «¡dejáte de boludeces, cheee, sos un gil, que siempre andá buscándole la quinta pata al gato!» y se pidió otro gin-tonic. Es lo que tiene gorrear a los amigos en el terreno profesional, que te proporcionan las soluciones en basto, sin pulir y allá te las compongas.
Pero de la misma manera que a Rick Blaine (Casablanca – 1942 – Michael Curtiz, Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid, Claude Rains), siempre le queda la bala de París en la recámara del recuerdo, a mis paranoias y a mi nos la suda que un lisiado sensitivo, silba tangos y con un pedo del quince, nos mande al carajo sin miramiento alguno, porque siempre, siempre, nos quedará Internet.
Procedimiento: vas a la barra del buscador, tecleas “fenómeno Grinch” y 0,37 segundos más tarde, san Google te proporciona 37.700 respuestas del más variado criterio y libres de impuestos.
«¡Stagnari, cheee, reverendo pelotudo, te podés meter la milonga pampeana por el orto!».
Claro que nada resulta más efímero que la alegría en casa del pobre, porque tras visitar una docena de los 37.700 enlaces propuestos por la red, el entendimiento entra en crisis, se colapsa, las circunvoluciones cerebrales desaparecen y la sesera, lisa como un espejo, se convierte en una pista de hielo donde las neuronas improvisan un desesperado claqué, precursor de un inminente partirse la crisma.
Es tanta la información que tienes por delante y tan imposible de procesar, que se te forma un cacao mental de proporciones cósmicas, impredecible, de la hostia, vamos, y no es que los árboles te impidan ver el bosque, qué va, se te ha caído encima la arboleda entera y todavía quedan 37.688 cajitas con sorpresa por abrir.
Esto es lo que mi amigo rosarino quería darme a entender cuando aquel sábado alcohólico me mandó sutilmente a la mierda: que no merecía la pena comerse el tarro con la tontería; sentirse gilipollas funcional una vez al año tampoco es como para cortarse la venas y que es mejor relajarse y dejarlo correr; solo que lo hizo desde la confianza que da el cariño, con las facultades mentales zozobrando en una galerna de Beefeater y dióxido de carbono, pero con un acento porteño muy de agradecer.
«¡Raulito, cheee, regio, sos Gardel, pibe!, pegáme un tubazo y nos vemos ¿sí?».
En fin, lo único que me ha dejado claro Internet después de toda esta movida, es que soy un sociópata estacional, lo que todavía me desalienta más, mira tú, porque parece que hasta en esto de las fobias soy incapaz de rematar faena.
Pero, oye, por algo se empieza, que Zamora no se hizo en una hora.
La cosa es meter la cabeza y una vez dentro, haciendo suplencias, echándole horas y con un poco de suerte, estoy convencido que acababaré de sociópata a tiempo completo, que otros tullidos sicológicos menos comprometidos con la causa lo han conseguido.
Veremos.