«Es la tercera vez que pasamos por aquí, no me cabe ninguna duda, esa roca no se parece a ninguna otra: un enano cagando; ¡por Dios!, si es que esas dos piedras de abajo son, talmente, la raja del culo».
—Mamá, coño, la roca, que estamos dando vueltas en círculo, no seas bruta, reconócelo, nos hemos perdido, y deja ya de comer setas, que no me fio, solo nos falta que te pongas mala.
«Las ha cogido hace un rato, debajo de unas sabinas; dice que son comestibles, pero ve tú a saber, no me fio. Y encima se está nublando. Quien me mandaría a mí meterme a buena hija, con lo a gusto que estábamos, las dos, con ella en la residencia».
—Ay, Clarita, hija mía, no seas siesa, que me conozco el bosque como la palma de la mano. Nací aquí, en este pueblo, y la de veces que me habré recorrido estos andurriales de cría, por favor.
«Algo de razón tiene mi Clara, el pueblo no es lo que era, ni de lejos, al fin y al cabo han pasado más de cincuenta años desde que me fui. Vamos, qué digo, ni conocido. Sin embargo, el bosque no cambia, supongo, aunque lo recordaba todo más grande y despejado, accesible. Pero eso queda para mí, si se lo digo a ella, para qué queremos más. Joder con las setas, están buenísimas y tienen un no sé qué, te dan un hormigueo por el cuerpo, como que te ponen cachonda, oye, a mis años, ¡Jesús!».
—Mira, está cambiando el tiempo, parece que se nubla y si nos llueve estamos jodidas, mamá; vamos a hacer una cosa: con el móvil saco las coordenadas, llamamos a emergencias, decimos que nos hemos perdido y, en un plis plas, nos rescata la guardia civil, que para eso está. Asunto concluido. No pasa nada, cariño, no te agobies.
«Pobre, yo la entiendo, con lo que ha sido esta mujer, mi madre, un referente para toda la familia, con los ovarios bien puestos, que no había fuerza humana o divina que la frenase. Un huracán. Pero el tiempo pasa, es inmisericorde, a todos nos cuesta admitirlo; si soy yo misma, fíjate, con cuarenta y pocos, y hay cosas que ya se me hacen cuesta arriba».
—Vamos, por encima de mi cadáver, Clarita, corazón. No te apures, que lo tengo todo controlado, la cabaña de los cabreros debe estar… Hija, ¿no quieres una seta?, están riquísimas, mi niña.
«Pues no tengo ni puta idea por dónde queda la jodida cabaña de los huevos, para qué decir una cosa por otra, pero de dar el cante en el pueblo nada; lo que se iba a reír mi prima Loli, esa bruja. A punto estuvo de liarse con mi Sinesio, que en paz descanse, menos mal que una es más larga que la alfombra de una iglesia y meé bien el territorio. ¡Qué sofocos, por Dios! Me están subiendo unos calores, así, desde los bajos, una cosa… Será por las setas, oye, qué barbaridad».
—Pues tú dirás, Adelaida Mardones, pero yo no pienso pasar la noche al raso y a ti, por la artrosis, tampoco te conviene. Así que te doy de margen un par de vueltas más y si no encuentras el camino llamo a 112, como Dios pintó a Perico. Y deja ya las puñeteras setas, que vamos a tener un disgusto.
«Pero mírala, si es que lleva un cuelgue del copón. Esto no es serio en una madre, vaya ejemplo que me da, aunque lo mismo probar un champiñón de esos, en estas circunstancias, mira tú, tampoco te digo que sea mala idea; hace siglos que no me lío un canuto y viéndola así, qué quieres, me ha entrado el gusanillo. Pero no, si acaso más tarde, que ahora alguna de las dos tendrá que estar operativa. ¡Joder con la generación hippy de los cojones, lo que les dura la cuerda!».
—Ay, Clarita, hija, lo que te vas a reír, mira, tu enano cagón otra vez. Oye y, visto así, desde atrás, tienes razón, parece un culo, y es enorme. ¿Por delante lo tendrá todo igual? Madre que risas, por favor. ¡Anda, tu padre! Pero qué haces subido ahí arriba, Sinesio, mi vida, y en pelotas. ¿Quieres una seta? Como en Woodstock, ¿te acuerdas?
«Joder, me está pasando lo que en la película esa, «El sexto sentido», en ocasiones veo muertos, y en bolas. La madre que me parió. No quiero más setas».
»Clara, hija mía, bien pensado, lo mismo es buena idea lo del 112.