Ovidi Riudemont Fontcuberta, el gegant del Poble-sec, dueño de Supermercats el Canut, la mayor cadena de distribución alimentaria del Estado, vicepresidente de la Cambra de Comerç de Barcelona y consejero ejecutivo de la española, lleva día y medio esposado, de manos y pies, a una especie de camilla de quirófano metálica. Está cansado, muerto de frío y sufre un fuerte dolor de cabeza. Alguien lo acompaña: su captor, un hombre, que envuelve su corpachón en una bata de tendero de color gris, lleva la cabeza enfundada en una media, para evitar ser reconocido, y un perturbador cuchillo de matarife en la mano izquierda.
—Collons, Eladi!, qué susto me has dado. ¿Y qué haces con esa media en la cabeza, home? Que ya eres feo de serie, tú, no cal, que te esfuerces más —protesta el industrial al reconocer a su secuestrador—. ¿Y qué es la tontuna esta, hòsties?, la madre que te parió, porque como broma no le veo la gracia, nen. Anda, deja de hacer el payaso, sácame las esposas y tráeme un par de aspirinas, que ya hablaremos luego tú y yo de esta gilipollez.
El tal Eladio, con un bufido de resignado cabreo y tironeando de mala leche, se arrancó la media de la cabeza. Realmente era un tipo feo: el pelo corto, rebelde y puntiagudo, recordaba los pinchos de un erizo mosqueado; la frente, una estrecha franja tierra de nadie entre unos ojos estrábicos y el comienzo del piloso bosque de espinos, dejaba claro que por allí las ideas tenían que entrar a gatas; una nariz, bulbosa y desproporcionada surgía de la nada, como un boniato rebelde fuera de lugar y el escaso bigote gris apenas era capaz de enmascarar la presencia del labio leporino.
—¡Mecagüen mi corazón, don Ovidio, que esto va en serio! Estoy hasta los huevos de que se me tome por el pito del sereno, nadie se fija en mí, a no ser para joderme la vida, paso por el mundo sin pena ni gloria, como un fantasma, sin dejar huella y eso es muy triste, oiga. He de hacer algo gordo, tremendo, que salga en los papeles, para cuando me muera haya quien diga: «mira, yo conocí a ese tío, era de mi barrio, todo un personaje, los tenía bien puestos».
El prisionero se removió inquieto, tratando de soltarse; tras comprobar lo inútil de su esfuerzo y con la marca del cabreo troquelada en la cara, intentó argumentar en su defensa.
—¡Y qué culpa tengo yo, coño! Métele fuego al Palau Sant Jordi, tú, con un par de huevos, trepa en pelotas la Torre Agbar, o tírate al metro, ¡però deixa’m tranquil, cony! Si te viera tu madre, la Rosario, con lo que ella era, te quitaba la memez con un par de hostias. Venga, va no jodas.
Eladio negó, tozudamente con la cabeza, se acercó un poco más a la camilla y dejó el cuchillo entre las piernas separadas del empresario.
—Que no, mire; yo lo siento mucho porque le tengo estima, pero lo he decidido: quiero que se hable de mí, que la gente me conozca, salir en los telediarios. Encarnar la venganza de los deprimidos, de la morralla que no llega a fin de mes, de los desahuciados; toda esa chusma a la que ustedes, los poderosos, miran por encima del hombro, mientras nos chupan la sangre y engordan sus cuentas corrientes con sudor obrero. Hay mucha gente que pasa hambre, señor Riudemont, y El Canut es la distribuidora con mayores beneficios del país; lo dicen los de la OCU, que se patean el mercado y saben de qué hablan. Su ejecución será un aviso para los demás chupasangres y yo, Eladio Cascajares García, el brazo armado de la justicia social.
El empresario soltó un gruñido de impaciencia, a la vez que observaba con aprensión la indeseada vecindad que se había establecido entre el machete y sus criadillas.
—¡Acabáramos, nos ha salido marxista el torracollons! ¡Lo mío, lo mío, lo mío; solo pensáis en vosotros, malparidos! ¿Y los demás qué, copón? ¡Yo tengo que comer, també!, los márgenes se estrechan y no queda más remedio que subir los precios, hòsties. ¿Sabes lo que cuesta mantener la villa de Pedralbes, nen?, el palco en el Camp Nou, los seguros de los autos, el amarre de Calafat, el piso de la Margarida, en El Ensanche, y los sueldos, tú, ¡oh, oh, oh!, que queréis cobrar todos los meses, desgraciados…; un huevo, t’ho dic jo.
Eladio se enjugó el sudor con un trapo grasiento, que alguien había olvidado sobre la silla, y unos negruzcos churretones maquillaron su cara como si fuera camuflaje, al estilo de los heroicos comandos que degüellan comunistas asiáticos en las epopeyas americanas de Hollywood. Con un gesto de cansancio volvió a coger el cuchillo, fijó la mirada en el suelo mugroso y negó con la cabeza varias veces.
