La quedada es en El Maño, la tasca con más solera del distrito. «Casa fundada en 1947», aún puede leerse en el viejo rótulo que corona la entrada del establecimiento. Su primer propietario fue Hilario Cosuenda, natural de Paniza, en la provincia de Zaragoza. Cincuenta años largos aguantó el maño detrás de la barra, hasta que los achaques y el cansancio le obligaron a traspasar el negocio.
Se lo quedó un chino, Kuan-yin Zhōu –Juanín para la clientela—, porque ya el barrio se había convertido en un crisol de culturas, como llama la gente de orden para enmascarar su mala conciencia, a la marginalidad y el deterioro de los nuevos guetos urbanos, donde se refugia el aluvión migratorio.
El motivo del encuentro, celebrar que Román, el chico de Toñi, la peluquera, licenciado en ingeniería informática por la Complutense, ha encontrado un curro de lo suyo en una gran empresa del sector, Chips Tecnology International: software para empresas y servicios de hardware informático, especializada en el desarrollo de soluciones de nube y locales. De momento el contrato es temporal y mileurista, pero la cosa es meter la cabeza, como le dice su madre, y dejar de ir dando tumbos a lo que salga.
A Román, los estudios se le dan bien. Habla y escribe en inglés con fluidez. Se sacó la carrera en cinco años, terminando entre los diez primeros de su promoción. Durante ese tiempo, y para ayudar en casa, trabajó de reponedor en el súper, camarero los veranos, guardia de seguridad por las noches, cuidó enfermos, paseó perros, e hizo alguna que otra chapucilla de fin de semana.
Juanín ha preparado una especie de reservado al fondo del local, y para el papeo unas tortillas de patata —las borda el jodido chino—, croquetas, rabas de calamar, sangría, cervezas y refrescos, porque Amath, el moreno senegalés, es musulmán y lleva lo del alcohol por el libro.
La madre de Luis Eduardo ha preparado una bandeja de arepas colombianas, con queso, jamón, aguacate y huevos revueltos; Angelito ha traído una fuente de zarangollo murciano, que a su abuela le van a dar cualquier día una estrella Michelín; Juanín, que tiene la plancha rebosante del mici rumano, de Alexandru, cada poco va sacando a la mesa las humeantes albóndigas y nuevas jarras de sangría, que con el calorcito y el cachondeo entra sola. Hay comida y bebida de sobra y los parroquianos se suman gustosos a la celebración. De algún sitio sale una guitarra, y Juan Manuel Heredia, gitano de mercadillo, se arranca por rumbas, secundado por Jairo, su hermano, que maneja el cajón de ritmos. A la noche le privan las tascas, no tiene prisa y se apunta a la juerga. Ya comienza a clarear cuando la fiesta mestiza en El Maño empieza a desinflarse. Hay que ahuecar y cada mochuelo a su olivo.
Siete años, se ha tirado Borja Mari en la UAX para sacarse el grado de administración y dirección de empresas, dos más para el MBA, en la University of San Francisco – School of Management y otro sabático para sacudirse el estrés, entre Ibiza, Montecarlo y Zermatt, todo un vía crucis, que terminará en unos días, cuando se haga cargo de la Dirección de Recursos Humanos en Chips Tecnology International, empresa que hace cosas de informática, o algo así, de la que su papá es accionista mayoritario y presidente del consejo de administración.
Pero eso ya se verá, hoy toca celebrarlo con el grupo: Tony, Luisma, Mónica, Patri, Virginia, Tinín y alguno más, que se apuntará sobre la marcha. Unos hoyos en La Moraleja, spa, masaje y cena en Macondo, dos estrellas Michelin: Wagyu A5 —exquisita vaca japonesa—, percebes bourgignnone, quisquillas de Motril con mantequilla noisette, puchero con algas y caviar a la brasa, y virrey a la brasa con sabayón en miso y guisantes, todo maridado con un par de buenos caldos, por menos de cuatrocientos euros per cápita. Y el servicio espectacular, nacional, de aquí, nada de sudamericanos, gente del este o incluso negros, ¡qué horror!, como se ve en otros sitios cutres. Luego a cerrar la noche en la zona VIP de Narcotics: unas botellas de Dom Pérignon Luminous para brindar por el éxito de la operación, barra libre de todo, tripirulas incluidas, y a bailar hasta que el cuerpo aguante, que para devolverlos a casa, sanos y salvos, están los chóferes haciendo guardia en la puerta, con los coches al ralentí. Todo muy auténtico, muy nuestro, muy racial, solo faltaría.
