Hace frío, mucho. El latido del mar se espejea de luto con rayos de luna negra, mientras el cabeceo del cayuco alimenta de carne mortal el miedo de Kamali, que aprieta al pequeño Thabo contra su vientre, como si pudiese ampararlo, de nuevo, en la cálida tibieza de sus entrañas. Los dos le tiemblan esperanzas a la noche, presintiendo que el nuevo día volverá a traer un horizonte infinito de mar y desconsuelo.
Acaricia, Kamali, la cabeza de su hijo y el tacto salitroso del cabello se torna amable y tierno, en el recuerdo de otros dedos queridos, ensortijando el suyo a la sombra entrañable de las palmeras.
—¿Por qué son dulces, como la miel, los frutos de la palmera, babu? —vuelve a su cabeza la voz infantil de un pasado todavía cercano.
Ahora, más que nunca, echa de menos a su abuelo, babu Jabari: la ternura, esos fuertes brazos protectores y el sabor meloso de los dátiles, que siempre tenía listos para ella. Aún siente viva en su mejilla la cálida rugosidad de sus dedos, encallecidos por el duro trabajo, el amor que le bailaba en los ojos con cada mirada y la cadencia armoniosa de sus palabras, contando historias bonitas que la hacían soñar.
—Hace demasiado tiempo, tanto que apenas queda el recuerdo —era la fórmula que siempre usaba para comenzar la narración—, vivía un gran rey llamado Mwenye. Su poder se extendía por toda la Tierra; era fuerte, implacable, muchos decían que cruel y sanguinario; infundía terror en sus enemigos y un respeto litúrgico en quienes lo amaban. Se enamoró deJahzara, la joven hija de un pastor de cabras, tan bella, que cautivaba los corazones de todo aquel que tenía la dicha de contemplarla. No fue menos, lo que sintió Mwenye, y rendido de amor, se postró a sus pies, ofreciéndole su propia vida a cambio de un beso. Jahzara también impresionada por la gallardía del rey, su viril apostura y la fuerte determinación de su mirada, lo amó.
»Fue un matrimonio feliz; el cariño que se profesaban era más grande cada día, igual que la belleza de Jahzara, pues parecía no tener límite, tanto, que Olodumare, el dios que todo lo puede, quiso hacerla suya: «Con la primera luna de ktobir, te tomaré, Jahzara, y serás una conmigo entre las estrellas», sentenció, dejando a los esposos hundidos en la tristeza y la desesperación. Nada podían hacer para oponerse al mandato de Olodumare; todo el poder real era insignificante, frente al simple capricho de los dioses. Y lloraron. Con lágrimas de sangre. Abrazados. Rotos. Hasta la extenuación. Sin esperanza.
»Pero sus lamentos llegaron al corazón de Oshún, diosa del agua, la seducción y el amor, que conmovida por su pena y furiosa por la crueldad de Olodumare, decidió ayudarlos. No podía oponerse a los designios del dios supremo, pero sí confundirlo con su magia, de manera que puso sus manos sobre las cabezas de los amantes, los hizo unirse en un beso eterno, fusionándolos en un solo cuerpo, y los convirtió en palmera.
»Consumado el prodigio, la palmera siguió llorando, pero ahora de dicha, y sus lágrimas, dulces como la miel, se arracimaron en cabelleras de dátiles, Kamali, como estos que tanto placer te ofrecen cuando los comes.
Babu Jabari se fue la noche que llegaron a la aldea unos hombres oliendo a muerte, que reían con la boca cerrada.
—Cuando ya no esté —le había dicho babu—, búscame al amanecer en la estrella más brillante y deja que tus miedos vuelen lejos, hacia las sombras, porque allí, en su luz, estaré yo para cuidar de ti.
El cielo está perdiendo la negrura. Un halo triste entinta de púrpura el horizonte que rodea el cayuco. Las estrellas se han retirado. Todas menos una, que permanece incólume al desafío de la aurora. Retadora. Espléndida. Centelleante. Kamali, se refugia en ella como en un sagrado. Es la última promesa que le debe la vida. Entonces surge el milagro.
Los hombres empiezan a reír; dan palmas; bailan, poniendo en peligro la estabilidad del bote. Entre la bruma, un barco hace señales. En el cielo, otro lucero, mecánico, sin magia, les pone en el centro de un foco salvador. Todos se abrazan mostrando alegría; algunos lloran de felicidad, todos se palmotean las espaldas, congratulándose por un futuro incierto. Solo una mujer —quién sabe su nombre—, permanece ausente, en otro mundo, ajena a lo que ocurre a su alrededor, acunando en sus brazos el cuerpo inerte de un niño, al que ya no le queda vida por descubrir, seca por dentro, sin lágrimas.
Y Kamali le presta las suyas, mientras estrecha a Thabo contra su corazón, preguntándose si, allí adonde van, la gente sabrá por qué y cómo lloran las palmeras.