—No me lo haga más difícil, señor Riudemont, colabore, hombre, ¿qué le cuesta?; si no lo mato a usted tendré que cargarme a otro y eso me complica mucho las cosas. Póngase usted en mi lugar.
El prisionero se agitó en la camilla, haciendo rebotar el culo en la fría chapa, el único movimiento medianamente enérgico que le permitía su situación.
—¡Eso digo yo, hòsties! Cambiamos, tú, quina bona idea, aunque sea por un rato, oye; tengo el culo que parece de mármol. Ya podías haber puesto algo aquí, home!, un cojín, una manteta, qué sé yo; muy poco estilo, ¡eh!, se nota que eres primerizo, collons.
»Mira, yo te doy una lista de gente con posibles, industriales, de buenas familias; con más dineros que yo, ¡eh!, y te cargas al que te dé la gana. Yo ni pío, tú, una tumba, Eladi, nano, una tumba.
Una sombra de duda, que a Riudemont le esponjó el alma como un amanecer de primavera en el faro de Creus, puso frunces en la frente del secuestrador.
—¡Joder, don Ovidio, no me líe!, que no es tan fácil como parece; estas cosas no se hacen en plan aquí te pillo, aquí te mato, hay que prepararlo todo muy bien, cuidar la logística, esquematizar el golpe…
—¡Pues eso digo yo! Mira, te echo una mano con lo de pensar —se aferró el tendero al tranvía de su salvación—, que tú de eso no andas muy bien, noi, te la dejo botando, como al Messi, y solo tienes que meter gol.
Eladio daba golpecitos en su mano con la parte plana del cuchillo, mientras entretenía la mirada por el techo, como si estuviera sopesando la propuesta. Por un ventanal de cristales llenos de roña, se podía ver la nieve chispeando fuera; dentro también hacía frío, volvió a dejar el machete entre las piernas del comerciante y encendió la estufa de butano.
—Que no, coño, que no lo veo. Para qué he montado aquí todo este tinglado, hombre; además, que yo a usted lo conozco de siempre, hay confianza, no sé, me siento más seguro.
—¡Pero no me seas hijoputa, hombre! Mira, el Frontrodona, el de las tiendas de ropa, se la hacen toda, los chiquillos de Bangladés por cuatro perras, tú, un explotador, y se le caen los duros de los bolsillos. A ese te lo pongo yo en bandeja cuando quieras.
»Y si no quieres al Frotrodona, le damos matarile al Batlle, el de la construcció, que tiene untada a media Generalitat y se ha forrado haciendo carreteras y obra pública, un cabró. Espera, no, ya lo sé, Oriol Ramoneda; ese sí que tiene el dinero por castigo, y es viejo, a més, a més, noventa y tantos, el jodido; los sobrinos te lo agradecerán, una calle a tu nombre en Vallvidrera ponen seguro, tú, que estos andaban ya en La Lliga, cuando primo de Rivera y se manejan divinamente en política.
—No sé, le digo que no lo veo, don Ovidio, esa gente es peligrosa y muy difícil acercárseles, van rodeados de guardaespaldas, que no se despegan de ellos ni para ir al váter.
—¿¡Quieres decir!? Ni per cagar? Pues yo no, mira, para eso soy muy tradicional, ¡eh!; en cuanto me ve mi señora, la Dolors, con L’Esportiu bajo el brazo, ya sabe a donde voy: «como un reloj, Ovidi, como un reloj, cagón», me dice; es que ella, pobre, de seguido anda prieta.
»En fin, que si no lo ves…, pero vamos a hablarlo, hombre, seguro que hay soluciones. Yo soy mucho de negociar, Eladi. Escolta, fes-me un favor, deja que me siente, sufro de la espalda y estoy molido; te juro que no intento nada, tú.
Eladio se encogió de hombros, resignado, buscó en los bolsillos hasta encontrar las llaves de las esposas y se acercó a la camilla, no sin tomar precauciones.
—Le quito solo las de las manos, que no me fio yo de que eche a correr, y a la menor le meto esto en las costillas —dijo mostrándole de manera ostensible el cuchillo.
El viejo industrial se incorporó, no sin dificultad, frotándose las muñecas y arqueando la espalda, para quedar sentado sobre la mesa, con las piernas sujetas por los tobillos a las patas metálicas.
—¡Qué descanso, niño! Tengo la columna con más curvas que la carretera del Garraf; pero a lo que estamos. Lo tuyo de justiciero social es una lástima, da pena, no tienes maldad, Eladi, cómo te diría, no tens seny per això, no matarías ni una mosca. Pero te respeto, ¡eh!; hay que tenerlos muy bien puestos para montar semejante estrapalucio, aunque sea para nada, tú. Vamos a hacer una cosa, si te parece. Aquí morir, lo que se dice morir, así a lo bestia, en plan yihad obrera, no va a morir nadie, reconócelo; pero tampoco quiero yo que te me vengas abajo, Eladi, collons, que me sabe mal, tú. Vamos a negociar una salida digna para todos: cedes tú, me avengo yo, firmamos la paz y a aquí no ha passat res.