El departamento de recursos humanos de Chips Tecnology International ocupa la cuarta planta del edificio de hormigón y metacrilato, sede de la empresa, ubicado en el parque empresarial de Barajas. Son las diez y media de la mañana. Román lleva esperando desde las ocho a que llegue el director de recursos humanos, es el primer día de ambos y ha insistido en darle la bienvenida personalmente.
—Ya puedes pasar, Román —una chica muy mona le hace señas desde la puerta del despach—, Borja Mari te está esperando.
Al chico de Toñi, la peluquera, le entran ganas de hacerle notar que es él quien lleva dos horas y media haciendo antesala, pero la prudencia le dicta que es mejor callar y, con su mejor cara, atiende al reclamo de la secretaria. El despacho es suntuoso, en la mesa de trabajo de cristal y acero, una placa identifica al tipo que le espera en pie, sonriente y con la mano tendida:
Borja María Espinosa de los Cetreros
HR Director
Román estrecha la mano del que ya es su jefe y atendiendo a sus indicaciones gestuales, toma asiento.
—Bueno, bueno, bueno, Román Castillejo. Para los dos es el primer día de trabajo en esta familia, porque has de saber que esto no es una simple empresa, un negocio para ganar dinero, no; Chips Tecnology International es la casa de todos nosotros, el sancta sanctórum, el objetivo de nuestros desvelos. ¿Estás de acuerdo conmigo, muchacho?
—Desde luego, señor Espinosa…
—¡Eh, eh, eh! Borja Mari y de tú, que esta es una empresa moderna, sin distancias sociales, ¿me explico?
—Lo siento, Borja Mari, lo que tú digas, por mí encantado.
—Pues eso. Aquí todos somos del país, gente de bien, de confianza, nada de aventuras étnicas, que luego pasa lo que pasa: les das la mano y se toman el brazo. Mira, tu contrato es por seis meses, política de empresa, nada personal, no vayas a creer. Pero si estás a la altura, y estoy seguro de que será así, te lo iremos renovando a su vencimiento.
»El salario no es mucho, hay que reconocerlo, pero no es por dinero que trabajamos, sino por la realización de un sueño y el crecimiento como personas. Conoces la hora de entrada, las ocho de la mañana; la de salida nunca se sabe, depende de muchos factores, pero esa es nuestra cultura empresarial, Román, y espero que también sea la tuya, porque de lo contrario vamos a tener un problema. En esta casa somos liberales a full time y no queremos veleidades filocomunistas de ningún tipo.
»Bueno, chico, bienvenido a esta familia —concluyó Espinosa su discurso, levantándose de la poltrona y ofreciendo, de nuevo, su mano tendida—, Begoña te acompañará a la sala de trabajo. Como decía un tipo en una vieja película, cuyo título no recuerdo, «presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad.»
—La película es Casablanca palurdo —piensa Román fuera ya del despacho—, lo dice Rick Blaine, y también que: «De todos los bares de todas las ciudades del mundo, ella ha tenido que entrar en el mío.» Y tiene el pálpito de que él, lo mismo que Ilsa Lund, tampoco debería haber puesto los pies en este tugurio insulso, esclavista y xenófobo.
Mientras sigue en silencio a la chica por aquellos asépticos pasillos, no puede evitar la nostalgia de un regusto a arepas, albóndigas rumanas y tortilla de patatas con un toque cantonés, a la vez que una banda sonora de rumba catalana, «saboreando, sa, saboreando / saboreando, sa, sa,saboreando», pone ritmo gitano a sus caderas, ahuyenta la bruma que le embota el cerebro y pinta en sus labios una sonrisa guerrera.
El choque cultural está servido.