(Un gran relato escrito por una gran amiga y escritora, Paquita Escobero. Disfrutadlo.)
La tinta estaba esparcida por el escritorio. La carta intacta, como si el negro espesor que salía de la minúscula botella no quisiera tocar esas letras. El líquido hacia un extraño giro en sentido inverso a las agujas del reloj, deslizándose por la mesa en un goteo incesante hacia el suelo. ¿Cómo algo tan pequeño puede contener tanto dentro? —pensaba la inspectora Fran Beroira.
Curiosamente, esa misma cuestión era el inicio de la carta manuscrita que reposaba abandonada encima del escritorio. Parecía inacabada. La pluma que había dado forma a las palabras aún goteaba encima de las últimas letras.
Habían llamado a la inspectora a altas horas de la madrugada, aún quedaba para que amaneciera. Siempre pensó que trasladarse a vivir a ese pueblo tan pintoresco de la sierra portuguesa, sería lo adecuado para mantenerse más alejada del caos. Pero ya tenía claro que no podía esquivarlo ni en Piodao.
Fran abrió levemente la cortina del pequeño espacio en el que se encontraba de la casa, parecía un estudio, despacho o consulta. Quizá todo a la vez. Por el hueco de la ventana se podía ver como los vecinos se agolpaban alrededor de aquella casa tan característica del pueblo. Similar a muchas otras, pero con un azul algo diferente al resto, tan intenso, que ni la oscuridad de la noche impedía localizarla. Un pueblo que había dejado de ser tranquilo y donde la policía se había convertido en un elemento más del paisaje.
Volvió a mirar los pequeños manojos de hierbas que colgaban en el porche. Anudados y minuciosamente separados, aparentemente sin una clasificación concreta. Desprendían un aroma embriagador que se colaba por todos los huecos de la casa; manzanilla, poleo, menta, hierba luisa, orégano, albahaca, melisa, hierba de san juan, pasiflora, diente de león y muchas, muchas más.
Al entrar en la casa ya se había fijado en ellas, le encantaban aquellas hierbas en sus infusiones. Había aprendido a utilizarlas con los años de ingesta, para esos males menores que a veces se consuelan al abrigo de una taza caliente. Miró la lavanda y sonrió levemente, ¡Cuántas veces su aroma había inundado sus noches de imsonmio! Se volvió a fijar en que junto a cada atado de hierbas, colgaba una cartulina pulcramente escrita con el nombre de las mismas y su uso. Parecía el mismo papel y tinta que acababa de ver en la carta.
Alcanzó a leer las más próximas a la ventana:
<Hierba de San juan: ayuda con la depresión, síntomas de la menopausia, ansiedad y sus efectos en somatizaciones. OJO, no mezclar con medicina tradicional para los mismos trastornos>
<Lavanda: facilita el sueño y la digestión, mitiga las dolencias estomacales nerviosas y alivia el dolor y la irritabilidad. OJO: cuidado en embarazadas y niños pequeños, dosis mínimas. Si la tensión es baja, o hay problemas de corazón, buscar alternativas>
Un repentino toque en su hombro junto a su nombre pronunciado con cierto nerviosismo, hizo que regresará de su ensimismamiento a la escena de aquella aparente desaparición.
—Inspectora Beroira ¿Está usted bien?—dijo uno de los agentes de policía que se encontraba con ella.
—Sí, disculpe, pensaba solo pensaba— respondió la inspectora.
Fran pensaba que encima de los fogones había una tetera preparada con agua y en la encimera, una taza de porcelana antigua, con los golpes de la vida pero aún util. Dentro, un filtro con una mezcla de hierbas, esperando que el calor del agua hirviendo pusieran en marcha su influencia en el cuerpo humano. Había olido y reconocido su contenido: Valeriana, pasiflora y manzanilla. El olor era inconfundible, ella también usaba ese combinado. Águeda, la dueña de esa casa, amiga y según el cartel de la puerta, guía espiritual y sanadora naturalista, era quien se lo preparaba cuando necesitaba clamar sus nervios.
Pensaba que cuando inicias el ritual de prepararte la infusión que necesitas, no sueles dejarlo a medias. Esa taza estaba allí para tomarla y el agua no había llegado a rozar la porcelana. ¿Donde estaba Águeda?