Eladio dejó el cuchillo en el suelo, se acaballó en la silla, cruzó los brazos sobre el respaldo y dejando descansar sobre ellos el mentón, aventuró con voz cansada:
—Nada se pierde, jefe, pero no crea usted que se va a salir de rositas, como siempre, que estoy muy loco, don Ovidio, muy loco y o salgo en la prensa, o le meto cuatro viajes con el verduguillo ese —señaló con los ojos el machete que descansaba a sus pies— y luego me tiro a las vías del tren, ¡copón ya!
Riudemont alzó las manos con las palmas hacia fuera, pidiendo tregua.
—La madre que os parió, cómo sois los charnegos, siempre lo lleváis todo por lo dramático, hòsties, debe ser por la herencia calderoniana, que os puede, tú, sois como el alcalde de Zalamea, cabreados con el mundo. A ver, tú quieres salir en los papeles, ¿no?; arreglado, oye, que tengo yo mano en La Vanguardia y te hacen una entrevista a toda plana, que sabe de ti, tota Catalunya, què dic, tot Espanya, y en TV3 lo mismo, Eladi, donde quieras, noi, a Catalunya Ràdio, L’Esportiu, El missatger de Sant Antoni…, on vulguis.
Un silencio introspectivo para Eladio y cargado de esperanza para Riudemont, se adueñó del entorno; pequeñas ráfagas de viento lanzaban descargas de aguanieve contra la ventana, que producían el sombrío efecto sonoro de miles de garras diminutas arañando los cristales. El invierno, especialmente frío, exigía interpretar su papel en la historia y los dos hombres no pudieron reprimir un aprensivo escalofrío.
—Y que contaran de mi vida, don Ovidio: ¿que soy el reponedor con más antigüedad, el rey de las estanterías de Supermercats El Canut?, ¿la escoba más rápida del sector alimentario catalán?, ¿el ahorcado del tarot de los mugrientos?
Ovidi Riudemont había hecho su fortuna presionando a los proveedores, adelgazando los precios en origen, especulando con las debilidades de sus oponentes y sabía cuándo el otro bajaba los brazos, consciente de su propia debilidad. Era un momento crucial en la negociación, que requería oficio, sutileza, arte, como el pescador que tiene a su presa al alcance del arpón: ha vencido, pero sabe que un último coletazo desesperado del pez puede arruinar toda la jornada.
—¡Haber estudiado, coño! Siempre tenéis que buscar los tres pies al gato, la culpa del empedrado, Eladi, collons!; y eso tampoco. Venga, va, para que veas que te aprecio y no me cierro en banda; voy a bajar los precios, tú ganas, haremos una declaración conjunta en la que te llevarás todo el mérito y crearé una fundación benéfica —en realidad, el director general de sus empresas ya le había hablado de las bondades fiscales, que le reportaría hacerse con una, solo era cuestión de cambiarle el título—, que llevará tu nombre. Què et sembla, noi?
Eladio estaba cansado, le dolían las rodillas —principio de artrosis, un regalo genético—, quería irse a casa, descansar y olvidarse de aquella locura que no iba a ninguna parte. La propuesta parecía atractiva y, desde luego, no era capaz de matar a nadie; tenía razón el Riudemont, el circo que había montado no dejaba de ser una chapuza ridícula más, como todo en su vida.
—Concrete usted, don Ovidio, para hacerme yo una idea, si no le importa —objetó, más por darle al preacuerdo un brochazo de respetabilidad, que por ganas de discutir.
—Concretar, concretar, qué te diría yo, los perniles, tú, los ponemos en promoción, un mes entero; son de un proveedor de Ulldecona, nen, de toda confianza; va, y el salchichón de payés també, que me siento generoso.
—Y una paga extra al personal —aventuró Eladio—, que le estoy salvando la vida, ¡coño!
—¡Ah, no, clava, clava! —se encampanó el comerciante ofreciéndole el pecho—, de diners res, però res de res, només faltaria! Le ponemos tu nombre a una línea de yogures desnatados y vas que te estrellas. Lo tomas o lo dejas.
Fuera había dejado de nevar, el butano se estaba terminando, pronto sería de noche y aquel barrio no era seguro a la luz de las farolas. Eladio volvió a sacar las llaves de las esposas; se humilló ante su jefe para liberar las que lo sujetaban a la mesa por los tobillos y alzando la vista para encararlo, preguntó:
—¿Habrá de frutas del bosque?, son los que más me gustan.
—¡Sí, hombre, y sortearemos un Ferrari, también! Parece que os ha hecho la boca un fraile, carajo. La mare que us va parir!