A todo el mundo le sorprendió aquel letrero en la pared. Nadie tuvo claro el mensaje. Era absurdo. No tenía sentido. Y menos allí, sobre aquel muro renegrido y salitroso, agrietado despojo de un derrumbe antiguo; una tapia molesta e inservible, que no protegía nada.
Muchos pensaron que era una broma macabra, de mal gusto, sin gracia, pero encogiéndose de hombros pasaron de largo sin hacer caso. Un día, alguien, sintiéndose molesto, lo arrancó dejando el vestigio triste de algunos jirones de papel desgarrado. Pero a la mañana siguiente, el letrero volvió, tozudo, al mismo lugar. Y ocurrió lo mismo cuando otros lo intentaron de nuevo unas cuantas veces más. Así que pasar por delante del cartel se hizo cotidiano, la gente acabó por acostumbrarse a verlo y, encogiéndose de hombros, lo dejó estar.