Volvió al escritorio. Ya estaban puestos los diferentes identificadores de las posibles pruebas. Al lado de la carta había uno fluorescente con el número 3. El uno estaba junto a la puerta, en el suelo, pegado a una bolsa de papel de la que se habían salido la mezcla de hierbas que contenía infusión sin hacer.
Quizá Águeda abrió la puerta y la dejó caer. —Una pregunta más que responder.
El número dos, junto a una especie de huella a los pies de la mesa que no podía determinar si era animal o humano. Parcialmente irreconocible. Brillante.— Esa pregunta sería más difícil de contestar.
Fran cogió la carta con una pinzas metálicas que le había proporcionado el asistente de custodia de pruebas. La tinta estaba aparentemente seca, pero brillaba tan intensamente que daba la impresión de que al meterla en la funda de plástico de las pruebas, se iba a emborronar entera o desintegrarse. Así que pidió al agente que más cerca tenía, que hiciera fotos tanto de la cara como del reverso de la carta. Tenía que verse con todo detalle lo allí escrito. Una vez hecho, le ordenó que cogiera la libreta para anotar lo que.iba a leer, cada palabra allí contenida podría ayudar a dilucidar lo que había pasado.
Un papel basto, duro y con betas que indicaba que era tan rustico como el entorno, un papel casero. Un entorno que no dejaba de darle cada vez más pruebas y pocas soluciones.
Fran, al ver al agente preparado comenzó a dictar: <¿Cómo algo tan pequeño puede contener tanto dentro? Así siento mi corazón. Dicen que tiene el tamaño perfecto y yo creo que ya no tiene espacio para más. Alberga todo lo que desde niña creía que tenía que guardar. Hasta las oraciones que me enseñaron y en las que no creo y hoy sin querer he vuelto a recitar. Águeda, así me llamó mi madre, porque decía que tendría un buen corazón.
Está casa siempre ha estado llena de vida, personas, esperanza, paz.
Desde que tengo memoria la puerta solo se cerraba por la noche, desde mi tatarabuela hasta mi madre y ahora yo. Estos muros conocen casi todas las historias de los que han convivido en este pueblo, buenas o malas, tristes o alegres. Algunas veces para curar y otras solo para consolar. Pero siempre un mismo patrón, una puerta abierta día y noche para que fluyera todo lo malo que entraba y se limpiará constantemente la energía de los que dentro vivíamos.
Hoy mi corazón cree que no puede más y nunca he tenido ese sentimiento. No caben más lamentos, ni quejas, ni suspiros que no sean los míos. He visto su luz y no puedo pensar en nada más. No, no estaba soñando, se que estaba despierta, aún sujetaba el libro de anotaciones de remedios del día en mis manos. Escuché su voz, como me llamaba y me pedía que fuera hacia su luz. Escuché su llanto y hasta mi silencio para escucharlo enmudeció.
No sé qué sucede, que pasará, pero si alguien lee está carta y no es mi voz quien la relata, buscadme en la luz.
Fran paró de leer, ensimismada en sus pensamientos intentaba buscar una similitud con las desapariciones anteriores. Pero parecía que nada de lo consignado indicase que los casos estaban relacionados.
Aún con la carta en la mano se volvió a mirar los manojos de hierbas que oscilaban por el viento en el umbral. Se acercó a ellos y fue uno a uno leyendo cada una de las cartulinas. ¿Flores de espino blanco? Juraría que no estaban allí al llegar. Sabía que se usaba para tratar el corazón, más bien limpiar lo que lo obstruye, pero de ellas pendía una cartulina blanca y roja. No, una carta de naipes, el As de corazones. En el reverso una anotación, la misma que ponía Águeda en el final de la carta, donde la tinta se agolpaba— A ti que estás en los cielos, si me escuchas, ¡sálvanos!
Autora: Paquita Escobero
15 de septiembre de 2024 (R)
Gracias amigo mío por dar difusión a este relato. La inspectora Fran Beroira va a seguir su andadura. Muchas gracias por el espacio, el tiempo dedicado y tú inigualable apoyo.
Gracias a ti por la confianza que me muestras.
Saludos.