Olfateo, goloso, la cálida aspereza de tus dunas. Mis dedos se retrepan los surcos, que los suyos marcaron en la rugosidad fragante de tus pezones firmes. Busco en tus dulces labios el sabor de sus besos y en tu cuello los restos de un deseo infinito. Impaciente, me adentro por los valles amables de tus senos candentes, saboreando en ellos la presencia arenosa que dejaron sus manos. Me recreo en el pozo, mineral, de tu ombligo, que me devuelve esencias de néctares prohibidos y sigo las rodadas de tu vientre hasta el fondo, donde esplendente aguarda el amoroso cáliz de tu sexo indomable, rebosando fluidos de un néctar que es intruso y aroma con su esencia tus tiernos humedales.
Y libo de ese polen con la avidez insana del amante entregado que todo lo consiente. Me embadurno de sales, que son mezcla de llanto, hasta que tu gemido se convierte en ausencia y el arco de tu cuerpo se adelanta al orgasmo. Entonces creo, amor, que la felicidad me alcanza, aunque mi yo, por dentro, se duela del engaño.
Poco a poco, el deseo se torna latido acompasado y me acurruco, manso, abrazado a tu cuerpo, robándote el calor que me mantiene vivo, anhelante, sumiso, hambriento, sí, lo admito, esperando con ansia un nuevo desencuentro.