Una quietud de soledad dormida
oficia de obligado presbiterio,
tras una cruz de piedra carcomida,
que hace de frontispicio al cementerio.
Descansa en paz la losa funeraria,
rota por el ultraje del olvido;
entre retamas presa, solitaria,
legataria de un pasado vencido.
Nadie llora los huesos calcinados;
no hay lamento que escarbe en la añoranza,
solo granitos sucios y agrietados,
resistiendo contra toda esperanza.
Lentamente se va apagando el día,
de bermellón y oro viste el monte,
el sol, acobardado en su agonía,
busca refugio tras el horizonte.
Cierra el viejo, despacio, la cancela.
Vacío y triste duerme el camposanto,
solo un ciprés queda de centinela.
Lleva la tarde hastío y desencanto.
Lía con mano inquieta un cigarrillo
en el yermo perdida la mirada,
de humedal en los ojos tiene el brillo
y una lágrima esquiva apalabrada.
Y se aleja despacio, poco a poco,
sin prisa, lentamente, con sosiego,
diciéndole a la tumba, que tampoco
aquello es un adiós, sólo hasta luego.