La penúltima brisa cálida del verano puso repiqueteo de esquilas en las hojas cansadas de los abedules y un entrevero de agujitas de hielo en la arboleda, que se vació el hastío con un suspiro hondo, como hecho a propósito para un réquiem. La tarde, todavía reacia a acostarse temprano, trazaba bostezos bermellones por las crestas del horizonte y en la distancia, una vieja campana de iglesia campesina hacía pastoreo de almas, con tañidos cascados de bronces viejos.
La azada mueve pellas de barro levantando diques por las regueras del huerto para que el agua corra entre las achicorias. Mientras, el hombre de negro se refresca el gaznate bajo la parra con un generoso trago de vino. Se ha quitado la corbata; por la desabrochada camisa aflora una espesa mata de pelo negro y utiliza el bombín a modo de abanico. Mario lo observa en la distancia y sonríe: ese atuendo raro, de funerario ritual, le resulta cómico. «Tiene que haber de todo en el mundo», piensa meneando la cabeza reflexivo, mientras abre un nuevo canal de riego, que aliviará la sed de las zanahorias. Luego, despacio, con cuidado para no pisar el plantel de acelgas, se acerca al sombrajo para reunirse con el forastero.
—Caro es el precio, por más que ponderado, y a desmano me pilla el reclamo —suspira arrimando otra silla de anea. Luego, pensativo, sopesa la salud de la bota con una mano, mientras se enjuga el sudor de la frente con la otra—, no tenía yo columbrada semejante urgencia.
El de negro chasca la lengua. Parece afligido y contesta con voz quejumbrosa, de disculpa:
—Son cosas de arriba, Mario, que nos pueden parecer caprichosas, pero tienen su razón de ser. La deuda existe y hay que pagarla, lo sabías cuando aceptaste el arreglo. Los hay que no saben tratarla bien, la retuercen hasta romperla, no hacen por que medre, la dejan marchitar. Sin embargo, tú eres un hombre cabal, has porfiado por sacarle provecho y, créeme, eso hace que me sienta mal. Pero son las normas.
Mario deja correr la mirada por los cerros entorchados de púrpura. El viento ensaya retretas en los escaramujos, con un lamento de majada triste, y los últimos vencejos apuran cabriolas buscando la querencia del nido.
—El cuento es muy sencillo, sin embargo, cuesta entenderlo —echa un trago de la bota y se la ofrece al del bombín—. Alguien debería darle una vuelta a las instrucciones de uso; te pasas la vida tratando de echarla a andar y cuando por fin lo consigues apenas te dan tiempo para disfrutar del prodigio.
Ambos guardan un silencio ausente, perdidos en la hondura reflexiva de sus pensamientos. Mario es el primero en sacudirse el torpor. Entra en el casetón y sale con un trozo rumboso de queso en las manos. Corta unas lascas sobre la tabla cuarteada de la mesa y los dos se dejan llevar por los sentidos. El agua canta en las regueras; los praderíos del valle se tiñen de un ocre rojizo y la hierbaluisa aroma de cítricos la tarde. El hombre del traje negro se despereza, vuelve a ajustarse la corbata y manotea el viento, como queriendo espantar un mal fario.
—Es la hora, Mario, tenemos que irnos —dice mientras se yergue, membranoso y consumido, como una higuera maldita.
El otro apaña un pequeño zurrón con queso, pan y algunas brevas maduras:
—Para el camino —anuncia, levantando el hatillo—, y por si fuera menester…, con las prisas.
Rompen a andar sendero adelante, a contraluz del sol, que juega al escondite con la noche nueva.
—Yo te dejo en la frontera, simplemente soy quien cobra la deuda, desconozco qué hay más allá, no es cosa mía. Ese era el trato.
Suspira con hondura el labriego. Se detiene un momento y vuelve la cabeza para mirar atrás. El huerto dormita al arrullo del agua. El canto de un autillo pone silbos de flauta sombría en el adiós. Bajo la triste parra, desmayado, hueco, como una camisa de serpiente recién abandonada, el cuerpo de lo que fue Mario se viste de plata con los primeros rayos de luna.
—Justo precio, el de la muerte, por toda una vida.
—No sabría decirte —contesta el hombre del traje negro, ajustándose el bombín—. ¿Vamos?
—Vamos.