Investigadores de la Universidad de Leicester, revelaron en 2013 que Ricardo III de Inglaterra tenía lombrices. Por una vez en la historia se cambiaron los papeles y el parásito terminó parasitado. Resulta paradójico y. por qué no decirlo, divertido.
Murió el 22 de agosto de 1485, en la batalla de Borwosth, uno de los últimos episodios de la Guerra de las Dos Rosas, que enfrentó a la casa de York con la de Lancaster y fue el último rey inglés que cascó en combate.
Le precedieron en el tránsito Harold II Godwinson, muerto en la batalla de Hastings en 1066, y Ricardo I Corazón de León, que pasó a mejor vida durante el sitio al Château de Châlus-Chabrol, en 1199.
A raíz de lo de Ricardo III, a sus británicas majestades les empezó a parecer poco rentable eso de partirse la cara a machetazos como vulgares plebeyos, fueron perdiendo interés en el cuerpo a cuerpo, acabaron delegando en sus siervos eso de asistir a las batallas en carne mortal y se hicieron fuertes en la retaguardia ocupados en otros menesteres más nobles, como diseñar estrategias, organizar la logística, remendar alianzas… cosas de reyes, para entendernos.
Dicho de otro modo: pusieron culo en pared y se dedicaron a ver los toros desde la barrera, que la chusma siempre iba con hambre y no les venía mal comerse algo, aunque fuera unas buenas hostias. Como dice el refrán: «repartió dios y le tocó el cielo».
Los franciscanos dieron discreta sepultura a los restos de Ricardo III y no dejaron constancia del sitio. Así que como Enrique VII, su oponente y sucesor en el trono de Inglaterra, no tenía intención de honrar su memoria, la ubicación del enterramiento perdió todo interés para la historia, que como todo el mundo sabe la escriben siempre los que ganan.
De esa manera, Ricardo pasó a los libros convertido en un rey maldito, tiránico, cruel, despiadado, físicamente deforme y de mal ver.
Pero en 2012, unas obras en un aparcamiento del centro de Leicester dejaron al descubierto los reales huesos; para más burla y escarnio de la figura del pobre Richard, que perdió la vida en el campo de batalla, traicionado por su cabalgadura y acabó sobrellevando el eterno descanso bajo toneladas de caballos, eso sí, de potencia y con motores de explosión.
De todas formas, como siempre ocurre cuando en el cuento interviene la realeza, la cosa tuvo final feliz —dicho esto sin doble intención—, pero como el hombre ya no estaba para comer perdices, tuvo que conformarse con un entierro digno; que en lo tocante a la monarquía significa con pompa, boato y salvas de ordenanza, o sea, que le salió al contribuyente británico por un ojo de la cara.
Así que desde el 26 de marzo de 2015, los restos de Ricardo III, y de sus lombrices intestinales, descansan en la catedral de Leicester, como corresponde a su real condición, porque eso de que la muerte nos iguala a todos, no deja de ser una milonga más, de las tantas que nos inoculan en vena para anestesiarnos la vida.
Y colorín, colorado…